El día que Pedro Juan Gutiérrez fue a entrevistar a Günter Grass acabó escribiendo catorce cuartillas. Su jefa mutiló el texto hasta dejarlo en siete. Así durante décadas. A más censura, más rabia. Hasta que se vengó.
Con prosa febril y nocturna, después de estar tirado durante horas a las puertas del mercado intentando vender un tubo de pasta de dientes, Pedro Juan se lanzaba a construir todo ese mundo que había quedado fuera de sus crónicas.
Era el mundo de los perdedores. De los antihéroes. Una Cuba con suicidas, homosexuales, racistas, asesinos, putas, buscavidas. Y mucha miseria. Una Cuba que no aparecía en los periódicos.
Los protagonistas de Trilogía sucia de La Habana (Anagrama) son tan reales que parecen a punto de abandonar el papel. Son esos cubanos que, desde que se levantan hasta que se acuestan, emplean todo su esfuerzo en sobrevivir. En comprar y vender. En ahorrar. En intentar escapar. “Es un círculo vicioso. La pobreza material desata la pobreza espiritual”, dejó escrito.
Aquel libro, en 1998, fue un éxito internacional. Traducido a decenas de idiomas y con millones de lectores. Cuando Pedro Juan volvió a Cuba tras presentarlo en España, se había quedado sin trabajo y muchos le retiraron el saludo.
Esta mañana, húmeda y de mayo, mira desde la azotea de un hotel al barrio donde nacieron sus personajes, Centro Habana. Llevaban un nombre distinto, fueron camuflados por la literatura. “Muchos se han ido, otros han muerto, los hay que malviven…”, relata el escritor a punto de conceder una entrevista a este periódico.
Pedro Juan, en este instante, es como el diablo cojuelo de Vélez de Guevara, aquel personaje que sobrevolaba las casas y podía ver lo que había dentro. Pedro Juan eligió otro método: entrar por la puerta con una botella en la mano. Desde aquí arriba, parece que hubieran bombardeado La Habana, que se cae a trozos. Al fondo, el malecón.
[Silvio Rodríguez: "La fuga de jóvenes es el drama más amargo de Cuba"]
Pedro Juan Gutiérrez nació en Matanzas en enero de 1950. Era el hijo del heladero. Con trece años, ya tenía su propio carrito y ganaba más que su padre. Le salvó una tía suya que tenía una distribuidora de prensa. Le regalaba tebeos y novelas.
Creció. Trabajó en una fábrica. Después se sacó el título de Periodismo. Y llegó lo de la rabia. La censura que lo volvió loco. Hasta que se produjo la catarsis. Hoy, este hombre de perilla canosa, gorra y camisa de cuadros es uno de los escritores latinos con más lectores en el mundo. “El Bukowski caribeño”, le dicen, aunque a él no le convenza el paralelismo.
El régimen intentó silenciarlo. Visto que no podían, cambiaron de estrategia. Quisieron comprarlo con un premio, pero él lo rechazó. Se hizo una promesa: publicar todos sus libros en Cuba. No póstumamente, estando vivo. Todavía alguno se le resiste.
Ha llegado desde su casita en la playa dispuesto a charlar. Primero aquí y luego de paseo por Centro Habana, el territorio donde nacen sus novelas. Pasarán los coches viejos con su fuerte olor a gasolina, los carros llenos de fruta, las mujeres con los niños en brazos y los chavales de pies descalzos. Su cruda independencia pone los pelos de punta. Por decir lo que dice, muchos de sus amigos irían a la cárcel. A él le salvan sus lectores. Detenerlo supondría un escándalo internacional.
Pero no es esta una conversación sobre política, sino sobre Cuba, que se aparece en la conversación radicalmente desnuda, como él mismo hace décadas en la portada de un periódico alemán. Pedro Juan bebe agua y café. Se dice estoico y frugal. ¡Cuánto ha cambiado Pedro Juan! O no.
Me han pasado cosas muy curiosas con sus libros. En Cienfuegos y también en una librería de La Habana me los han sacado a escondidas. Los tenían bajo una pila de discursos del Che y de Fidel Castro.
Publiqué Trilogía sucia de La Habana en 1998. Rápidamente, se tradujo a más de veinte idiomas. Fue un éxito total en muchos lugares del mundo. Estuve tres meses de promoción en Italia, España… Cuando regresé, me habían botado de la revista donde trabajaba. Sin explicaciones. Todos los que creía que eran mis amigos me daban la espalda, ni siquiera me saludaban. Pero yo no me quiero ir a vivir a otro país.
