Remedios Zafra es una pensadora contra la maquinaria. Contra la asfixia de los plazos, de las entregas, de las montañas demenciales de correos, de la estúpida y gris burocracia que nos asola y nos marea, de un sistema colérico e ineficaz que va minando nuestra creatividad, nuestra imaginación, nuestra escritura.
La prestigiosa teórica e investigadora de Filosofía del CSIC tiene un compromiso radical con una vida más amable, con una vida que podamos dotar de sentido, con una vida donde no nos sintamos hámsters en la rueda y donde nuestra propia vocación no nos explote. Ella sabe que acá los hombres grises le van ganando a Momo y hace rato que nos saquearon el tiempo. Golpea desde la palabra y la idea. Invita a la rebeldía. Esquiva la mansedumbre y la inercia.
En El informe (Anagrama), su último ensayo, reflexiona sobre el trabajo intelectual y la tristeza burocrática. Repiensa el mundo poéticamente y esa también es una forma de heterodoxia: quizá la más punzante. Zafra es brillante, quirúrgica en su mirada y su verbo: también generosa y apacible. Es una sabia tranquila entre el ruido de los coches en la glorieta de Bilbao y la esquizofrenia de la gran ciudad. Su política atraviesa su carácter: mira hondamente, sonríe con bonhomía, sabe escuchar y toma siempre en serio al interlocutor. Dan ganas de iniciar con ella una conversación infinita. Probemos un rato.
Leí que en una entrevista decía: “Si te tratan como engranaje, te comportas como engranaje; pero el mundo necesita compromiso con las personas y un buen trabajo”. ¿Es imposible el sueño de dejar de trabajar? ¿Cómo es esa existencia que sólo conocen algunos ricos?
Son varias preguntas. Pero sí es posible vivir sin trabajar.
¿Y es deseable?
El trabajo se plantea como una necesidad para la vida, no como una libertad. Necesitamos trabajar para conseguir ese sustento que nos permita sostenernos en la vida. En un mundo que es desigualitario y en un mundo en el que unas pocas personas tienen ese privilegio de la riqueza y del poder vivir sin trabajar. Al resto no nos pasa (sonríe). A mí siempre me ha preocupado lo que tiene que ver con los trabajos culturales, creativos, intelectuales, académicos… porque ahí es quizá donde se aprecian mayores diferencias: son trabajos que están legitimados como trabajos “pagados” con la satisfacción de hacerlos.
Lo escribió en El entusiasmo. Era la trampa del entusiasmo.
Sí. Bajo la normalización de ese argumento, sólo los ricos podrían desarrollarlos.
Ha sucedido históricamente. La única gente que ha podido escribir o crear ha sido la gente rica, privilegiada, la que tenía su cuarto propio…
El cuarto propio es fundamental, pero el gran problema es el tiempo. La disponibilidad de un tiempo que te permita vivir más allá del trabajo. Este es uno de los puntos de partida de El informe. Los que hemos optado, como tú y como yo, por trabajos intelectuales como la comunicación o la investigación… ¿cuándo nos dedicamos a la escritura o a la creación más libre? Realmente estamos muy sometidos a las imposiciones de agendas y burocracias. Es una tensión.
¿El trabajo dignifica, como se decía bíblicamente, o sólo opera negativamente en nosotros: cansa, explota, envejece, aburre?
Yo en El informe planteo que prácticamente la totalidad de los trabajos pueden ser valiosos y pueden tener sentido cuando los hacemos justamente de una manera significativa. Cualquier trabajo, del barrendero al profesor, son trabajos valiosos para la sociedad. Lo deseable para los humanos es una vida significativa y con sentido, y lo deseable sería no tener que trabajar para vivir. Aspiramos a ello. Cualquier persona con voluntad de libertad sueña con dedicar su tiempo libre a lo que le hace feliz, a amar, crear, observar, a viajar, a conocer a otros.
Pero esto es una proyección idealizada. No es posible. Lo que sí es transformable es cómo trabajamos y cómo vivimos, especialmente tras la mediación tecnológica, la digitalización y el teletrabajo. ¡Se nos han vendido como agrandes potencias…! Algo debemos estar haciendo mal o esta digitalización bajo fuerzas monetarias debe de estar siendo un fracaso, porque la sensación generalizada es que no podemos más, que vamos siempre al límite, al borde del precipicio. Sufrimos muchísimo por no poder tomar aliento para vivir y sólo tomarlo para volver a trabajar. En eso consiste ahora un fin de semana: no es para disfrutar o descansar, es para coger el aliento que nos permita retomar la rutina de trabajo.
