En 1981, un chico de 21 años recién licenciado en economía entra como concejal en el ayuntamiento de Zipaquirá, una pequeña ciudad al nordeste de Bogotá. Es un tipo brillante y estudioso. Se llama Gustavo Petro y nadie sabe que también pertenece a una guerrilla revolucionaria de izquierdas, cuyo nombre responde al día de su cumpleaños: el Movimiento 19 de abril, el M-19 o simplemente Eme, como se la conoce en las charlas de cafetería universitaria.
Petro forma parte del Eme desde 1978, tres años atrás, cuando decidió pasar de la abstracción a la acción. Le atraía el movimiento porque no era marxista, no seguía los dictados de Moscú ni de Pekín y su relación con Cuba era cercana, pero sin una subordinación directa. Petro, según afirmaría años después en su autobiografía Una vida, muchas vidas, nunca llegaría a empuñar un arma. Sólo llegó a realizar ejercicios de entrenamiento. Era un “teórico”, un “intelectual”, un “compañero” que se dedicaba a la propaganda y a los artículos en las revistas clandestinas. Un político, en definitiva.
Y es que, durante sus inicios el M-19 fue eso: un movimiento político de izquierdas, sin más. Una pataleta surgida de la derrota del general Rojas Pinilla en las elecciones del 19 de abril de 1970. Nada que ver con las FARC o el Ejército de Liberación Nacional (ELN), los dos grupos paramilitares colombianos que llevaban en una guerra abierta contra el Estado desde mediados de los años sesenta.
El Eme nació como un grito contra la injusticia, pero no una injusticia definida sino, de nuevo, abstracta, simbólica. La injusticia del postadolescente. De hecho, su primera acción tiene también un aire más simbólico que violento: el 17 de enero de 1974, un grupo de guerrilleros se planta en la Quinta de Bolívar, en Bogotá, y se lleva por la fuerza la espada que, se supone, perteneció al Libertador de la Gran Colombia (núcleo de lo que luego serían Venezuela, Ecuador, Colombia, Bolivia, Perú, incluso Panamá): Simón Bolívar.
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El mensaje que dejan tiene un punto cursi: “Bolívar, tu espada vuelve a la lucha. Con el pueblo, con las armas, al poder”. Prometen devolverla sólo cuando “el pueblo realmente sea libre”. Lo harán en 1991, tras el acuerdo de paz con el gobierno y el anuncio de una nueva Constitución para el país. Aún hoy hay dudas de si la espada que devolvieron fue la misma que empuñó el caraqueño o si se trataba de una réplica.
Años después, en 1981, cuando Petro es elegido concejal, la espada supuestamente está en Cuba –según informa El Confidencial, el hijo de Pablo Escobar recuerda haberla tenido en casa cinco años, pero él “prefería los coches”– y el Eme ya ha abandonado el simbolismo para pasar al asesinato.
En 1976, el M-19 secuestra y mata al sindicalista José Raquel Mercado. Al parecer, era un traidor. Un traidor al pueblo, se entiende, o, tal vez, un traidor a la voluntad de poder del pueblo, que no es exactamente lo mismo. Porque el poder, desde la derrota de Rojas Pinilla, es el verdadero objetivo. Hay que cambiar Colombia, sí, pero a "nuestra manera".
Como el poder ni llega ni se le espera, el Eme va a buscarlo: en febrero de 1980 toma durante dos meses la Embajada de la República Dominicana aprovechando una reunión de varios diplomáticos. Cinco años después, intenta hacer algo parecido con el Palacio de Justicia, pero aquello acaba en masacre: entre extrañas implicaciones y maniobras del Cartel de Medellín y el ejército colombiano, la toma por la fuerza de la máxima representación del poder judicial se saldó con 98 muertos y 11 desaparecidos después de dos días de combates urbanos. Si el M-19 quería pasar a la historia, por fin lo ha conseguido. ¿Qué es de Gustavo Petro ese 6 de noviembre de 1985?
De la cárcel a la victoria
Podemos suponer que Petro está viendo desde la cárcel las imágenes que la televisión retransmite a todo el país. Lleva encerrado un mes por “tenencia de armas”. No le ha visto ningún juez ni le va a ver durante los quince meses que permanezca en prisión. Es fácil imaginarlo pensando “no era esto, no era esto”, pero también masticando lo contrario, un “se lo merecen” mientras recuerda las torturas a las que, siempre según su propio relato, le han sometido los guardias.
