José Coronado aún es hermoso y aún hace como que no se da cuenta (¿será esa, quizá, la interpretación más larga de su vida?): en fin, nosotros fingiremos que tampoco. Tiene Coronado una presencia curiosa, más bien suave, opacada, modesta sin dejar de ser profunda. Es como si no quisiera brillar. Como si desease camuflarse con el sofá, con las columnas, con el Madrid que se extiende lleno de ladrillo y saliva a través de estas ventanas tan altas y nubladas. Se desliza por los espacios del Círculo de Bellas Artes medio escurridizo, medio sigiloso, y habla con el tono de voz justo para recordar que existe, poco más.
La piel, el pelo, la ropa. Todo es discreto, todo es sencillo. Parece un asceta. Está a punto de levitar. Segrega una extraña paz. Luego me contará que le apasionan las filosofías orientales y todo tendrá sentido al volver a mirar al hombre que apenas pisa el suelo, al hombre que vuela bajito. Se le va poniendo cara de sabio, quizá porque son ya 66 años y, ustedes lo saben, 66 años son muchas noches.
Tiene el detalle José de no quejarse (como hacen tantos otros guapos) de haber sido tan guapo. No habrá cosa más antipática. Digamos que él tuvo paciencia y esperó a que la belleza hiciese su trabajo, que suele ser irse. Pero en su caso, esa dama fatal se aleja despacito.
Es mejor que antes, Coronado, es mejor su cara, es mejor su cansancio elocuente, es mejor su frente despejada llena de preguntas que le respondió la experiencia: miren que ser un galán es un lujo reservado a unos pocos, pero enterarse de qué va la vida también es otro... y está reservado para aún menos. Él lo hace. Y elige bien las palabras que usa porque sabe que las palabras son los mimbres de la cesta del mundo. Y su serenidad expectora. Y su amabilidad, hoy, resulta hasta rebelde.
Ahora vuelve a los cines con Cerrar los ojos, la primera película de la leyenda Víctor Erice en treinta años donde el genio mahumorado (a ver qué genio conocen ustedes que sea unas castañuelas) teje su propia biografía, repasa sus proyectos fracasados, reinaigura su amor al cine y lo llena todo de un espeso desprecio hacia el mundo moderno y sus códigos antipoéticos.
Porque ésta es una película melancólica, una película que pone a funcionar al ojo de la nuca y le opera las miopías. Una película que te coloca el pie en el cuello y no se decide a liberarte ni cuando acaba su abusivo metraje (casi tres horas, muy recortables), sino que aún te incrusta, al huir de la butaca, todo un pueblito contaminado en el pecho.
Y es fácil respirar con dificultad: delante de nosotros tenemos una vida real, la vida de un hombre incompleto, de un hombre desencantado, de un hombre roto que sabe que el olvido es cobardía pero aun así, incluso lo elige.
¿La vida era mejor antes, era mejor que ahora? ¿Éramos nosotros mejores cuando aún no nos habían herido, cuando aún no estábamos hartos de vivir en nuestro pellejo, en la cárcel de la identidad y del cuerpo?
En Cerrar los ojos, Coronado interpreta a Julio Arenas, también conocido como Gardel, un actor de prestigio, un mujeriego encantador y un padre cuestionable, que de buenas a primeras desaparece en pleno rodaje de una película... y no vuelve más. 22 años más tarde, el misterio sigue en pie. ¿Se suicidó? ¿Se fue volitivamente? ¿Qué llevaría a un hombre como él a querer recortar su propia silueta de sus paisajes, de sus afectos, de su vida cojonuda? ¿Y si alguien le mató? En fin... ni hay cuerpo. Es entonces cuando su mejor amigo y director de cine, aquí Manolo Solo, responde a la llamada de un programa de desapariciones para hablar de la de Arenas, y la herida vuelve a sangrar.
¿Qué es un hombre, quién es un hombre, aparte de mil voces parciales opinando sobre él? ¿Qué es un hombre? ¿Es más su pasado, es más su presente o es más su futuro? Lo escribió con mucha gracia Ray Loriga: "No estoy dispuesto a cargar con los años que no recuerdo".
