Ya sólo queda un camino para entrar a Bakhmut (Ucrania). Una carretera que serpentea desde Kramatorsk hasta llegar a la pequeña población de Chasiv Yar. El tramo final, de dos últimos kilómetros de trayecto, hay que recorrerlo con el coche a toda velocidad a pesar del mal estado en el que se encuentra el asfalto: "En este tramo estamos al alcance de la artillería rusa y también de su aviación –dice el oficial militar que nos acompaña–, echad la cabeza hacia atrás y no os asoméis por las ventanillas".
Unos minutos después nos detenemos en una avenida que parece sacada del decorado de una película apocalíptica. Un enorme edificio de la época soviética se alza en mitad de la nieve, pero en una de sus esquinas tiene un enorme boquete que va desde la azotea hasta el suelo. Un misil ruso le ha dado "un bocado" perfecto. Un corte de precisión quirúrgica que permite ver el interior de las viviendas.
Recuerda a 13 Rue del Percebe, el cómic del dibujante Ibáñez donde se podía observar la vida de los moradores de un edificio a través de un corte transversal. A diferencia del bloque de viviendas de Ibáñez, en el de Bakhmut ya no habita nadie. Pero todavía se pueden ver los salones de las familias que vivían ahí antes del bombardeo.
Los libros, vajillas y adornos permanecen aún colocados en los aparadores que, sorprendentemente, siguen sujetos contra las paredes. A la intemperie. En cada uno de los pisos, puede verse un estilo de muebles diferente. Pero en todos ellos se adivina la estela de las vidas que quedaron rotas para siempre por la guerra.
[Los 12 escalones de Putin hacia el infierno: Ucrania, un año después del comienzo de la guerra]
A 750 metros de los rusos
La siguiente parada es en el centro de la ciudad. Allí tampoco se ve ni una sola persona por la calle, hasta que aparecen tres figuras a lo lejos tirando de un enorme carro cargado de cajas de ayuda humanitaria. Intentan arrastrarlo por la nieve, no sin dificultad. Y cuando llegan a mi altura veo que son tres hombres y que ninguno de ellos es menor de 50 años.
Nos muestran lo que llevan en las cajas antes de continuar su camino: comida y ropa de abrigo. El frío es intenso y cuesta mucho avanzar entre el hielo y la nieve. Pero no parecen desanimarse. Ya casi ningún voluntario de otras ciudades se atreve a entrar en Bakhmut. Es demasiado peligroso.
Durante todo el tiempo en el que recorremos las calles de la ciudad –caminando pegada a las paredes y siguiendo las indicaciones de los militares–, el sonido de la artillería es constante. Fuego de salida e impactos de llegada que retumban en mitad del silencio.
En Bakhmut aún quedan entre 2.000 y 3.000 civiles que se resisten a ser evacuados. La mayoría –como en todas las ciudades asediadas que he visto desde que comenzó la invasión de Ucrania– son gente mayor. Muy mayor en algunos casos. Y muy reacios a abandonar su hogar y empezar de cero en otra parte. Me pregunto cómo pueden soportarlo. Cada detonación, cada impacto, se te mete por dentro. Y no para ni un sólo minuto.
[Un año y cien mil muertos después, Putin no sabe cómo salir de una guerra que debía durar 3 días]
Un mes bajo tierra
Al cruzar una de las calles a la carrera, porque, nos advierten, “los rusos están apostados a escasos 750 metros, en uno de los edificios que hay a la izquierda, y pueden hacer blanco”, nos topamos con una patrulla ucraniana.
Son tres soldados que se paran a hablar con el oficial que nos acompaña mientras fuman un cigarrillo. La cara de frío me delata. "¿Quieres un café?", me pregunta el más joven. "Sí, por favor", no me hago de rogar. De camino a su posición me cuenta que llevan más de un mes seguido en Bakhmut.
Después de torcer por varias calles, llegamos al lugar donde están posicionados. Hay que bajar hasta un búnker sin ventanas. Al abrir la última puerta, un enorme perro negro nos aborda. No me conoce, y despierto su curiosidad. "No hace nada –se apresura a decir otro de los soldados–. Está preñada, nosotros la cuidamos".
