La niña Teresa (Barcelona, 1952) tenía unos ojos de esos con los que arrancan todas las novelas: sólo soplaba nueve años cuando el genio Luis Buñuel -para ella, su tío Luis- le pidió a su padre, Paco Rabal, que se los prestase un ratito para parir esa obra maestra del símbolo y de la disidencia que fue Viridiana. Qué prontito se vio metida en los fregaos del arte y de la insurrección, la niña Teresa. Qué prontito se zambulló en las películas prohibidas.
Aunque se rodó en España en 1961 -hoy celebramos seis décadas de aquella francachela de mendigos emulando La última cena-, no pudo estrenarse en nuestro país hasta 1977, con Franco ya en sueño eterno, porque el Vaticano había advertido a tiempo la bofetada sin mano que suponía a la religión católica -y a la caridad, y a la represión del deseo, y al resto de tentáculos biempensantes de una vieja moral severa-.
Teresa debutó en el cine con una película censurada, que ya maneja poesía la cosa, y en su personaje pequeño de Rita, la hija de la sirvienta Ramona, entraron las más sombrías travesuras: lo mismo hacía de cría voyeur observando una escena lúbrica entre Fernando Rey y Silvia Pinal que quemaba una corona de espinas o saltaba a la comba con la cuerda con la que luego se ahorcaría el señorito de la casa.
Nada de eso le resultó insólito a la niña Teresa, porque ya vivía enamorada desde el mismo día de su nacimiento del hombre más insólito de todos: Francisco Rabal, que fue su padre pero también su maestro libertario, su cómplice gamberro, su filósofo hedonista, su aguafiestas de guardia y el mejor de sus amigos. Conservan telepatía a prueba de oráculos: cuando ella habla, él resucita. Lo hace hoy mismo. Viene Paco a por el penúltimo cubata al café Gijón, el que fue su templo alevoso y madrileño, el cuartel general de los calaveras, los bohemios y los mejores conversadores, el garito henchido de recuerdos en el que nos reunimos con Teresa para activar el ojo de la nuca.
Pregunta.- Anoche volví a ver Viridiana. Qué linda y qué chula sale usted, qué contestataria. Nueve años tenía entonces. Y la película ahora cumple sesenta, que se dice pronto.
Respuesta.- Sí, es impresionante. Para mí es una de las mejores películas españolas, una obra maestra. Y recuerdo que se hizo con dos duros. Sólo primó, como debe primar en el cine, el talento. Tengo recuerdos maravillosos de aquella película, porque me sentía como en casa: Buñuel, que para mí era mi tío Luis, Fernando, Silvia, mi padre… ¡todos! Recuerdo siempre el olor a la esponja de maquillaje, es muy curioso. Y que cogí piojos. Porque los pobres de la película, digamos, eran pobres de verdad, los encontró Luis por la calle. No sé si recuerdas la escena en la que me ponen una manta por encima, me llevan al dentista y tal: pues esa manta era auténtica, era de uno de los pobres.
P.- ¿Entendía usted algo del guion, cómo le contaron una historia que después fue tan problemática?
R.- Luis me contaba todo con mucha claridad, pero sobre todo su hijo, Juan Luis Buñuel, se encargaba mucho de mí. Para mí era como un juego, pero me lo explicaban todo, y yo entendía lo que puede entender una niña de nueve años, pero entendía. No me lo ocultaban. Incluso la escena del árbol, en la que la niña mira a Fernando con Silvia [la besa mientras ella está inconsciente], me explicaban lo que yo estaba viendo. Aunque sí ocurrió algo horrible, y es que me tuvieron que cambiar de colegio en su día porque se metían conmigo.
P.- ¡Venga ya!
R.- Sí. Que por qué mis padres me habían dejado hacer Viridiana, no sé qué… era tremendo.
P.- ¿Los niños?
R.- Los propios profesores, los padres, los niños. Me levantaban las faldas del vestido, a ver qué había…
P.- Qué injusto, qué crueldad repugnante.
R.- Yo era ignorante de todo.
P.- ¿Cómo se defendió?
R.- Llegaba a mi casa llorando, se lo conté a mi madre y me sacaron del colegio, directamente. Prefiero no decir el nombre del sitio. Luego me fui al Liceo Serrano: la directora era la cuñada de Dámaso Alonso. Era un colegio mixto, algo que estaba totalmente prohibido, y cuando venían las inspecciones (que era bastante a menudo), a los niños los metían en la leñera.