P.- ¿Qué relación tiene José Coronado con su memoria?
R.- Con mi memoria tengo una gran relación en tanto que me funciona, porque la trabajo mucho gracias a mi oficio. La ejercito. Me responde. Y en cuanto a la que en realidad me preguntas, a la memoria emocional y emotiva… también es buena. Tengo una relación sana con mis recuerdos.
P.- No me irás a decir algún momento del que no quieras acordarte… un momento de tu vida que preferirías borrar, olvidar.
R.- (Ríe). Hay momentos, claro, ¿no? ¡Pero no te los puedo contar, me entenderás...! Son las cosas de la mente, pero no se eligen. He tenido malos momentos. Pero una de las cosas de las que habla la película, y que yo también procuro hacer, es tener mi propia parcela de intimidad, un mundo mío que no se comparta con el resto. Si no, igual acabo como este hombre. Como Julio.
"He deseado cambiar de vida e irme como camarero en Nueva Zelanda a servir cañas en cualquier chiringuito"
P.- Muy cierto. Julio Arenas era un tipo exitoso, un actor de prestigio, que desapareció de un día para otro. ¿Es jodido ser José Coronado?
R.- Pienso mucho en eso. ¿Y si yo no fuese José Coronado…?
P.- ¿Has querido cambiar de vida, meterle una patada a todo?
R.- Sí, la verdad es que sí. He soñado con una vida más simple. Una vida más Gardel, por ahí cantando boleros, o una vida de camarero en Nueva Zelanda sirviendo cañas en cualquier chiringuito, y no tener más obligaciones que esa. Pero rápidamente lo desecho, porque al final la vida me ha tratado muy bien y me considero un privilegiado.
P.- De Erice sabemos que es un rebelde maravilloso, un impenitente. ¿Cuáles son tus rebeldías?
R.- Es una pregunta bonita. Mi rebeldía es ser yo y decir lo que pienso. Mi rebeldía es también actuar conforme a como pienso, a pesar de todos los cambios que estamos sufriendo en la sociedad, me rebelo siendo yo mismo, no siguiendo los mandatos del gran preboste, no cayendo en el borreguismo de la gente, hoy tan habitual.
P.- Ah, lo políticamente correcto.
R.- Sí. Está en todo ya, en todo. Estamos entrando en un mundo de borreguismo ante el que yo me rebelo. Y lo hago porque creo que tengo armas para ello, porque, sobre todo, lo que tengo es educación y respeto por el prójimo. Y con educación y respeto yo aún creo que todos podemos llegar a cualquier lado.
"Me rebelo siendo yo mismo, no siguiendo los mandatos del gran preboste, no cayendo en el borreguismo de la gente"
P.- En la película se esboza algo que me resulta muy interesante: el hecho de que a una persona se la reconozca por sus detalles. Es decir, por sus neurosis, sus pasiones, sus pequeñas obsesiones… más allá de los grandes conceptos… ¿por qué particularidades crees que se te reconocería a ti, en caso de perderte?
R.- Mira, si un día desaparezco del mapa y cambio de vida, seguro que seguiría yendo al cine. Me podrían encontrar en un cine. Además, sería en un cine de estos que siempre están en peligro de extinción. Aunque a mí lo que me gusta no es el cine en sí, sino la ceremonia de compartir un ritual, una película, con 500 personas, y a mismo tiempo estar atado a una butaca de la que no te puedes escapar. Escuchar hasta la última palabra que se dice en una película, ver hasta el último plano, y tener esa vibración con 500 o con 50 personas más. Esto a diferencia de cómo se ve hoy el cine, ¿no? Que ya se ve hasta en los móviles. Eso para mí es un pecado. También me encontrarías con mi moto, perdiéndome por cualquier carretera.
P.- ¿Te reconoceríamos tarareando alguna canción en concreto?
R.- Me gusta el jazz. Me gusta la música instrumental, no soy de grandes letras. Ni de canciones tampoco. No soy melómano, no lo suficiente, no me gusta estar al servicio de la música, me gusta que la música esté a m servicio, que me acompañe pero que no me focalice. No tiene tanta entidad para mí como el cine.
