Jorge Raya Pons Javier Carbajal

A las afueras de Lublin, una ciudad polaca a menos de cien kilómetros de las fronteras con Bielorrusia y Ucrania, queda la base de entrenamiento de la milicia regional, con trece mil metros cuadrados, a campo abierto, a los que van llegando los camiones militares, de fabricación nacional, atestados de hombres y mujeres encogidos por el frío, cargados con ropa de camuflaje, fusil en bandolera, botas a prueba de lodo, guantes sensibles al tacto y gorros verdes de lana gruesa.

El invierno llama a las puertas, con el mercurio en negativo, y la nieve se amontona en torno a los caminos pantanosos que entorpecen el avance de los vehículos. Los milicianos se saludan de uno en uno, con un espíritu contagioso de camaradería, y se distribuyen a la orden de los capitanes en grupos movilizados a lo largo y ancho de la hectárea. Unos forman hileras en los márgenes de la carretera, marcados de manera natural tal vez por los abedules desnudos; ensayan movimientos de combate y retirada al grito de los comandantes. Otros traspasan los límites del camino y se agazapan, como guepardos en la sabana, hasta ser invisibles al ojo humano; alzan sus armas y se mantienen en guardia, impasibles, sin mover un músculo.

“Si no estuviera aquí, es probable que estuviera con mi familia, descansando o limpiando, cocinando, en la Iglesia, viendo el Mundial”, sonríe el miliciano Marcin Żytomski. “Puede que sacrifique parte de mi tiempo con la familia por estar aquí, en el bosque, entrenando; pero lo hago por una razón: para que pasemos el resto del tiempo seguros”.

Muchos milicianos profesan el catolicismo. No es un rasgo excepcional ni definitorio en Polonia. Nueve de cada diez polacos son católicos, y al menos la mitad asiste a misa con frecuencia. A las hijas de Żytomski, para desencanto de su padre, esa fidelidad no alimenta ninguna curiosidad. El miliciano conserva la esperanza de que sea cuestión de tiempo; tienen ocho y cinco años. Pero, después de todo, en este último domingo de noviembre tampoco Żytomski está en la iglesia, convocado como cada domingo desde niño —ni siquiera con sus hijas, en casa. Żytomski está en el barro, con un fusil colgado al hombro, como cada mes, con sus hermanos de las Fuerzas de Defensa Territorial.

Desde finales de febrero, cuando comenzó la guerra total de Rusia a Ucrania, el público español sigue con más o menos interés las novedades que llegan desde el frente. Los avances y repliegues de los invasores. Las luchas y conquistas de la resistencia. Las peticiones y arengas de Volodímir Zelenski. Las amenazas y desafíos de Vladímir Putin. Las imágenes de los bombardeos y los crímenes de Bucha. Los cortes de suministro y las sanciones sin precedentes.

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Un grupo de la Segunda Brigada de Lublin marcha en los campos de entrenamiento. Fotografía realizada con Leica SL3. Javier Carbajal El Español

Los españoles están al tanto, en fin, desde hace nueve meses. Pero los polacos viven esta guerra como propia desde 2014, hace ocho años, cuando Rusia ocupó y se anexionó la península ucraniana de Crimea e inició los combates en Lugansk y Donestk, los dos óblast del Donbás. Y este año no sólo han acogido a tres millones y medio de ucranianos, sino que han perdido a dos compatriotas por un misil desviado en una aldea cercana a la frontera.

Durante años, las autoridades polacas, como las bálticas, reclamaron más atención de sus socios sobre el imperialismo naciente de Putin, sin fortuna. Es cierto que Polonia, como sus aliados estonios, letones y lituanos, se encuentra bajo el paraguas de la Unión Europea y de la OTAN; pero en muchos polacos revivió la inquietud de que Rusia, apenas tres décadas después del colapso de la Unión Soviética, se viera tentada a retar la determinación de los países del oeste.

La previsión para 2023 es que se alcancen, como mínimo, los 50.000 milicianos en Polonia

Es difícil cuantificar el número de civiles que se unieron a grupos paramilitares o asociaciones de aficionados a las armas, como Los pistoleros, para instruirse ante cualquier contingencia. Pero, tan pronto como en 2016, el Gobierno de Ley y Justicia (PiS) aceleró la creación de una unidad militar compuesta de voluntarios, y en enero de 2017, con Antoni Macierewicz en el Ministerio de Defensa Nacional, nacieron las Fuerzas de Defensa Territorial, que recibieron el mismo nombre que las ucranianas. Al cabo de dos meses, se crearon las brigadas de Lublin, Białystok y Resovia para cubrir el flanco oriental y, en mayo, se dieron las inscripciones de los primeros voluntarios.