"Hemos visto en nuestros padres que el peor castigo es que te llamen ‘vago’: puedes hacer las cosas bien o mal, pero debes hacerlas. España perdona otras cosas, pero al vago no"
A mí me da tristemente la sensación de que parece que cuando alguien trabaja mucho es automáticamente una buena persona. Y esto me aterra, porque como secretamente o no aspiramos a no trabajar o por lo menos a tener más tiempo, o más tiempo de calidad… me preocupa la mirada dentro de la propia clase trabajadora de que esto es lo más digno. Uno quiere el prestigio afectivo de los suyos… y lo tendrás si trabajas mucho. Pero si trabajas mucho, también serás una esclava. Y ya no sabes cómo ser querida.
Esta idea me parece interesantísima. Cuando empecé con El informe, traté el tema de la culpa. Es justo esto: este martilleo de esta sensación y una interiorización de lo que nos pide la sociedad, de lo que nos piden desde que somos pequeños, y en la familia, y en la escuela… todos valoran lo positivo que es trabajar. Hemos visto en nuestros padres cómo el peor castigo es que te llamen “vago”. Puedes hacer las cosas bien o mal, pero debes hacerlas. Podemos perdonar otras cosas, pero no podemos perdonar al vago. Este país no le perdona. Si eres buena trabajadora, serás buena persona.
El miedo al vago que nos han inculcado desde pequeños (sobre todo a los educados en la Transición y en los años posteriores) se le ha unido el miedo al vacío, que en el contexto tecnológico es muy real. La sensación de que tienes que llenar tu tiempo de cosas para sentir que estás activo, porque la sensación de actividad también calma. Pero en esa hiperproductividad hay un espejismo de que estamos activos, pero a poco que nos estanquemos para mirarlo, vemos que estamos en un bucle, un estar dando vueltas a lo mismo, porque repetimos cada día ese hacer sintiéndonos igual de mal. Esto que comentas sobre el vago… no sé si te a ti te ha pasado, pero yo con mis padres, desde muy pequeña, he escuchado cómo se penalizaba la idea de las vacaciones.
Vamos, totalmente. Yo también soy andaluza. Allí ha hecho especialmente falta trabajar para sobrevivir y quizás eso ha reforzado la idea.
¡Entonces compartimos esa misma cultura! Entiendo que es el imaginario cristiano de la culpa y el imaginario de la posguerra en determinados contextos: por eso nuestros padres sólo han tenido la consigna de trabaja, trabaja, trabaja. Esa idea de que el trabajo salva es una mochila dura. Keynes hace cien años planteaba que la tecnología nos liberaría y haría que tuviéramos más tiempo para nuestra vida. Pero él también afirmaba que estamos más educados para la obediencia que para la rebeldía, para ser sumisos en aceptar un plus de trabajo, unas horas extras, porque nos pesa la presión de querer hacerlo bien.
Claro: “Como quiero ser amada por mis padres y ellos tienen esta concepción del trabajo, yo me adaptaré”. Me angustia esta relación de trabajo y amor.
Esto es interesante y creo que tiene relación con cómo en el feminismo se ha hablado de la presión de agrado que han sentido las mujeres. Esta es una idea que trabaja Simone Weil en su obra La condición obrera, y que posteriormente Amelia Valcárcel también ha desarrollado con La ley del agrado. Es esa educación especial para las mujeres en la sumisión, en equilibrarse con ese pago simbólico en amor. Es una forma patriarcal que se ha asentado durante mucho tiempo: lo vemos con el trabajo domestico, que no estaba pagado de otra manera que con amor… y el amor es importante y si con el amor conseguimos esa aceptación, estamos dispuestas. O lo hemos estado.
“El amor ha sido el opio para las mujeres. Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban”, decía Kate Millet.
Sí, exacto. Esa manera no ocupar el foco de la fotografía o de la noticia, no copar los saberes que trascendían, sino estar en lo necesario, en lo imprescindible para la vida de los niños que estudian o de los hombres que trabajan, para que todo eso pudiera darse. El trabajo invisible. Ahora estamos tomando conciencia de esa presiones y tratamos de liberarnos de ellas. A veces esa angustia tiene que ver con lo que intentamos transformar pero cuesta.
"Yo creo en la desobediencia: no en la anárquica, sino en la crítica. Es dolorosa pero es transformadora"
¿Cómo liberarnos?