Le habría sido fácil.
Sí, en aquel momento pude quedarme en España. Después, también he podido marcharme. Pero no quiero. Tengo aquí mi familia, mis hijos, mi casa. Al cabo de tres o cuatro años, empezaron a relajarse. Me pidieron algún libro para publicar. Sacaron Melancolía de los leones, que está fuera de lo que podríamos llamar el realismo sucio. Después se pasaron cinco años sin publicarme nada. ¿Saben lo que pasó?
Usted dirá.
Cuando salió ese libro, me llamaron para darme el Premio de la Crítica. “Que estaba muy bien escrito, que era maravilloso…”. Les dije que no. “Publiquen Trilogía sucia de La Habana y las demás cosas. Después hablamos de premios”. Así estuvimos unos cinco años. Con esa tensión.
Yo salía y entraba constantemente del país. Me invitaban de un montón de sitios. Una gran locura. Al fin, empezaron a relajarse. Hablé con la presidenta del Instituto del Libro: “Oiga, es que mis libros están traducidos a 23 idiomas”. “Ay, yo no sabía que tanto”.
¿Y cómo es hoy la relación entre sus libros y el régimen?
Hoy, hay unos 16 o 18 títulos míos publicados en Cuba. La guinda fue Trilogía sucia de La Habana, que salió en febrero de 2019, más de veinte años después de su publicación en España. Me hicieron varias propuestas: publicarlo por partes… Para camuflarlo. Me negué. Al final salió. Le contaré una cosa: cuando sufrí aquello en 1998, me prometí a mí mismo publicar todos mis libros en Cuba estando yo vivo. Me lo puse en la mente. Cuando me pongo algo en la mente, lo logro.
En cierto modo, le salvaron sus lectores. Si a usted le metieran mano, sería un escándalo internacional. Pero a un anónimo… Ay. Pienso en los personajes de su libro. Los podrían meter en un calabozo y adiós.
Sí. Tuve mucho apoyo en ese momento. Por ejemplo de la embajada de España en Cuba. Me invitaban a comer y a cenar aquí y allá para visibilizar ese apoyo. Fue una suerte que existieran la España democrática y sus editoriales libres. La agencia France Press hizo lo mismo. Me entrevistaba de tanto en cuando. Tuve suerte con las editoriales. Me publicaron las más potentes de Inglaterra y Estados Unidos.
Tener tantos lectores fue muy importante, sí. Trabajé como periodista 26 años, no soy inocente. Sé que mis libros se pueden manipular y llevar hacia la política. Prefiero hablar de literatura. Porque si empiezo a entrar en política, ya sólo me preguntarían por eso.
Además, ‘Trilogía sucia de La Habana’ no es un libro político, pero paradójicamente es un gran camino para entender la política cubana.
Ese libro cumplirá 25 años en 2023. Se está reeditando en España, Alemania e Italia. Todos los editores que lo publicaron en su día quieren renovar el contrato. Es un arma de doble filo, porque automáticamente muchos de tus otros libros pierden interés. Díganselo a Nabokov, que lo sufrió muchísimo con Lolita. ¿Qué pasa con sus otras 18 novelas? ¡Algunas son buenísimas!
Pero, ¿por qué molestó tanto ‘Trilogía sucia’? Es verdad que se trata de un libro muy sexual, pero no sé si fue eso lo que sublevó al régimen o fue la realidad que subyace en cada personaje.
En Cuba cultivábamos una visión heroica del cubano. Al extremo de que aquí no podía haber suicidios. “¿Cómo iba a haberlos si éramos los valientes que combatían el imperialismo?”. Era un tema tabú. Lo mismo ocurría con el racismo. “¿Cómo va a haber racismo si somos iguales ante la ley?”. O con la homosexualidad. “¿Cómo va a haber homosexuales si esto es un país de valientes?”. Los hay y en cantidades industriales.
De pronto, aparece un escritor que cuenta todo lo contrario. No somos tan heroicos, hay suicidas, homosexuales, hay racismo. Relájate y acepta las cosas. Lo publiqué y no me fui a Miami ni a ninguna parte. No quise perder mis raíces.
Perder las raíces puede ser muy peligroso para un escritor.
Exacto. Les ha pasado a muchos escritores cubanos. Te vas y… esterilidad absoluta. Mire el caso de Cabrera Infante. Siguió escribiendo sobre Cuba. Estaba en Londres y sólo escribía sobre Cuba. Terminó esquizofrénico, doce años con electroshock. ¡Loco! Jamás publicó un cuento o una novela sobre Londres.