Desde que comenzó la guerra en Ucrania, las incorporaciones se han multiplicado por siete. Los datos oficiales revelan que, actualmente, hay 35.000 miembros activos, con una media de edad de 33 años y un 20% de mujeres. A veces se alistan madres e hijos, hermanos gemelos, matrimonios jóvenes, amigos íntimos, familias enteras. La previsión para 2023 es que se alcancen, como mínimo, los 50.000 milicianos, para corresponder la estrategia de un Gobierno que aspira a crear el ejército terrestre más importante de Europa a fuerza de invertir el 3% del PIB en 2023. En el plan, las Fuerzas de Defensa Territorial aparecen como la quinta columna de las Fuerzas Armadas, tras las Fuerzas Terrestres, las Fuerzas Aéreas, la Armada y las Fuerzas Especiales. Pero, a fin de cuentas, como una columna.

Un miliciano practica con un fusil de fabricación polaca. Fotografía realizada con Leica SL3. Javier Carbajal El Español

Muy pocas veces Żytomski había estado tan convencido de algo como en los días en que se decidió a presentarse como voluntario y anotó su nombre en las listas oficiales. No estaba ocurriendo nada especial en Ucrania, pensó, pero conviene estar alerta con el peligro al lado de casa. En estos cinco años, Żytomski ha visto entrar a centenares de compañeros, con los que comenzó por compartir una inquietud, y con los que terminó por unir un sacrificio y un modo de comprender la vida. Ahora son como hermanos para mí, se dice en voz alta. Sé que puedo contar con ellos dentro y fuera, que están para mí y yo estoy para ellos. ¿Existe una frase en España que diga somos amigos militares?, se pregunta. Nosotros la tenemos.

Ahora Żytomski tiene 38 años, cinco más que tras la firma, y sigue siendo profesor en el instituto de Lublin que en ocasiones abandona por las urgencias de la brigada. Los jóvenes, ríe, lo observan con admiración. No es un militar profesional, pero bromea sobre su buena puntería, asombra con su velocidad para amartillar el arma y asume con seriedad su cometido, con dos estrellas cosidas en la chaqueta, por el rango de teniente. Siempre es el primero que levanta la mano cuando la unidad lo necesita. Asistió a los ancianos cuando el país quedó desbordado por la pandemia de coronavirus, y se trasladó a la altura de Brest cuando la Guardia Fronteriza se vio superada, hace un año, por la presión migratoria desde Bielorrusia.

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“Nosotros estamos para detectar al enemigo, defender posiciones, hacer reconocimientos. Estamos sobre todo en el Este porque tenemos que estar”, sostiene Żytomski. “Si Rusia trata de invadirnos, tenemos un ejército para responder. Nosotros estamos para apoyarles y para ayudar a la gente que vive en la zona”.

Poco a poco, aflora en Żytomski un humor cultivado, una sensibilidad genuina, está muy lejos de ser todo seriedad; y de la propensión a los comentarios de orgullo por el servicio público se descubre la certeza de una obsesión o un secreto, al rato revelado. Como en miles de polacos, la biografía del nieto está marcada por las hazañas del abuelo, y el abuelo, para júbilo de Żytomski, tuvo una historia que contar. Vivió, en su juventud, el horror de los cuarenta. Pudo cruzarse de brazos, y no lo hizo. Era granjero, y sustituyó la materia que ensució sus manos. El abuelo de Żytomski colaboró con el Estado secreto polaco, y esto, entre otras cosas, significa que luchó contra los nazis para la liberación de su país.

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“Un día le pregunté: abuelo, ¿mataste algún alemán en la guerra?”, se detiene. “Lo intenté, me respondió, pero no lo hice. Yo creo que no era verdad, porque yo no era más que un niño; a través de mi madre y de mi tía traté de averiguarlo, y simplemente supe que estuvo muy involucrado en los movimientos clandestinos contra los nazis, y que evitó hacerlo con los comunistas porque muchos sabían quién era él, y sobre todo quién era su familia”.

Uno de los miembros más jóvenes de un cuerpo con una edad media de 33 años. Fotografía realizada con Leica SL3. Javier Carbajal El Español

En Lublin dan cuenta de una leyenda. A mediados del siglo XVII, una mujer fue víctima de una injusticia sin precedentes. A la tristeza de la muerte de su marido, a la angustia de una familia con tres niños sin padre, se unió el afán de un terrateniente por adueñarse de su casa y su campo. El villano presionó. Pujó a la baja. Atacó la propiedad. La viuda compareció ante el tribunal de Lublin, en busca de protección, y el veredicto la dejó de piedra. Tendría que entregar su casa y su campo al magnate local.