P.- En la película se respira una melancolía de fondo asfixiante, una tristeza conmovedora que se engancha al cuello. ¿Qué cosas ponen triste a José Coronado?
R.- Cada telediario. Todos los días me pone triste el telediario. Cada desgracia, porque cada día hay más. Siento también que cada vez los medios van más rápido, que resumen todas las desgracias del mundo en un instante, a toda velocidad, pasando de puntillas, y eso también me da mucha tristeza. Me da tristeza ver hacia dónde va el mundo.
P.- ¿Y qué hay de la felicidad? ¿Tiene que ver con la paz, con la desmemoria? Ambos protagonistas de la película, justamente, viven con poco… son medio ascetas. ¿Cómo influye el dinero?
R.- A mí me gustaría encontrar la felicidad de Gardel, que es la de volver a ser un niño que no tiene que demostrar nada ante la sociedad, que no tiene que estudiar ni decir lo que es políticamente correcto, ni nada. Un niño que actúa como un niño. O un adulto que actúa como un niño. Los niños, supuestamente, son felices en esa etapa. Todo se tuerce cuando empezamos a tener conciencia (ríe). Pero como ahí no voy a poder llegar… a mí la felicidad ahora mismo me la dan las cuatro, cinco o seis personas que están realmente en mi círculo. Saber que están bien y que están junto a mí es lo que me da la felicidad. Saber que ellos son felices me hace feliz a mí. Y el resto ya… me da igual, o que me den un Goya o un Oscar, o el tener más dinero. Ya he entendido que no va de eso.
P.- ¿Cuándo empieza a perder brillo lo de ganar un Oscar o lo de manejar mucha pasta?
R.- (Ríe). Bueno, cuando le empiezas a ver las orejas al lobo.
"No quiero más Goyas ni más dinero: el infarto me quitó las tonterías, le vi las orejas al lobo"
P.- ¿El lobo?
R.- Sí. La muerte. Cuando te das cuenta de que han pasado los años mejores de tu vida, que estás en otra pantalla y que has tenido un infarto, que has estado a punto de irte. Se te quitan las tonterías. A mí eso me cambió mucho. Ahí me empecé a dar cuenta de que lo que me hace levantarme con ilusión es saber que la gente que quiero está bien, y el resto me da exactamente igual.
P.- En la película se trata eso: el afrontar la vejez. Qué vértigo, ¿no?
R.- Sí. Sí. Sí. Hay una frase muy bonita que dice que la muerte sólo se puede acometer sin miedo y sin esperanza. Sin esperanza y sin miedo. Y es verdad, ¿no? Habrá que aceptarla. A mí me gustan las filosofías orientales y todo eso. Me gusta cómo se preparan para la muerte y la aceptan. Desde niño les educan para morir bien, para morir con alegría.
P.- Hijo, pero nosotros aquí somos tan apretaos’… nuestras plañideras, nuestros lutos, nuestras cosas. Nuestro rasgarnos las vestiduras.
R.- (Sonríe). Sí, aquí somos de “el monstruo, la muerte, cuidado, nos arrasa, no deja nada…”. Yo no quiero… quiero enfrentarme a ella sin miedo.
P.- No quiero ser agorera, pero, ¿qué te gustaría que pusieran en tu tumba? Una frasecita.
R.- ¿En mi tumba? Pues “Fue un buen hombre”. “Fue un buen tipo. No hizo daño a nadie”.
P.- Tu personaje, Julio o Gardel, se cansó de su imagen de mujeriego. ¡Fíjate! ¿Alguien se puede cansar de tener éxito? ¿Te ha pasado a ti, otro galán histórico…?
R.- Bueno, yo hace mucho que superé ese sambenito, para bien y para mal. Nunca he renegado del galán, porque fue lo que me abrió las puertas de mi oficio y lo que me permitió encarnar ciertos personajes que me hicieron aprender, hacer teatro, formarme, convertirme en actor… y sobrevivir durante muchos años hasta que conseguí entrar en otros personajes. Entonces, lo que en un principio era mi única baza, pasó a convertirse en un complemento. A la gente le gusta ver a gente con buen físico, más o menos, en pantalla.