Yo me quedó aquí, tranquilamente. Con el tiempo me dieron el pasaporte español y eso me facilitó mucho las cosas. Ahora, cuando me voy, saco el boleto y ya está. Recorro el mundo entero.
Aquí la gente no puede salir.
Es un gran problema. Por cuestión de dinero, pero también por las visas. Las embajadas lo ponen muy difícil. Lo mismo para Europa que para Estados Unidos.
Permítame un ejercicio de cinismo. Su libro tiene una gran ventaja para los lectores internacionales, que al mismo tiempo es una grave desventaja para los cubanos. Fue publicado en los noventa, pero La Habana no ha cambiado en lo sustancial. El peligro es que este libro siga siempre vigente.
Este barrio de Centro Habana está condenado a la gentrificación. A que los extranjeros compren edificios y los vayan rehabilitando. Pero es un proceso lento. Porque el extranjero no puede comprar directamente. Debe buscar a un cubano y que le preste su nombre. Este lugar es de los años veinte. Hay edificios preciosos, pero muy pocos se han restaurado. El proceso, ya les digo, es lentísimo.
Muchos de los jóvenes que aparecen en mi libro se casaron, se fueron a vivir a otros países. Algunos mandan dinero y, con eso, las casas se arreglan. Pero, miren, miren desde aquí: ¿cuántos edificios ven reparados? ¿A cuántos no se les ha dado jamás una mano de pintura? El tiempo se ha detenido. Es lamentable, pero es así.
La Habana Vieja, en cambio, es más artificial. Como fabricada para el turista.
Eusebio Leal [el historiador que convenció a Fidel Castro de rehabilitar esa zona] hizo un trabajo maravilloso. Si no fuera por él… Tenemos que agradecérselo infinitamente. Murió hace poco. No creo que la Habana Vieja continúe al ritmo de reparación que él llevaba.
Centro Habana es otra historia. Hay cubanos de provincias que se sorprenden mucho. Piensan que lo que describo son exageraciones mías, pero vienen aquí y lo ven… Tuve incluso que reducir la realidad para hacerla creíble.
Una curiosidad: debe de ser complicado para un cubano de a pie conseguir sus libros. En las librerías del Estado, donde son baratísimos, no están. Y en las de viejo, los venden a un precio para ellos inasumible.
Es muy complicado, es verdad. Se los van prestando unos a otros. Me han pasado cosas increíbles. Hace unos años, un muchacho apareció en la puerta de mi casa. Llevaba El rey de La Habana fotocopiado. Un desastre. Quería que se lo dedicara a una amiga suya por el cumpleaños. Le pregunté: “¿Cómo has conseguido esto?”. Me dijo: “¡Lo cambié por siete libros de Isabel Allende! Estas fotocopias las han leído cincuenta o cien personas”.
Ahora que lo dice, anteayer vi la edición española de ‘Trilogía’ fotocopiada y a la venta en un mercado.
Hace diez o doce años que fabrican esas ediciones piratas. Fotocopian todo, salvo la página legal. A los cubanos se las venden un poco más baratas. Tengo mucho público joven. Algunos de ellos, de cincuenta o sesenta años, con un espíritu muy juvenil.
“Sexygenarios”, suele decir usted.
Sí, sí [sonríe].
Hemos hablado de la realidad descarnada de La Habana, pero no del sexo explícito. En España, sus libros inquietaron a muchos. Por nuestra tradición judeocristiana, supongo. Me gusta un ejemplo que suele poner: “Asumimos como normal, en una novela negra, que un asesino descuartice un cuerpo en mil pedazos; pero nos escandalizamos con una mamada”.
Creo que en Cuba me entienden de manera más integral que en España. Me refiero al sexo. Lo que yo digo lo hacen miles de hombres y mujeres. Saben que esa memoria no está en las revistas cubanas, pero sí en mis libros. En Madrid, en cambio, me pasaron cosas muy curiosas.
¿Por ejemplo?
Algunos se acercaban a mí y me decían: “Tengo sus libros escondidos para que mi pareja no los vea”. Hablaban muy bajito. Los españoles sienten una profunda represión cultural en relación al sexo. Imagino que poco a poco se les irá pasando. Anagrama, además, me comparó mucho con Bukowski. “El Bukowski tropical”.
Es cierto, aparece como uno de los reclamos en la publicidad de sus libros.