Primero, dándonos cuenta. Y después, yo creo que es importante la desobediencia. No entendida como una desobediencia anárquica, sino como una desobediencia crítica, algo que incluso en las escuelas debiera ser tenido en cuenta. Esa desobediencia crítica tiene que ver con aprender a ser libres, a ser librepensadores, a pensar en nosotros y por nosotros mismos y a ser capaces de hacernos preguntas como por qué me siento culpable cuando no paro de trabajar y estoy obedeciendo todas las imposiciones de la administración y las rutinas burocráticas y estoy limitando al mínimo el tiempo que iría para un trabajo valioso para mí misma y para la sociedad.
Todo eso es doloroso pero es importante y llega a ser transformador cuando lo compartimos. Nada de lo que nos pasa a ninguna de nosotras es singular: esto es lo que hay que hacer, lo que hacemos tú y yo ahora, hablarlo, ponerlo en común juntas. ¡Teletrabajamos y es como si le hubiéramos cedido todo nuestro espacio personal al trabajo…! El ordenador está en casa como vigilante. O la multitud de correos que contestar, que desborda. También existe una precariedad en la obra, en el producto: por ejemplo, que podamos hacer esta entrevista tomándonos un café y un tiempo, es genial, es mucho mejor que si me llamas en cinco minutos habiendo leído lo que has podido leer.
Me hablaba de la desobediencia crítica y no de quemar contenedores. Me preguntaba por qué toda desobediencia parece violenta: toda. Si le decimos que no a un superior nuestro, incluso arguyendo buenas razones, o quizás fuera del horario laboral, parece que estamos siendo violentos.
Lo bueno de estas entrevistas es que son muy interesantes y plantean preguntas que nos hacen reflexionar en voz alta. Esto yo es la primera vez que lo reflexiono. Veamos: pienso que esa relación de la desobediencia con la violencia puede tener que ver con al contención y con el hartazgo. Esto lo planteaba Simone Weil. Decía que hay determinada intensidad que genera sumisión y determinada intensidad que genera rebeldía. Si ejerces determinada presión sobre la sociedad, ésta se vuelve sumisa y dócil, hacemos lo que nos dicen, pero llega un momento en el que esa presión continuada genera rebeldía.
La rebeldía debe ir acompañada de conciencia. Esa crítica, ese desasosiego, ese malestar… empieza a contener en ti un hartazgo que rebosa. Esa vinculación de la negativa con la violencia puede tener que ver con el rebosamiento. Cuando normalizamos la sumisión, no estamos dejando libertad para mostrar nuestro disentimiento. Entonces uno deja de sonar como parte de un diálogo argumentado, sino suena como un golpe en la mesa. Uno suena a cansancio.
¿Cree que las personas sin vocación sienten una rabia más o menos secreta por los que sí tienen vocación, porque de alguna manera se sentirán siempre un poco más esclavas?
No necesariamente. De hecho, yo advierto últimamente lo contrario: quienes tienen vocación envidian a quienes no tienen vocación por la trampa en la que la vocación se ha convertido emocionalmente. En El informe hay un capítulo que comienza con la cita de un estudiante de instituto con el que hablaba hace un tiempo. Me decía “justamente porque tengo vocación, me gustaría dedicarme a un trabajo que no tenga nada que ver con mi vocación, para poder hacerlo bien en unas horas delimitadas y después, el resto del tiempo, liberarme en mi vocación”.
Como en la película Paterson. El autobusero, Adam Driver, escribía poemas en su tiempo libre.
Exacto. Esto genera mucha envidia. En mis libros utilizo ejemplos o metáforas. En El entusiasmo hablaba de la librería Filosofía, y aquí hablo de la mercería Antropología. Eso es una forma de trabajar esa venganza simbólica o esa envidia que yo siento por esas vidas posibles. ¿Qué pasaría si nos hubiéramos dedicado al trabajo de nuestros padres, en la mercería o los ultramarinos, donde tendríamos un tiempo de trabajo acotado? Con esta digitalización desbordada, no estamos teniendo ese tiempo. Cuando nosotros terminamos nuestro horario laboral, vamos a casa e investigamos o profundizamos en nuestros trabajos, y de hecho dedicamos fines de semana y vacaciones a trabajar también en ellos, porque si no no habría innovación en lo que hacemos.
Claro: necesitamos lugares de los que beber continuamente.
Sí.
¿Qué le pareció el parón de cinco días de Sánchez cancelando agenda? Cinco días de reflexión. ¿Cómo se reacciona en el país ante esto y qué dice de nosotros y de nuestra relación con el trabajo?