P.- No te has quejado de ser guapo, ¿eh?
R.- No, pero tampoco nunca me lo he creído. Siempre he pensado que para gustos, los colores.
"Si en algún momento disfruté de ser guapo, se me quitó todo cuando empecé a ser actor. Siempre me preguntaba: ¿y y por qué te gusto?"
P.- ¡Venga ya! ¿Ni de jovencito?
R.- No, no. Es decir, si en algún momento lo disfruté, se me quitó todo cuando empecé a ser actor. Porque ya era como… “¿por qué te gusto?”. Antes de eso iba en el metro y miraba a una chica que me mantenía la mirada y decía “guau, hemos conectado, qué bonito”. Después no me valió, porque las miradas que me mantenían, probablemente, era porque estaban reconociendo al actor. Así que se me rompió el chollo. Me gustaba ese juego precioso que hay entre los seres humanos de mirarse y atraerse.
P.- ¿Cómo crees que ha cambiado la seducción en España? Querido, vivimos en el país de Irene Montero, por un lado, y por otro en el de Rubiales. ¿En qué lado te sientes más cómodo?
R.- En ninguno de los dos, la verdad. Ni Montero, ni Rubiales. Como te decía antes, soy un rebelde, y soy un rebelde contra los Rubiales y las Irenes Montero, quiero seguir teniendo mi propia opinión y no voy a permitir que nadie me haga comulgar con ruedas de molino.
He tenido una buena educación gracias a los principios instalados por mi familia y por mi entorno, por eso te decía que me gustaría que en mi tumba pusiese que no hice daño a nadie. Considero que he vivido, he vivido mucho, y creo que no tengo ningún enemigo. Ahora bien, quiero poder dejar pasar a una mujer delante de mí, quiero cederle el paso sin que nadie me llame agresor, ¡o que digan de mí lo que quieran!, machista... pero, perdóname, yo creo que no es eso.
Y quiero poder decirle a una mujer que hoy está guapa. Todo depende de cómo se diga. Todo es el contexto. Pero sí… esto me da miedo y me da mucha pena. Yo lo hablo con mis hijos, sobre todo con mi hija, que tiene 20 años. Y ahora van con miedo a todo.
P.- ¿Nos vamos a la mierda?
R.- Nos vamos a la mierda.
P.- Erice, en su película, dibuja Madrid como hacía tiempo que yo no lo veía en un filme. El Prado, las torres… Antes se estilaba eso más, ¿no crees? Retratar ciudades y sus momentos. Tú que eres madrileño, ¿cómo recuerdas el Madrid de tu juventud y cómo ves el de ahora? ¿Eres Ayusista?
R.- Recuerdo mi infancia. Era un niño de barrio, había barrios todavía y bajábamos a jugar ahí, aunque lo recuerdo en blanco y negro. Lo recuerdo gris y triste porque en esa época vivíamos como vivíamos, con Franco... pero luego tuve la suerte de vivir la época de la Movida, que a mí me tocó de los veinte a los treinta, ¡guau, imagínate! La ciudad de Madrid se llenó de color, de alegría, de noche…
P.- De salivas…
R.- (Ríe). También. Y de tranquilidad, y de seguridad, y de juego, y fue algo absolutamente maravilloso. Esa década fue justo la previa mía a empezar a ser actor, porque yo empecé en esto con 30 años, y desde entonces he visto crecer la ciudad pero para mal, ¿no? Porque hay más contaminación, más coches, más desigualdad.
P.- ¿Eres Ayusista?
R.- No, no lo soy. Pero vamos, la respeto, igual que puedo respetar a Irene Montero. Cada uno lucha por lo que quiere, no sé, yo no me atrevería a catalogar a Ayuso. Me mandó una carta, muy amable, para agradecerme el tema de las vacunas, me dio las gracias por implicarme y estuvo muy correcta. Yo dije: “Muy bien… pues vale”.