No se sonrojen si no les suena la República de Artsaj. De hecho, ni siquiera existe técnicamente. Engastada en el Cáucaso y del tamaño de la provincia de Pontevedra, es un estado independiente de facto que históricamente se llamó Nagorno Karabaj, que significa “jardín negro y montañoso”. Su territorio se lo disputan Armenia y Azerbaiyán ya desde que se desplomó la Unión Soviética. La única manera que hay de llegar hasta allí es volando a Ereván (Armenia) y cruzar la frontera. Pero, por el momento, no les recomiendo una visita porque la mayoría armenia —cristiana— y la minoría azerí— musulmana— andan a la greña.
Hace ahora 30 años, hubo veinte mil muertos y ochocientos mil azeríes huyeron a Azerbaiyán. Hace ahora dos años, volvieron a reventar las costuras. Esa segunda guerra de Nagorno Karabaj prefigura las formas futuras de combatir. Fue un conflicto limitado a un pequeño trozo de tierra, librado con pocos efectivos, duró 44 días y en su desenlace fueron determinantes los sensores, el armamento guiado, la inteligencia artificial y los drones turcos que Azerbaiyán empleó con gran éxito.
Según las cuentas del coronel Carlos Javier Frías en el boletín del Instituto Español de Estudios Estratégicos, Armenia perdió en pocos días 147 vehículos de infantería y 232 carros de combate; o sea, más de la mitad del arsenal que España tiene de estas armas. Las pérdidas de piezas artilleras de los armenios se calculan en 243 obuses y 77 lanzacohetes, un número mayor que el de la totalidad de la artillería del Ejército español. Gracias a los drones con misión ISTAR (sensores ópticos y de radiofrecuencia), Azerbaiyán detectó y destruyó los sistemas de armas enemigos y aisló con facilidad las posiciones armenias. Fue coser y cantar, una victoria aplastante. Y se acabó.
Tras el alto el fuego, los cabezas de huevo de la estrategia coincidieron en el análisis: esa guerra prologaba el modelo de las campañas futuras. Una nueva forma de combatir con pocos efectivos, prácticamente sin necesidad de aviones y usando cortos tramos de carretera como aeródromos improvisados para los drones (los militares los llaman UAV, siglas en inglés para Vehículo Aéreo no Tripulado). O sea, el debut de la generalización de la estrategia superferolítica adoptada por la Administración Obama, el Third Offset (Tercer Contrapeso): explotar de forma rápida y automatizada la información obtenida por una amplísima panoplia de sensores.
Por primera vez en la historia, el campo de batalla se vuelve transparente, todo puede ser detectado con precisión y abatido por armamento guiado. Ya no hace falta, o casi, la maniobra. Basta con buscar, decidir, destruir y matar sin apenas participación humana. Y no solo por humanitarismo, sino porque los soldados son ahora un bien escaso en Occidente.
¿Cañones o mantequilla?
Los soldados escasean sobre todo en Europa, con una población envejecida y una opinión pública clamando por el pacifismo de la Era de Acuario. Por lo demás, las quejas de las sucesivas administraciones estadounidenses por tener que apoquinar con casi el 70% del gasto de la OTAN, hacen temer una posible retirada que obligaría a la Unión Europea (UE) a improvisar su propio ejército. Pero ¿es eso posible?, ¿es conveniente? División de opiniones, por eso, de momento, la UE se contenta con la reciente creación de la Cooperación Permanente Estructurada (PESCO) que, aunque no apunta directamente a la creación de un ejército integrado, abre un camino para obtener la autonomía estratégica.
Entretanto, los ejércitos europeos van a su bola. ¿Y España? Según el ranking anual de 2021 que elabora la consultora Global Firepower, el Ejército español ocupa el puesto 18 entre los más poderosos del mundo, justo después de Arabia Saudí y por delante de Australia e Israel. De los países OTAN, está en el puesto número 7 y de los Estados miembros de la UE, en el cuarto. La potencia de fuego de nuestros vecinos Portugal y Marruecos los sitúa en los puestos 52 y 53. Nuestras FAS cuentan con 133.000 efectivos. En 1978 eran 310.000, de ellos 220.000 en el Ejército de Tierra, frente a los menos de 76.000 actuales. La población era entonces de poco más de 36 millones, hoy somos más de 47 millones. Tras esa prodigiosa dieta de adelgazamiento está la desaparición de la mili, que proporcionaba más de 200.000 efectivos.
La nueva guerra será...
A saber. Los soldados estarán muy lejos de donde matan, los drones sobrevolarán el cielo, otros robots andarán por la tierra y el nanoarmamento será la moda de los conflictos. Siempre, de todas formas, habrá algo de infantería.
En todos los ejércitos occidentales —en unos más que en otros— se han jibarizado no solo los recursos humanos, sino también los medios y el presupuesto de los años de la Guerra Fría. La cosa va a peor, porque entre los cañones o la mantequilla, los electores lo tienen claro: mejor una amenaza que se percibe vaporosa que más recortes en gasto público.