Cuando leí la noticia, mi sensación fue positiva en relación a que daba importancia a pensar las cosas. Pienso que puede ser entendido como un privilegio que no todas las personas pueden tener pero pienso que al hacerse por parte de una persona que nos representa es también propuesta como algo valioso y como algo que debemos tener en cuenta y eso me parece sumamente importante: puso en valor el tiempo para pensar. No es “espera, me tomo unos segundos para pensar”. Lo normal en estos tiempos es vivir en esa vida que favorece la impostura y las frases hechas.
Ademas, el motivo de su parón era afectivo.
Claro. Y requiere no sólo un pensar a solas, sino un pensar compartido. Necesitamos darnos tiempo para un pensar afectivo: esto muchos lo entendieron como algo feminizado, y a mí me parece maravilloso que sea entendido así y que sea algo apropiable al conjunto de la sociedad. Ese no dejarnos llevar por el impulso o por la respuesta rápida. Esto es lo que caracteriza la vida en redes, la vida del exabrupto, la vida bélica.
“Me pareció positivo que Sánchez se tomase cinco días de reflexión: dio importancia al pensar las cosas en un tiempo donde se favorece la rapidez, la impostura y las frases hechas”
Hablemos del tiempo libre o del tiempo de ocio. Hay una canción de Las Odio, que es una banda de punk, que dice: “Cuando consigues ser libre, hacen que te sientas rara”.
¡Qué bueno! Antes me gustaba mucho el punk. Ahora no escucho tanto. Fíjate: “Cuando consigues ser libre hacen que te sientas rara“ (anota)… relaciono esta idea con el punto de partida de El informe, que es la llamada a la rebeldía. Esa llamada a la rebeldía es también una llamada a la libertad, a la libertad después del hartazgo, después de la reflexión, o sea, después de las distintas fases. Hay un “no” a lo que hemos vivido, a algo que nos ha causado daño, y un “sí” a transformarlo, a ser libre. Pero ese “sí” hay que contextualizarlo: yo creo que hay que transformar en sistema sin acabar con él. Me refiero a que gran parte de la rebeldía de la que yo hablo en el informe tiene que ver con lo público, con una administración que odiamos y amamos al mismo tiempo pero que es absolutamente necesaria. Muchas de las personas que están más afectadas por la burocracia son justamente trabajadores, como yo misma, públicos que quieren hacer bien su trabajo, pero que a veces no pueden hacerlo por esas limitaciones.
¿Podemos confiar en el sistema? ¿Se puede derribar la casa del amo con las herramientas del amo? ¿Se aplica esto al sistema administrativo, institucional y jerárquico en el que vivimos enmarcados?
Yo pienso que el sistema debe cambiarse desde la reestructuración. Es cierto que a veces hay determinados lemas o eslóganes que pueden ayudarnos, pero tenemos tendencia a simplificar y en esa simplificación perdemos matices y evitamos abordar la complejidad. La transformación de la vida y del trabajo es compleja. Cuando hablamos de esas herramientas del amo sería injusto hablar de la administración pública, porque lo público es el corazón que garantiza la justicia social en un tiempo en el que es más necesaria que nunca, que garantiza la igualdad de personas que venimos de contextos humildes para poder estudiar y tiene oportunidades en la vida. No podemos transformar lo público destruyendo lo público bajo ningún concepto.
Ese es un error común de la izquierda revolucionaria o de la izquierda que coquetea con el anarquismo, ¿no? La brocha gorda de decir “nos cargamos el chiringuito”.
A mí ese tipo de enfoques me parece que no funcionan porque me recuerdan a lo que ya hemos probado: la lógica bélica. Yo contra mi hermano, yo contra mi vecino, ese poner el zapato sobre el otro y ese que la voz más alta calle a la voz más baja. Creo en otras formas de hacer y de mirar. Me inspira más el feminismo y los cuidados. Yo creo en la convivencia y creo en la diversidad y creo en convivir con lo que nos perturba y con los que no piensan como nosotros. No son bestias que aniquilar o destruir. No lo son. Pero claro, pensar esto requiere más imaginación. Eso tiene que ver con la idea que tú decías “me siento libre, me siento rara”. Creo que tenemos que compartir lo que nos hace vulnerables y no sólo lo que nos hace más fuertes, no somos esos machos que ponen el arsenal de armas frente a los otros.