La viuda rompió a llorar y, gobernada por la desesperación, se dirigió al Cristo crucificado que colgaba de la pared. “De haber juzgado el Diablo”, clamó, “habría dictado una sentencia más justa”. La leyenda relata que el olor a azufre se apoderó de la sala. El Diablo intervino. Tomó el control del jurado. Dio un golpe sobre la mesa, revertió el veredicto. Imprimió, para la eternidad, la huella de su pezuña y el Cristo de la pared, humillado, giró el rostro y derramó una lágrima por la crueldad humana, que es peor que la satánica.

Las Fuerzas de Defensa Territorial no se entienden al margen del Estado secreto polaco de la II Guerra Mundial

Hace tres generaciones, el nazismo y el comunismo escogieron las tierras verdes de Polonia para su infierno terrenal. Durante los seis años de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), cinco millones y medio de polacos fueron asesinados. La población del país cayó en 12 millones. Ningún polaco, de Poznań a Suwalki, es ajeno a esa huella, y el hambre, el terror y el exterminio corren en la sangre de un pueblo que mantiene tres frentes de guerra abiertos el pasado, el presente y el futuro sin que puedan desligarse entre sí.

Pero en los polacos, por encima del abatimiento o el martirio, incluso del ánimo de revancha, se impone la dignidad de los padres, tíos y abuelos que vivieron y murieron desde la resistencia, a los que honran con miles de esculturas y placas en plazas y hospitales, en escuelas y avenidas de toda la república. Algunos hijos y nietos más nietos que hijos añaden, a la memoria, la disposición al sacrificio, si la amenaza vuelve a requerirlo.

El teniente Marcin Zytomski posa con el retrato de su abuelo. Cortesía de las Fuerzas de Defensa Territorial

Muchos milicianos cuentan historias familiares de combatientes del Armia Krajowa (Ejército Nacional, durante la ocupación), enfrentados a los dos imperios más poderosos de Europa, sin descanso, tras la partición polaca en el acuerdo Ribbentrop-Molotov. A decir verdad, no es improbable que en su mayoría sean ciertas. Ninguna organización de resistencia sumó tantos integrantes en la Europa sometida a la guerra. Las estimaciones más fiables redondean el dato en unos 400.000 miembros en su punto álgido, en 1943.

La masacre del Alzamiento de Varsovia, con una dosis de simbolismo sin precedentes en el corazón de los polacos, pese a que no aparejó ninguna victoria política, menguó sus fuerzas. La escasa energía superviviente cedió ante el olvido de los aliados occidentales y la furia exterminadora de los bolcheviques, pero subsiste en el entusiasmo de los milicianos de Lublin, que conocen al dedillo su pasado; de tal manera que las Fuerzas de Defensa Territorial no se entienden al margen del Estado secreto polaco.

"Aquí somos todos hermanos"

A un lado y otro del campo de entrenamiento, más allá de los abedules, se abren paso las varas de oro. En los primeros compases de la primavera, los milicianos pierden la cabeza por el picor de nariz y ojos, por los estornudos contenidos y las molestias que asaltan con el polen suspendido, inevitable cuando se ocultan y retozan entre los tallos altos de las plantas. En otoño y en invierno, desaparecen las alergias, pero los árboles desnudos y las hierbas secas contribuyen a un paisaje triste, donde el cielo y la tierra se combinan en una escala de grises que sucumbe a mediodía, cuando cae el sol y asoma el cielo oscuro, sin estrellas.

A pocos kilómetros de distancia, en Sochy, se extiende un cementerio con decenas de tumbas con un destino compartido. Son los hombres y mujeres, docenas de niños, que sufrieron la maquinaria atroz, precisa y puntual de los nazis. Sin despegar los ojos de su interlocutor, Konrad Kieslowski [apellido ficticio] introduce el recuerdo de la masacre de Katyn, conocida por la ejecución de más de 20.000 polacos, casi todos militares de alto rango, policías, profesores e historiadores, por encargo de Iósif Stalin.

Un oficial organiza los movimientos de un ensayo de combate. Fotografía realizada con Leica SL3. Javier Carbajal El Español

El propósito no se reducía a eliminar la nación polaca sólo territorialmente, sino ante todo en corazón y espíritu. El relato del genocidio todavía es motivo de disputas entre Varsovia y Moscú, y ni siquiera con la caída de la Unión Soviética el Kremlin rectificó su versión oficial: que fueron las propias élites locales quienes la promovieron.