"Mi padre tenía amigos franquistas y no franquistas. Cuando llevamos sus cenizas, vi guardias civiles postrándose"
P.- La niña de la película, Rita, decía que tenía pesadillas con un toro negro que entraba a verla por las noches. ¿Usted cree que ese toro era España, y que por eso le daba miedo?
R.- Es muy posible, porque España daba mucho miedo en ese momento y porque el cine de Buñuel está muy lleno de simbolismos, de mensajes secretos. A mí no me lo contaron así. Sin embargo, hay una escena, que para mí es de las más preciosas de la película, y es la de la corona de espinas. Cuando la niña la quema. Eso sí me lo contaron. "Es la corona de Cristo, te pinchas, te haces daño, y la tiras al fuego porque no quieres hacerte daño"…
P.- A pesar de esa naturalidad con la que trataban todo, ¿se sintió alguna vez su familia condenada a algún ostracismo?
R.- A ver: mi padre estuvo dos años fuera, trabajando en Francia, porque no podía trabajar aquí. Pero a nivel social no le rechazaban, las élites eran otra cosa. Tenía amigos franquistas y no franquistas. Todos juntos. Me acuerdo de cuando llevamos sus cenizas y vi a la Guardia Civil haciendo así [se encorva], vamos, ¡postrándose ante las cenizas de mi padre! Era un hombre de izquierdas de toda la vida, pero tenía amigos en todos lados, y eso es muy importante. Salió de la nada y al final lo hizo todo.
Fue niña de papá, Teresa, niña de los ojos de su padre, para ella una leyenda doméstica: el mundo le trataba como a lo que fue, quizá el mejor actor de la historia del cine español, pero para su hija era el tipo entrañable que le enseñó la anarquía y el afecto, el juego incesante de los compadres y las noches toledanas, los libros secretos, los guiones hermosos, la militancia comunista, la generosidad de abrir la casa igual para el marqués que para el último chaval del lumpen, como su colega Antonio El Pobre. Paco presumía de no cerrar el coche: a él nadie le robaba -se jactaba-, porque los ladrones también eran sus amigos.
España entera quiso a Paco, lo quiso a rabiar: Rabal fue el gran mimado del mundo. Cuentan que en los años de dictadura, un alto cargo franquista sugirió meterle mano al tema de Paco -es decir, tomar medidas contra su insumisión-, pero que Franco se negó en rotundo alegando un "a ese ni tocarle, es comunista pero es honesto". También su esposa, Asunción Balaguer, le disculpó toda la vida sus escarceos de mujeriego, de crápula profesional: es que era tan carismático y tan guapo, Paco, es que era un galán tan pedestre, una belleza tan ruda, un carácter tan mágico imposible de domesticar. Fue una religión en sí mismo, Rabal. Un credo monoteísta.
Teresa le mimó también lo suyo, con devoción inagotable: hasta le consentía fumar en secreto en su patio, a escondidas de Asunción, cuando ya andaba tocado de su mala salud de hierro. Al morir le llevó pitillos al cementerio en vez de flores, porque, como cantó Sabina, a quién le puede importar después de muerto que uno tenga sus vicios.
P.- Usted era la debilidad de su padre. Cuando era niña, jugaban a que era su novia.
R.- Sí, era muy divertido. Cuando hicimos El alcalde de Zalamea, que yo tendría 14 años, estuvimos como tres meses rodando en Cáceres. Y cuando llegábamos al hotel, yo le hacía la cena, porque le gustaba que le hiciera la cena, y nos íbamos muchas veces de paseo. Me decía "vamos a ligar" (ríe). "Siéntate aquí delante y a partir de ahora eres mi novia". Y pasaba una chica guapa por delante, en la calle, y él decía: "¡Ella es mi novia!". Nos reíamos un montón.
P.- ¿Qué le hacía de cenar?
R.- ¡Lo que él quería! Bonito con tomate, por ejemplo, le gustaba mucho. Me metía en la cocina del hotel a hacérselo. Nosotros siempre hemos vivido puerta con puerta, mi padre y yo. Me mataba de risa. Él le decía a mi madre que se iba a caminar, y paraba en mi casa y me decía, acostumbrado al maquillaje: "Échame con la botellita agua en la cara para que mamá crea que vengo sudando de andar". Y había estado en el chiringuito de al lado tomando algo. Se sentaba en la puerta de mi cocina y me pedía un cigarrito. Llegaba mi madre y lo soltaba corriendo, porque en aquella época ya no debía fumar.