Mientras la perra se tumba a los pies de otro militar, hago un recuento mental de las personas que hay allí. Son siete. "Estamos bien, tenemos calor y tenemos provisiones", asegura uno de ellos. Kosta, Nikola y Vladislav traban conversación rápidamente mientras ponen a hervir agua para el café. Preguntan por mi nacionalidad, y cuando les digo que soy española me dan las gracias por el armamento que les estamos enviando.
No sé qué responder, España no es precisamente el país que más ayuda armamentística ha enviado a Ucrania. "Están poniendo a punto varios carros de combate Leopard, supongo que llegarán pronto", contesto finalmente. Es la primera vez que un soldado ucraniano, y además en el frente de combate, me habla de la ayuda militar de España.
[Pedro Sánchez anuncia el envío de 10 tanques Leopard a Ucrania tras reunirse con Zelenski]
Conteniendo al Ejército del Kremlin
En el búnker no se escuchan los bombardeos. Todo parece más tranquilo de lo que es. Tienen una especie de lámpara que simula una ventana de luz tenue, y uno de los chicos está sentado al lado. La bandera azul y amarilla también queda iluminada por la ventana artificial.
Otro de los soldados, también joven, chatea con su teléfono móvil. Debe de hablar con alguna enamorada, porque en todos los mensajes aparecen varios corazones rojos. De ida y de vuelta. Y cuando los cafés –de sobre– están listos, la escena parece sacada de cualquier bar, con corrillos y conversaciones. El oficial charla animadamente, incluso se escuchan algunas risas.
Pero es un espejismo que dura sólo unos minutos. Al salir a la fría nieve, el sonido de los proyectiles de artillería vuelve retumbar. Estamos nuevamente en las entrañas de la guerra. En un frente de combate que ha costado miles de vidas –de los dos bandos–.
La obstinación por Bakhmut, tanto de Putin por querer tomarla a toda costa; como de Zelenski, que sabe que es un dique de contención para frenar el avance de las tropas rusas hacia el norte de Donetsk; está ocasionando una de las mayores carnicerías humanas de esta guerra.
Cercada por tres lados
Los mercenarios del Grupo Wagner son los que han sufrido la mayor masacre entre las filas rusas aquí –tal y como ya pasó en la cercana localidad de Soledar–. Y los combates a contrarreloj que se están librando para que el Kremlin pueda proclamar una victoria que aún no llega han generado un intenso malestar entre estos paramilitares y su propio Gobierno.
Hace ya semanas que tuvieron que cambiar la estrategia ante la imposibilidad de cruzar las líneas ucranianas, y lo que están haciendo ahora es rodear la ciudad e ir ocupando las pequeñas aldeas que hay más allá de su periferia. Los rusos ya han rodeado Bakhmut por el este, por el sur y por el norte. Pero para dar el golpe de efecto final hace falta munición. Y este ha sido el principal escollo que se ha vivido durante la semana del primer aniversario de la invasión.
Sólo queda saber si el Ejército ucraniano intentará una última contraofensiva final o se retirará de Bakhmut cuando lo ordene Kiev.
Parece ser que Rusia les ha estado enviando munición oxidada e inservible, a tenor de las fotos que los propios mercenarios han publicado en redes sociales para denunciar las condiciones en las que están invadiendo Ucrania.
Pero a pesar de los rifirrafes internos del Kremlin y sus allegados, la realidad es que las tropas ucranianas también están sufriendo pérdidas de material. Sobre todo de vehículos ligeros: las pickups y los todoterreno con los que entran y salen de la ciudad. Y el desgaste de munición también es considerable.
[El grupo Wagner exige más municiones a Moscú con una foto de sus hombres muertos en combate]
Con estas condiciones sobre la mesa, sólo queda saber si el Ejército ucraniano intentará una última contraofensiva final o, como ya sucedió en Severodonetsk, se retira ordenadamente de Bakhmut cuando lo ordene Kiev, que de momento ya ha hecho un último llamamiento a los civiles para que evacúen de allí.