Bajo el cielo tranquilo de Lublin, Kieslowski desliza sus curtidos dedos de fisioterapeuta sobre el fusil. Estamos aquí porque no queremos que la historia se repita”, admite, con mal presentimiento, sin aplicar un gramo de maquillaje al evento que lo arrastró, junto a su novia, a la milicia: la invasión de Ucrania. “Siento que es mi deber estar aquí, proteger las fronteras de mi país, proteger a mi familia, proteger el lugar donde crecí”.

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Y continúa: “En los últimos meses, como yo, se han apuntado miles de polacos. Fuera somos doctores, pastores, profesores. Somos de clases diferentes. Tenemos distintas ideologías y, en realidad, nunca hablamos de política entre nosotros. Aquí dentro todos somos hermanos. Venimos por la misma razón, para protegernos y para estar preparados, y estoy seguro de que si llega el momento, si Rusia pone un pie en Polonia, decenas de miles de polacos se unirán a nosotros”.

Kieslowski y Żytomski se criaron en el mismo barrio de Lublin. No parecen los mejores amigos, ni lo aparentan. Son personalidades antagónicas, a decir verdad; pero comparten una complicidad visible, sincera. Los dos milicianos se turnan en las explicaciones sobre las particularidades del calibre del fusil, la adaptación a la munición de la OTAN, los modos de disparo a ráfagas o único, y así alcanzan la historia asombrosa del nombre.

Cartel de homenaje a 'Zapora' en el límite del recinto de la milicia. Fotografía realizada con Leica SL3. Javier Carbajal El Español

“¿Sabes cómo se llama nuestro nuevo bebé?”, pregunta Kieslowski, y Żytomski responde con rapidez. “Es un FB MSBS Grot, por el comandante Stefan Rowecki. Alias, Grot (Punta de lanza, en castellano). Lo llamaron así para que los nazis no supieran con precisión quién era...”. Y Żytomski añade, para cerrar el círculo, que cada brigada de las Fuerzas Territoriales cuenta, como patrón, con uno de los héroes de la Polonia clandestina.

El patrón de los milicianos de Lublin es el general Hieronim Dekutowski Zapora (Dique, en castellano). Primero combatió a los alemanes, luego a los soviéticos. Escapó una y otra vez de los invasores, se unió una y otra vez a los movimientos armados de la resistencia. Sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, y poco más. En Polonia no hay héroe sin tragedia. Los bolcheviques dieron caza a Zapora en 1947. Lo ejecutaron en 1949, en el primero de marzo. Lo enterraron sin sepultura. “Seguimos su misión”, sentencia Żytomski. “Lo que hacemos es en su honor. Zapora luchó por nuestra libertad”.

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El frente queda lejos de Lublin, pero ningún polaco acierta a responder por cuánto tiempo. Quizá la espera sea eterna, pero si esta se interrumpe, si el enemigo acaba con la paz, como en Ucrania, que Dios no nos coja confesados, se dicen los milicianos, sino con nociones más que elementales sobre cómo manejar un arma, minar y desminar carreteras, aplicar métodos de sabotaje, proteger a sus vecinos, asistir a los desamparados...

Por su siglo XX, a los polacos les da un vuelco al corazón cada vez que oyen pasos en el vecindario, y sin embargo sería ingenuo creer que es la única razón que los conduce a las milicias. Porque en la idea de servir a algo más grande que uno mismo, cabe una causa que llena huecos y ensancha el alma. En las sesiones de disparos, en las caminatas de 20 o 30 kilómetros, en los ensayos de defensa urbana, en los entrenamientos físicos a menudo eternos, hay una ruptura de la monotonía, del trabajo de nueve a cinco y de lunes a viernes, de los fines de semana donde siempre, como siempre. “Mis amigos salen de cena, de fiesta”, suspira Kieslowski, “y yo sólo pienso en volver”.

En el manejo hábil de un arma, hay una ilusión de autoridad. “Esta herramienta sirve para quitar vidas”, presume Żytomski. La gama de motivos para entrar en el cuerpo es amplia, y en muchos de los voluntarios confluye una larga lista de emociones compatibles con el deber y la vanidad: el vacío existencial, la vocación de servicio, el simple tedio.

“¿Qué escribirás cuando vuelvas a España?”, pregunta Żytomski, intrigado, y una vez más en el fin se encuentra el comienzo.

Paseo de los milicianos de la brigada de Lublin. Fotografía realizada con Leica SL3. Javier Carbajal El Español