P.- El otro día nos dejaba Mario Camus. Qué emblema, Los santos inocentes, donde su padre hace ese papel espectacular de Azarías y se toma la revancha contra el señorito por destrozar lo bello, lo bueno, lo delicado de un pájaro herido. ¿Qué aprendió de su padre políticamente, siendo él un poco anarquista y un bastante comunista?
R.- La amplitud de pensamiento. El juntarme con gente variopinta.
P.- ¿Se considera una mujer de izquierdas?
R.- No tanto como mi padre, porque he tenido mis problemas en la juventud con ese tema. Sí soy una mujer muy liberal.
P.- ¿Por qué dice que tuvo problemas de joven con la política?
R.- No te lo voy a decir.
P.- Anda.
R.- Bueno, hice la campaña del Partido Comunista y tuve bastantes problemas en aquel entonces. Muchos problemas.
P.- ¿Zancadillas después?
R.- Sí. Muchas. Y no me defendieron, la verdad. Así que me separé y me hice más liberal.
P.- El desencanto.
R.- Sí, sobre todo porque cuando tú los necesitas tienen que estar ahí.
P.- Claro, si da usted la cara y luego…
R.- Pero luego me hice más abierta, ¿eh? No he sido tan revolucionaria. El gran problema ha sido el desencanto. Mi hermano por ejemplo sigue siendo revolucionario, yo soy más abierta. Sí considero que hay cosas que no están bien, pero ya.
P.- ¿Qué aprendió Teresa Rabal del amor viendo el que su madre sentía por su padre? Contó que temblaba de emoción cuando llamaba al timbre de su casa.
R.- Yo he sido muy fiel en mi vida: he tenido a mi marido, Eduardo, y he sido tremendamente feliz. Creo que eso lo he aprendido en mi casa. Muchas veces mi madre decía "nena, no puede ser que hagas esto", y yo decía "es lo que tú me has enseñado, yo te lo he visto a ti"…
P.- ¿En qué sentido?
R.- En todo. En servirle la comida. En hacer lo que le apetecía a él.
P.- Agasajar.
R.- Sí, pero yo no lo consideraba una humillación, ¡también lo he hecho con mis hijos…! Yo no me he sentido nunca menospreciada por eso, todo lo contrario, me he sentido muy valorada. El amor de mis padres es que era así… mi madre se ponía nerviosísima de verle. Cuando después ha sido mayor mi madre y contaba tanto que mi padre era mujeriego… ¡que es verdad, pero no sé, me daba rabia! Me enfadaba con ella.
P.- ¿Sí?
R.- Sí, yo le decía "pues no haberlo aguantado, o habérselo dicho en vida, ahora papá no está ya, de lo que ha hecho, ya olvídate: lo has aguantad porque lo querías con locura y lo has venerado, no protestes, no te quejes tras su muerte...".
P.- Como hija tiene que ser incómodo…
R.- Mi madre ha adorado a mi padre y le ha aguantado carros y carretas de infidelidades porque lo ha querido.
Teresa recalca que su padre fue "un hombre claro", que nunca les engañó, que no tuvo una doble vida. "Si mi madre lo aceptaba, lo aceptaba", dispara. Le pregunto si alguna vez le dio ella un toque de atención al patriarca, un "papá, que yo te quiero mucho, pero no le hagas más esto a mamá".
Responde que jamás, que ni se le hubiera ocurrido. Sólo una vez le metió un corte, después de una cena a cuatro -sus padres y su pareja y ella-, cuando Rabal se sintió inspirado y juguetón y quiso mandar a su esposa y a su hija a casa para irse de juerga con el yerno. "De ninguna manera", apuntaló su hija. "Eso se lo dirás a mamá, a mí no me lo dices". Y al final se fueron Eduardo y ella con él a poner a prueba la noche, que habrá que tomarse algo.
P.- Su madre se retiró para cuidar de su familia, aunque a la muerte de su padre, volvió. ¿No tuvo usted esa tentación?
R.- No. No. Me gustaba mucho trabajar. Nunca he tenido la tentación de dejarlo, sí de adaptarlo a la vida de mis hijos. De todos modos, lo del "retiro" de mi madre lo pongo en duda. Ella decía que fue por nosotros, pero no era verdad, no del todo. Fue por mi padre.
P.- ¿Cómo se puede estar tan enamorada…?
R.- Se puede, porque yo lo he estado. Pero mi relación era más…
P.- Horizontal.
R.- Sí. Es que mi madre vestía a mi padre.
P.- ¡Como a un torero!