"Hay que transformar el sistema sin acabar con él: odio la administración pública y la amo al mismo tiempo, es necesaria, garantiza la justicia social”
Virginia Woolf, creo que en Tres guineas, un texto contra la guerra, comenta que los poderes que predominan en el mundo son poderes que actúan como esos focos del coche que van por la carretera y de repente se le pone por delante un conejo. El conejo se queda parado, inmovilizado. Ella dice: “De una luz tan fuerte sólo se puede esperar una posición estereotipada”.
Sólo puedo esperar que actúes de una manera: siendo sumiso y dejándote avasallar. Y frente a esa luminosidad de los focos, ella habla de las outsiders: yo entiendo (esto es lectura personal) que habla de ellas como de esas capaces de buscar otras estrategias que no sean las de las luces cegadoras. El mundo de ahora es mucho de luces cegadoras.
Estas estrategias tienen que ver más con zonas de sombra, con zonas donde nos sintamos libres aunque nos sintamos raras. Esas outsiders de las que hablaba (que son las punkis, o a las que nos han llamado feministas amargadas) todas esas visiones peyorativas que nos han proyectado… tienen la libertad de decir “ah, pues he tomado conciencia de algo que no me gusta y voy a cambiarlo y me permito experimentar con nuevas alternativas”. Yo ahí encuentro una motivación.
¿Qué hay de la química? Hay muchas personas que de lunes a viernes toman antidepresivos o ansiolíticos para dormir y el fin de semana beben o consumen drogas.
Esto es tan contemporáneo…
Sí. Esa supervivencia del de lunes a viernes y esa euforia artefactada del fin de semana. ¿En qué sentido el tiempo libre, o la fiesta, está siendo turbocapitalista? ¿Por qué vivimos bulímicamente toda la semana, al final? También el tiempo libre se mancha por una urgencia de ser feliz, de hacer muchas cosas. ¡De producir!, aunque sea producir felicidad. De figurar. De ver a muchas personas, de hacerse muchas fotos, de estar en muchos sitios. ¿Cuándo se descansa realmente?
Es fantástica esta reflexión que haces y coincide con mi visión. La época tecnocapitalista nos ha ofrecido determinados artefactos tecnológicos y químicos para vivir y para sobrevivir. Tienen una característica, y es que son rápidos, es decir, te proporcionan rápidamente lo que deseas. Suplen tu deseo a base de pastilla o a golpe de botón. A mí esto me parece terrorífico.
La pandemia es química, y de lunes a domingo: la normalización de los antidepresivos, de los ansiolíticos y de otro tipo de drogas, especialmente en las personas jóvenes (y no tan jóvenes) es una herramienta para controlar el panel psíquico. Ya no es controlado por la lectura o la reflexión o el hablar con amigos o el descanso, porque eso requiere un mínimo de tiempo. Tomamos pastillas para ser productivos y tomamos pastillas para ser productivas sin ponernos nerviosas. Pastillas para soportar la ansiedad y la tristeza. Pastillas para experimentar al máximo el éxtasis de un ocio comprimido en muy poco tiempo.
Es esa locura de satisfacer rápidamente el deseo, porque el sufrimiento se nos hace inevitable y porque estamos entrenados para hacer todo esto y seguir produciendo. ¿Quién va a ser tan fuerte como para resistirse a dejar de sufrir? Además, paralelamente, se desmantelan otros mecanismos que teníamos para ayudar a las personas a vivir con lo que nos duele. La crisis de las humanidades, la crisis del pensamiento, el no tener tiempo para debatir con tranquilidad o debatir con exabruptos con el que no piensa como nosotros. Todo es urgencia.
Ya estamos viendo en otros países la adicción a las drogas baratas y asequibles que ayudan a soportar el dolor de la vida. Aquí en España tenemos un grave problema con la normalización de los antidepresivos. Tenemos que iniciar una bajada… ahora se está generando una necesidad de desengancharnos, porque yo también he tomado ansiolíticos de manera normalizada y conozco muchas personas que lo usan para trabajar, ¡es curioso!
Comienzas tomándolo porque no soportas la muerte de alguien a quien quieres pero terminas tomándolo siempre. Esto encaja con el desmantelamiento de lo público: está saturada y no hay capacidad de diálogo, así que “toma pastillas”. Necesitamos psicólogos y psiquiatras que acompañen a las personas en el desenganche. Tenemos que hablar más de esto: de cómo ayudar a una sociedad enganchada a todo tipo de drogas y medicamentos para no sufrir: ese es uno de nuestros grandes retos.