Sea como fuere, cuando sale de prisión en febrero de 1987, del M-19 ya no quedan casi ni las raspas. Es el momento de rendirse. El momento de la política y la negociación. Es entonces cuando Petro decide hacerse llamar Aureliano, como el coronel Aureliano Buendía de Cien años de soledad y El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez.
En un exceso de dramatismo, se define como “el coronel de las mil batallas perdidas”. No ha cumplido los treinta años, pero ya está invadido de nostalgia. En su papel de político, interviene en las negociaciones de paz con el gobierno de Virgilio Barco Vargas. El acuerdo es el primero en Latinoamérica con una guerrilla. Se ha abierto la veda.
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En 1990, el Eme se convierte en un partido político más, la Alianza Democrática M-19. El candidato para las presidenciales es Carlos Pizarro, el comandante máximo de la guerrilla, con su boina calada como buen revolucionario. El 26 de abril, mientras vuela a Barranquilla para un acto electoral, un sicario saca una ametralladora en pleno avión y acaba con su vida. Treinta y dos años después, su hija María José Pizarro sería la encargada de colocar la banda presidencial a Petro en su investidura.
Un símbolo, de nuevo, pero no el único: el chico nostálgico convertido en presidente de Colombia, el primer presidente de izquierdas desde la independencia, según repiten sus seguidores, tiene reservado algo más. Todo el mundo lo sabe porque lleva días siendo la comidilla de la política capitalina: quiere desfilar detrás de la espada de Bolívar como símbolo de la justicia que guía al pueblo.
Iván Duque no le quiere dar el gusto y, así, sólo una vez convertido el propio Petro en presidente de Colombia, decide permitirse pedir a gritos la espada, parar la ceremonia, obligar a esperar a todos sus invitados y demostrar que aquí, por fin, manda él. Ha costado casi cincuenta años, pero ya está en lo más alto.
Cuando la espada llega a la ceremonia, en su cristalera, todos se ponen de pie como si pasara el propio Bolívar. Todos menos el rey de España. Ha venido con toda su buena fe a felicitar al nuevo presidente y le han sacado un "cadáver" de 1820. Cuando se lo explican, ya sí, se levanta con el gesto aburrido, como quien ha dejado la adolescencia muy atrás y ya no entiende determinadas fiestas.
En esa urgencia por la espada está resumido todo el bolivarismo tal y como lo entiende (curiosamente) un nacionalista como Petro. El bolivarismo, Bolívar, la ensoñación del “pueblo que derrota al opresor y se da la libertad” para obviar la realidad, terca, que no deja de repetirle el resultado de las pasadas elecciones, cuando, contra pronóstico, el 47,31% de los colombianos decidió dejar de ser “pueblo” y votar al otro candidato. Solo un 3% menos de los que le prefirieron a él. Un país partido por la mitad, como tantos otros.
La expansión de la izquierda
Eso no le ha impedido a Petro caer en la lírica, por supuesto. Hay una frase muy bonita en su investidura, aunque la pronunció su vicepresidenta, Francia Márquez, la primera mujer negra en el gobierno de Colombia: “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. El problema con esta clase de frases es que recuerdan a la definición que Pascal dio del tiempo: “Si no me lo preguntan, sé lo que es… pero si me lo preguntan, no tengo respuesta”.
La dignidad. El pueblo. La espada. Demasiados símbolos de una nostalgia setentera, de una revolución de universidad y canciones británicas (preguntado por un hombre de Caldas si era momento de que volviera el M-19, Petro comparó el regreso del movimiento guerrillero con el de los Beatles). Un sueño que suena bonito, pero no se sabe muy bien cuál es su contenido real.
Un sueño de populismo que, en casos extremos, se puede acabar convirtiendo en pesadilla. Ahí quedan los ejemplos de los Ortega en Nicaragua, los dos salidos también de otra utopía, la sandinista; o Chávez y Maduro haciendo lo propio en Venezuela, acercándose ya a los treinta años en el poder sin garantía judicial ni política que los saque de ahí. Todo por el pueblo... pero sin el pueblo. La ciudadanía los colocó ahí en algún momento, por supuesto, pero luego ellos olvidaron a quienes los apoyaron. Mucho mejor la espada, que no cambia de opinión ni rechista ni ejerce de despertador molesto.
El sueño del populismo, el sueño del recuerdo nostálgico de la guerrilla –la juventud, la pureza, la dignidad, de nuevo– parece extenderse por toda América Latina, ahora que, por fin, los Estados Unidos han dejado de vigilar y están a otras cosas, empezando por intentar calmar sus impulsos de autodestrucción.