R.- Lo que era (ríe). Mi padre siempre tenía un timbre en la habitación, y la última vez que se cambió y se vino a vivir a mi lado, al chalé, pues no le habían puesto todavía el timbre. Y se metía en la habitación y de repente un día oigo unos tambores. Popopóm, popopóm. "¿Pero esto qué es?". Bueno, eran unos tambores de Calanda que le había regalado Buñuel, ¡y los aporreaba para que fuera mi madre a ver lo que quería! Cenaba, a lo mejor, a las tantas de la madrugada… mi madre le ha atendido impresionantemente, ¿sabes? Yo jamás he atendido así a Eduardo, éramos más compañeros.
"Mi madre siempre agasajó a mi padre: él aporreaba unos tambores de Calanda que le regaló Buñuel para que ella fuera"
P.- Luego su padre sin su madre seguro que no se podía ni atar los cordones.
R.- Eso es así. Que mi padre sería muy juerguista pero le llega a faltar mi madre y se muere. Era todo para él. Se leían los guiones juntos, se aconsejaban… Yo puedo llegar a pensar que mi madre ha aguantado muchas cosas que yo no hubiera aguantado y que no debería aguantar ninguna mujer hoy día, pero por otro lado he visto que ha habido tantísima unión y tantísimo amor… que por algo ha sido.
P.- También es verdad que su padre no le hubiera aguantado a su madre lo mismo de vuelta. Leí que una vez la vio mirar durante largo rato a un hombre y montó un pollo…
R.- Sí, sí, es que encima era celoso. Lo que pasa es que mi madre no le daba motivos.
P.- La paradoja, querida…
R.- Ya.
Teresa está bien -a su padre le gustará leerlo-: sigue bella y vitalista. Sigue fuerte. La mujer del Veo, veo, la colega favorita de los niños españoles, la exitosa reina de un circo atípico que conquistó al país entero. Después de perder a Paco, perdió también al amor de su vida, Eduardo, y a su madre, Asunción. Hace poco que ha superado un cáncer de mama. Le extirparon un pecho y le dieron una prótesis que casi nunca se pone. Sólo para entrevistas y rodajes, dice. Porque esa es otra: ha vuelto al cine. Acaba de filmar Tin & Tina, la ópera prima de Rubin Stein.
P.- ¿Cómo consiguió llevar todo para adelante?
R.- Cuando me detectaron el cáncer fue en plena enfermedad de Eduardo, así que no le di ninguna importancia: lo primordial era él. Me dieron quimioterapia a pasos acelerados y no dejé de trabajar. Fue muy fuerte. Me suele ocurrir que en momentos graves no veo el lado malo de las cosas, veo que voy a salir de ello, que voy a salir hacia adelante. Todavía sigo con revisiones cada seis meses y tratamiento. Me quitaron un pecho entero. Me operaron dos veces seguidas, con espacio de una semana.
P.- ¿Cómo vivió usted la pérdida del pecho?
R.- Pues sin más. Me plantearon quitármelo y bueno: yo ya el primer disgusto me lo había llevado con la noticia de que era malo. Me preguntaron si me lo quería rehacer, porque me lo podían rehacer en la misma operación… todo en la Seguridad Social, ¿eh? Todo. No lo hice particular ni en ninguna clínica especial. Y les dije: pues no. Con veintitantos años lo hubiera hecho, pero con la edad que tenía… no. Cuando salí del quirófano estaba abierta en canal entera. Sólo pedí que me cuidase mi nuera, que es enfermera, y nadie más que ella.
"Me quitaron un pecho. Fue todo en la Seguridad Social. Me preguntaron si me lo quería rehacer y les dije que no"
P.- Es muy fuerte usted.
R.- No tengo ningún complejo de ninguna clase. Uno se toma las cosas como son. No hay otra. Y no me lamento demasiado. No digo "me han mutilado", aunque sea una mutilación. Yo le dije: "Eduardo, ¿a ti te importa? Mira, tú eres muy mayor y yo también, qué más da, hijo". Y mis nietos se lo toman de forma graciosa los tres, y y de forma natural. Me ha pasado y ya está. No tengo drama.
Y no lo tiene. Aún guarda coquetería y curiosidad. Aún tiene alegría, ímpetu y carrete: digna hija de su padre. Paco nunca se va de su vera. La acompaña hasta en los días laborables, y eso que él era adicto a los de fiesta. Ahora observa a su niña grande, después de las victorias y los tremendos dolores, reírse a carcajada abierta y pedir un café bombón. Es verdad lo que ella dice, y Rabal estará de acuerdo: a pesar de todo, hoy hace muy buen día.