Los ejércitos occidentales, más pequeños, apenas pueden disponer de reservas con un mínimo adiestramiento. Además, el suministro de armamento high tech requiere meses o años. Ambas contrariedades imponen combatir de manera muy distinta a la de las fuerzas colosales que operaron en las dos guerras mundiales o en la del Golfo de 1991.
Juguetería láser
Las lecciones de Nagorno Karabaj auguran que la generalización del armamento guiado favorece las ofensivas rápidas, pero limitadas en sus objetivos. Ya en las guerras de unificación alemana del siglo XIX —contra Dinamarca, Austria y Francia— el Estado Mayor prusiano se aferró con uñas y dientes a la táctica militar del Blitzkrieg (guerra relámpago) y a eso conducen la estrategia rusa RUK (reconocimiento y ataque) o la estadounidense Third Offset. Pero a diferencia de las guerras decimonónicas libradas por el mariscal prusiano Helmuth von Moltke, las nuevas requieren cierta juguetería: láseres, sensores y enjambres de drones.
Como en EL ESPAÑOL | Porfolio apreciamos el Nuevo Periodismo, les contaré una historia. Hace ahora 40 años, el joven ingeniero aeronáutico israelí Abraham Karem encontró en la colina Hacienda Heights de Los Ángeles la casa que andaba buscando. Salvo que tenía al fondo el templo budista Hsi Lai, la vivienda no era nada del otro mundo, pero le encantó el garaje. Poco tardó en llenarlo de herramientas, computadoras y moldes hechos a mano. Con la ayuda de un par de amigos geeks (entusiastas de los dispositivos electrónicos), Karem diseñó un vehículo aéreo no tripulado de alas giratorias (UAV).
El artefacto estaba hecho de fibra de vidrio y carbono epoxi y era ligero como una pluma (bueno, no tanto, pesaba 136 kilos), llevaba una cámara en el morro y volaba durante 56 horas controlado por radio. Lo llamó Albatros.
A ese dron primigenio le siguió el más sofisticado Amber, pensado para espionaje en tiempo real. Con aterrizaje casi vertical, podía usarse desde barcos pequeños o remolques y evolucionó hasta convertirse en el famoso Predator. Tras los atentados del 11-S, se dotó al Predator de misiles aire-tierra Hellfire y se desplegó como unidad operativa en Afganistán. Al mismo tiempo, George W. Bush promovió medidas legales para dar cobertura a la CIA en los signature strikes (ataques con drones contra terroristas de Al Qaeda en cualquier lugar del mundo).
El 3 de noviembre de 2002, armado con dos misiles Hellfire AGM-114, un Predator acabó con la vida de seis miembros de Al Qaeda mientras circulaban por una carretera de Yemen. Desde entonces, la CIA ha recurrido en incontables ocasiones a su juguete favorito y ha quitado de en medio a unos cuantos “individuos de alto interés”, HVT (High Value Targeting) en la jerga de la AgenCIA. Entre ellos, también en Yemen, a Naser al-Wahishi, lugarteniente de Al-Zawahri, el sucesor de Bin Laden al frente de Al Qaeda.
Los robots no necesitan arengas, no tienen sentimientos. Son unos desalmados, son imbatibles, vaya.
En 2019, operadores de un dron Lockheed Martin RQ-170 indetectable al radar localizaron en Afganistán un nuevo blanco a través de fuentes HUMINT (confidentes, espías o infiltrados), o quizás de SIGINT (señales de microondas o transmisiones). Lo que fuera. Desde la otra punta del planeta, ya identificado y controlado el objetivo, enchufaron su mortífero videojuego y, sin despeinarse, picaron el billete a Hamza bin Laden, uno de los hijos de Osama. Es probable que después esos killers remotos se tomaran unas birras o recogieran a sus hijos en el cole.
Tal vez no lo supieran, o tal vez sí, pero esos operadores prefiguraban a los soldados de las guerras por venir. De hecho, los drones desempeñaron un papel relevante en Bosnia y en las campañas para expulsar al ISIS de Siria e Irak, porque proporcionaron datos de inteligencia en tiempo real y de forma continuada.
Enjambres de drones
Stuart Russell, profesor de ciencias de la computación en Berkeley, dirigió hace cuatro años el cortometraje Slaughterbots, que anticipa batallas de microdrones que aprenden a formar enjambres y a matar con la disciplina de un batallón prusiano. Tienen el tamaño de una perdiz, pero no son cabezas de chorlito porque vuelan solos y son demasiado inteligentes, ágiles y sigilosos como para ser capturados o destruidos. Además, son baratos. Un enjambre de 10.000 drones, que no costaría más de 10 millones de dólares, podría arrasar una ciudad.
Israel ya ha entrado en la carrera con algunos tan pequeños como moscas que podrán hacer fotografías o inyectar venenos después de comprobar la identidad de la víctima mediante su ADN. La extraordinaria capacidad de miniaturización de la nanotecnología, la manipulación de moléculas que ya ha revolucionado la biomedicina, hace salivar a las cúpulas militares.
De momento, el nanoarmamento, oro molido, es un desafío para el pensamiento convencional sobre las formas que podría adoptar un combate. También lo son los gusanos cibernéticos para la interceptación de los flujos de datos imprescindibles para mantener operativos los modernos sistemas militares y civiles.