El sueño del populismo sin el pueblo toma la forma de peronismo en Argentina, de abogado treintañero en Chile, de indigenismo en Bolivia, de un rancio ruralismo homófobo en Perú, de demagogia nacionalista en México... A falta de las elecciones de octubre en Brasil, prácticamente toda América Latina (salvo, quizá, el moderado Lasso en Ecuador y el centrista Lacalle en Uruguay) se ha escorado hacia una izquierda difusa, ochentera, nostálgica.
¿Qué tienen en común todos ellos, más allá del manoseo de la propia palabra y la promesa de una revolución que es imposible porque son ellos ya los que controlan usos y abusos? Poca cosa. Tal vez, quizá, los gestos, por ejemplo, la pulsión del antiamericanismo, aunque tibia, como si el enemigo ya no estuviera en el norte. Al fin y al cabo, Argentina, Chile, Colombia y Perú votaron a favor de la suspensión de Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU; sólo Bolivia, Cuba y Nicaragua lo hicieron en contra. También, una búsqueda mítica de un origen que dé sentido a todo, que justifique su gobierno más allá de tal o cual resultado electoral.
Más allá de Simón Bolívar
El origen. Es decir, Bolívar, el criollo, el hijo de españoles, con todo lo que eso implica. Un burgués. Mucho más un George Washington que un Vladimir Illich. Mucho más un Danton que un Robespierre. Su espada nunca fue la de un indígena –el indigenismo fue una moda New Age de los cincuenta y los sesenta, que de tanto despertar conciencias despertó incluso la de los afectados, pisoteados durante siglos por Bolívar y sus sucesores– y sus gobiernos nunca fueron los de las minorías sino los de las élites.
El “pueblo” de Bolívar no era sino un sucedáneo del “We, the people” de Jefferson y la insurrección que lideró no fue sino la enésima revolución liberal, particularmente violenta, frente al absolutismo personificado entonces en la figura de Fernando VII.
Bolívar, el rico heredero de las minas de Aroa, el lector del economista David Ricardo, el defensor de la propiedad privada frente a los excesos socializadores. En América Latina, en 1820, la Revolución Industrial está en pañales cuando el socialismo que empieza a triunfar en Europa por esa época es precisamente un socialismo que se levanta contra dicha Revolución Industrial o que por lo menos intenta matizar las desigualdades provocadas. Explotaciones agrarias frente a fábricas humeantes.
Pero dan igual las explicaciones porque da igual la realidad. Queda el símbolo, en este caso, el nombre: “El libertador”. Si “dignidad” es una palabra equívoca, “libertad” lo es aún más. Todas las guerrillas luchan por la libertad y los derechos del individuo y todas acaban transformando esa abstracción en pura represión del otro. De un lado, las poetisas y los estudiantes de derecho con sus brillantes discursos y su nostalgia. Del otro, el poder enjanador, como aquel comandante que en Bananas de Woody Allen decidía que todos los niños de San Marcos menores de dieciséis años pasaban inmediatamente, tras la revolución, a tener dieciséis años.
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Es algo arriesgado reducir los movimientos revolucionarios de los sesenta, setenta y ochenta a una película de Allen, pero ahí está buena parte de la semilla del problema: un batiburrillo de ideas, lemas y símbolos que no encuentran luego su lugar sobre la tierra. Porque, en el día a día, en la gestión, las palabras valen lo que valen. Decía el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero que “las palabras no deben de estar al servicio de la política, sino la política al servicio de las palabras”.
El problema es cuando las palabras anegan la política y la enfangan hasta inmovilizarla. Entonces no son discursos, sino pura mitología. Y en esa mitología parece haber encallado América Latina. Difícil precisar si esto es una cuestión de izquierdas o de derechas. Más bien se diría que es una cuestión de madurez. Mario Vargas Llosa se empeña en repetir que los latinoamericanos votan mal, pero quizá el problema es que los latinoamericanos no encuentran relatos alternativos.
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O que, como tantos europeos, estadounidenses, australianos, asiáticos o africanos, se niegan a crecer. Porque crecer duele y la vida mancha. Mucho mejor reducirlo todo a un héroe y una espada, como en los juegos de niños. El “pueblo” celebrando mientras el rey de España pone cara de extrañeza. Gustavo Petro, a los catorce años, escuchando en la radio cómo el M-19 entra en la Quinta de Bolívar el día de su cumpleaños, justo antes de que vuelva a sonar, tardío, el Imagine de John Lennon. El fantasma del comunismo de Marx y Engels que recorría Europa convertido esta vez en el espectro bolivariano que acecha el continente latinoamericano.
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