No me gusta mucho, pero entiendo a Jorge Herralde [el editor]. Yo tenía 48 años en ese momento, pero era muy desconocido. No había publicado nada internacionalmente. Hizo ese símil para dar una pista a los lectores, pero creo que esa etiqueta me hizo daño. No tengo mucho que ver con Bukowski, ¡ni siquiera lo había leído cuando escribí mi libro! Ahora estoy más estoico, el sexo es menos importante en mi escritura.
Cuente, cuente.
Tengo más de setenta años. Me he ido tranquilizando. El sexo ya no tiene un papel protagonista en lo que escribo. Soy estoico y frugal [suelta una carcajada]. Estoy trabajando en libros de cuentos.
La censura
Nosotros hemos nacido en una democracia. Somos periodistas que van a barrios y preguntan, que incomodan a los políticos, que no han conocido la censura. Usted trabajó casi treinta años con censura. ¿Cómo fue contar la realidad cuando se trata de un objetivo imposible?
Sufrí mucho porque la censura era constante. Una vez le hice una entrevista a Günter Grass. Preparé unas catorce cuartillas. Las entregué a la revista. Me llamó la directora: “¿Qué has hecho? ¿Estás loco? Yo no voy a publicar esto así porque este hombre es muy criticón. Lo he reducido a siete cuartillas”. ¡La mitad! Yo le pedí que quitara mi nombre. Nos pasábamos la vida entera discutiendo.
Estuve dos o tres años pensando cómo esquivar la censura para publicar algo sobre el suicidio. Descubrí que era la sexta o séptima causa de muerte entre los cubanos. Un fotógrafo logró unas imágenes terribles de un tipo ahorcándose. No las usaron. Pero conseguí que el texto saliera, porque lo enfoqué en la campaña de prevención que lanzó el gobierno. Desde provincias, me dijeron: “Tu reportaje nos abrió las puertas”.
Con el racismo pasaría lo mismo.
Sí. Vas abriendo puertas. Se me ocurrió para el 14 de febrero, día de San Valentín: “Amor en blanco y negro”. Mi fotógrafo captó muy bien los momentos. Hice una encuesta entre esas parejas. “¿Tienen problemas?”. Claro que los tenían. Hablaban de las familias y todo eso.
Cuando llegué a la revista… La directora… era negra. Mulata oscura. Supo que no podía frenarlo. ¡Cómo iba a hacerlo! Sabía de lo que yo había escrito. Pero es que tampoco se podía escribir, por ejemplo, del alcoholismo. Todo lo que fuera la oscuridad estaba prohibido. Poco a poco, sin darme cuenta, me fui llenando de furia.
Y cuando se puso a escribir las novelas, fue como una catarsis.
Fíjense: al principio, cuando terminaba, me decía: “Bueno, vamos a revisar a ver qué quito”. Y me respondía: “No, no, aquí tú eres el jefe de la redacción. No se quita nada”. Pero me tuve que acostumbrar.
Empezó muy joven con el periodismo. ¿En qué momento dejó de creer en el mito de la revolución? No tuvo que ser fácil. El otro día visitamos una escuela en La Habana. La maestra nos contó cómo se inculcaba el martirologio revolucionario a los niños pequeños.
Todo se basa en la información. Es un principio básico. Si no la tienes, te crees todo eso. Para mí fue importantísimo empezar a trabajar en una gran revista de Cuba. Tendría treinta años. Había un buen equipo de periodistas, todos mayores que yo. Algunos habían sido diplomáticos. Hablábamos y escuchaba esos criterios propios.
Miren, iba a entrevistar a un alto funcionario del Ministerio de Economía, que cogía mi cuestionario y me decía: “Te voy a contestar a estas cuatro preguntas”. Lo hacía y después continuaba: “Apaga la grabadora que ahora te voy a decir la verdad”. El hombre también necesitaba su catarsis, desahogarse. Poco a poco fui comprendiendo. Fue muy importante el año 1994.
¿Por qué?
La crisis de los balseros. Mucha hambre, desastroso. Había caído la URSS y esto fue terrible. Cuando vi a los balseros salir por el malecón… Se iban doce o catorce subidos a un neumático. A algunos se los comieron los tiburones. Me sentí tan humillado que comencé a escribir mis cuentos como una venganza.
¿Es comparable la crisis de los noventa con la pandemia?
Ahora estamos un poco mejor. Porque el cubano que tiene hijos en el extranjero recibe dinero desde fuera. La cosa está muy difícil, pero no tanto como en aquel tiempo.