A la mente esquemática de Ronald Reagan le obsesionó este asunto desde que asistió a un pase privado de la película Juegos de guerra (John Badham, 1983). Entró en pánico cuando vio que el ciberespacio podía ser troquelado como un queso emmental por el imperio del mal, o cualquier hacker adolescente, y convertirse en un escenario bélico de escalofriante fragilidad.
¿Un Pearl Harbor electrónico? Reagan ordenó chequear el estado de la red que combinaba las telecomunicaciones y los sistemas de información. Como quien revela el secreto de otros es un traidor y quien revela el propio un imbécil, el presidente no dio detalles, pero se encontró con que la situación real era aún peor que la que sugería la película Juegos de guerra.
Porque, ¿qué ocurriría si uno de los bandos quedara de pronto a oscuras, si las pantallas de los ordenadores militares se pusieran azules, si el alto mando no pudiera transmitir sus órdenes a los comandantes sobre el terreno o si tuviera que asistir impotente a la sustitución de esas órdenes por instrucciones fake? Lisa y llanamente, hasta la maquinaria bélica más potente del mundo sería chatarra de baratillo.
Peor aún, si la fisiología de una sociedad moderna depende del suministro de energía, sistema de transportes, banca, asistencia sanitaria o actividad empresarial, sabotear el flujo masivo de esos datos sometería a un país sin un solo disparo. Un caos comparable al del “botón rojo” que activaría los misiles teledirigidos y convertirían en obsoletos a los ejércitos.
"Con las guerras pasa una cosa: si no las libras no sabes cómo acaban"
El gusano informático Stuxnet (según el New York Times, un proyecto conjunto de estadounidenses e israelíes) se diseñó para entorpecer el enriquecimiento de uranio en la planta nuclear iraní de Bushehr mediante la desactivación de sus centrifugadoras de isótopos. ¿Para qué matar moscas a cañonazos si basta y sobra con un caballo de Troya?
Johnny sin fusil
Y, ya de puestos, ¿para qué obligar a Johnny a coger su fusil si contamos con robots? Desde que los radares dispusieron de autopropulsión, resultó concebible que fueran en busca del enemigo para aniquilarlo. El siguiente paso era desplegar batallones de autómatas, programarlos para que se desplazaran a través de una jungla y acabaran con la vida de todo lo que se mueve. En la tragedia de Shakespeare Enrique V, en vísperas de la batalla de Agincourt el monarca arengó a los suyos: “Nosotros pocos, nosotros felizmente pocos, nosotros, una banda de hermanos”. Los robots no necesitan arengas, no tienen sentimientos, no les preocupa que caiga el compañero de al lado. Tampoco sienten hambre ni olvidan las órdenes ni tienen miedo. Son unos desalmados, son imbatibles, vaya.
Aun así, sigue siendo problemático de qué lado se inclinaría la victoria si los ejércitos empataran en la sofisticación de su juguetería. Malas noticias para los nietos del soldado Ryan: para ocupar el territorio y poner orden nada como los ejércitos de toda la vida.
Y ni aun así, como prueba el fiasco en Afganistán, un caso de estudio que les resumo: se aplicaron estrategias erróneas y cambiantes. Se identificaron los síntomas más que las causas y se vieron los árboles pero nunca el bosque. Se incumplió la máxima de Clausewitz de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. También la advertencia de Kissinger de que separar la estrategia y la política es mal asunto para ambas. Fin de la historia.
Por lo demás, los manuales sobre el arte de la guerra de Sun Tzu, Jomini o Clausewitz son tan sabios como insuficientes porque los conflictos bélicos tienen una lógica escurridiza como anguilas. La historia militar está llena de tiros en el pie y de otros que salieron por la culata (véase la tragicómica Historia de la incompetencia militar de Geoffrey Regan).
Zemari Ahmadi trabajaba como cooperante en Kabul de una ONG californiana. El pasado 29 de agosto, cargó un Toyota Corolla con bidones de agua para llevarlos al aeropuerto. Un dron lo vigilaba. Cuando, a las 4:50 p.m., Ahmadi paró en su casa, el comandante táctico del seguimiento confundió los bidones de agua con explosivos y a Ahmadi con un miembro del ISIS. Segundos después, un dron Reaper MQ-9 lanzó un misil Hellfire. Entre un amasijo de chatarra quedaron los restos desmembrados del cooperante y nueve miembros de su familia, entre ellos siete niños. Fue el último misil disparado en Afganistán por el ejército ocupante. Y el último ejemplo de incompetencia militar.
Y luego están los “cisnes negros”, esos sucesos imprevistos que terminan teniendo repercusiones colosales. Generalmente para mal. Como dijo el primer ministro Hideki Tojo antes del ataque a Pearl Harbor: “Con las guerras pasa una cosa: si no las libras no sabes cómo acaban”. Y eso porque, como demasiado tarde pudo aprender el primer ministro armenio, Nikol Pashinyan, las guerras las carga el diablo. Nada peor que un demasiado tarde.