En España no existe la censura, pero está en ciernes la epidemia de lo políticamente correcto. En cuanto se publica algo fuera de los consensos, se monta una tremenda. Es una deriva peligrosa, aunque aquí, con lo que tienen ustedes...
Ya le entiendo. Pero me preocupa muchísimo lo que dice. Hace un año y pico, un escritor cubano que vive en Estados Unidos tuvo un éxito comercial enorme con una novela histórica. Vendió más de 100.000 ejemplares. Tuvo que firmar un contrato comprometiéndose a no ofender a nadie por cuestiones sexuales, religiosas, de raza… Me decía: “Así tus libros nunca tendrán editor”. El rey de La Habana nunca ha sido publicado en Estados Unidos.
En Cuba, ¿la libertad de prensa ha avanzado algo?
No, creo que sigue igual. Es que los periódicos de aquí no se pueden leer ni entre líneas. La libertad de expresión es tener acceso a distintas fuentes: leer EL ESPAÑOL al mismo tiempo que se ve la tele rusa. Fíjense en lo que pasó con la explosión del Saratoga [la explosión de un hotel debido a un escape de gas que dejó decenas de muertos].
¿A qué se refiere exactamente?
Puse el televisor. En pocos minutos ya lo habían convertido en un hecho político. Fue un accidente, un problema técnico, pero… Esas cosas me molestan muchísimo.
En su autobiografía, dice que el motor de su literatura es “el miedo a la pobreza total”. Cuando estaba escribiendo 'Trilogía', pasaba horas tirado en la puerta de un mercado intentando vender un tubo de pasta de dientes. Estos días nos hemos dado cuenta de que el día a día del cubano es una continua lucha por la supervivencia.
Y no sólo en un sentido material. Cuando hablo de “pobreza total”, me refiero al círculo vicioso de la miseria. Primero te enredas en la necesidad de sobrevivir, después dejas de leer y estudiar, te pones a trabajar con 16 años. ¿Para qué estudiar una carrera si vas a ganar más de taxista o de barbero? La pobreza material desata la pobreza espiritual. Es lamentable y doloroso, pero es así. Aquí no hay tiempo para el ocio o la lectura. Esto que estamos haciendo aquí, tomar un café y hablar de libros… Los cubanos no tienen tiempo para eso.
Usted, si me lo permite, era uno de ellos. Un niño que vendía helados, que trabajaba en la fábrica, que luchaba por la supervivencia.
Es verdad. No me explico lo que me ha pasado. Con siete años, mi padre me enseñó a vender helados y a sacar las cuentas con la cabeza. Con trece años ya tenía mi propio carrito. Ganaba más dinero que mi padre porque a él le intervinieron el negocio. Me acostumbré a estar siempre en la calle vendiendo algo.
Lo que me salvó fueron los cómics. Una tía mía me los regalaba porque tenía una distribuidora de prensa. Fui cogiendo el hábito de lectura. En casa de mis abuelos, en el campo, en lugar de montar a caballo o jugar al sol, me ponía a leer. Con veinte años, me encantaba Bruguera. Mi madre leía a Corín Tellado y yo a Truman Capote. Desayuno en Tiffany’s me absorbió.
Lo mismo leía usted a Truman Capote que tomos enormes sobre el socialismo.
Claro, porque no tenía nadie que me orientara. Iba a la biblioteca y cogía lo que había. “El origen de la familia”, “la propiedad del Estado”… Terrible. Mis padres no leían y mis abuelos eran analfabetos. ¿Quién me iba a aconsejar? Al leer a Truman Capote, me dije: “Quiero escribir así. Quiero escribirles así a mis noviecitas”.
Fui escribiendo cuentos y poemas. Solo. No quería estar cerca de los escritores. No me parecían buena compañía. Coincidí con algunos en talleres de literatura, pero me parecieron unos hijos de puta. Prefería estar entre periodistas, fotógrafos y pintores.
¿Sigue alejado de los escritores?
Hoy me resulta más difícil. Pero creo que me han entendido: no me gusta el ambiente literario, el cotilleo… Siempre he sido solitario. Esa es la historia de mi escritura: mantenerme independiente y respetarme cuando escribo. La literatura puede entretener, pero no es entretenimiento. La literatura es la memoria del lugar que te tocó vivir, la mejor investigación del hombre.
Un país sin cuerpo literario no puede convertirse en una nación. En América Latina, los tres grandes cuerpos literarios son Argentina, México y Cuba. ¿Lo ven? Colombia tiene a García-Márquez y poco más. Perú, a Vargas Llosa y poco más. España, como madre del idioma, es la madre de todo.
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