"Con el tiempo, es mejor una verdad dolorosa que una mentira útil". La sentencia pertenece a Thomas Mann, pero la utilizó el escritor y periodista Arthur Koestler en París en 1938, en un discurso pronunciado frente a un par de centenares de intelectuales refugiados, para anunciar que ponía fin a su experiencia comunista.
En sus Memorias (Lumen), divididas en dos volúmenes —Flecha en el azul (1952) y La escritura invisible (1954)—, Koestler fue todavía más mordaz. Primero relató una paradoja: que tuvo el respeto de los progresistas que no comulgaban con el comunismo mientras perteneció al Partido, pero que empezaron a despreciarlo cuando lo abandonó. Y luego concluyó que los excomunistas eran "ángeles caídos que tienen el mal gusto de revelar que el cielo no es el lugar que se supone".
El cielo resultó ser un oasis de miseria y terror. La vida en la Unión Soviética no se correspondía con la visión romántica que María Teresa León extrajo de su viaje a Moscú a finales del verano de 1934. La Rusia de Stalin era el "país más próspero y lleno de posibilidades del mundo" para la escritora, que había sido invitada junto a su esposo Rafael Alberti por la Organización Internacional de Escritores Revolucionarios (MORP) para participar en el Congreso de Escritores Soviéticos.
El comunismo soviético, para otro español que lo contempló con sus propios ojos, el médico Julián Fuster, era todo lo contrario: "Un fantasma, por desgracia, de carne y hueso". Afiliado durante la Guerra Civil al Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), organización de ideología marxista-leninista, logró exiliarse en la URSS tras haber sobrevivido al fuego del frente. Allí trabajó como cirujano traumatólogo durante la II Guerra Mundial, pero sobre todo descubrió el hechizo de la hoz y el martillo: la propaganda escondía una realidad totalitaria.
"No hay ninguna esperanza de futuro. Vivimos como prisioneros. ¡No hay nada más humillante que la existencia en un país de dictadura cruel, trabajo agotador y falta total de cualquier tipo de perspectiva!", escribió Fuster —su odisea la ha recuperado recientemente la historiadora Luiza Iordache en Cartas desde el gulag (Alianza)— en unas cuartillas interceptadas en 1948 por los agentes de la Lubianka, el temible centro policial soviético.
Condenado a veinte años en el gulag por "espionaje" y "agitación antisoviética", quedó en libertad tras cumplir siete, después de sobrevivir milagrosamente a revueltas reprimidas con mucha sangre y a temperaturas de cuarenta grados bajo cero. El médico pudo volver a España en 1959, con Stalin ya muerto, aunque sus "antecedentes rojos" fueron otra condena en vida y tuvo que exiliarse de nuevo en Cuba. Desde allí escribió un demoledor dictamen sobre el paraíso que se encontraron los leales a la Segunda República que huyeron de Franco con rumbo al este:
"Los españoles repatriados de la Rusia soviética eran exiliados de la Guerra Civil, como los cientos de miles que suman los que están en México, Francia, Chile, Venezuela, Cuba y otros países. Pero solo entre los que se acogieron a la hospitalidad soviética se ha dado este fenómeno de querer regresar a España, que está bajo el régimen que combatieron durante dos años y medio de guerra (...). Pocos hechos como este, acaso ninguno, ilustran el desencanto tan absoluto y patético, de revolucionarios, de comunistas de buena fe, al entrar en contacto con las realidades de la Rusia de hoy".
¿Y la libertad?
El mayor representante de esta corriente disidente, de renegados, que rompió con la ortodoxia ideológica y la unidad del Partido al llegar a la URSS fue Enrique Castro Delgado. Su caso es de enorme singularidad: obrero metalúrgico transmutado a revolucionario profesional, durante la Guerra Civil se convirtió en el fundador y comandante en jefe del 5º Regimiento de Milicias Populares, una de las unidades militares más prestigiosas del Ejército republicano. Fue también subcomisario general de Guerra y miembro del Comité Central del Partido Comunista.
Castro Delgado desembarcó en Moscú en 1939, donde actuó como responsable de la emigración española en suelo ruso, secretario de José Díaz, máximo dirigente del PCE —este domingo se cumple un siglo de su fundación— que se suicidó en 1942 arrojándose por una ventana, y de las emisiones de Radio España Independiente. Sin embargo, allí se diluyó su lealtad a la religión comunista. A los pocos días de llegar a la capital rusa ya hacía reflexiones como esta: "Hoy no voy a la Komintern. Esto me produce la misma alegría que cuando de pequeño podía decir: hoy no voy a la escuela". El desengaño fue in crescendo: "Estoy en el país del socialismo desde hace bastante tiempo y no sé lo que es el bienestar, no sé lo que es la libertad".
Su experiencia soviética y las distintas etapas del renegado —la búsqueda de justificaciones, el rechazo del conflicto interior, la crisis final y el desengaño— las recogió en Mi fe se perdió en Moscú, un relato inmisericorde que escribió ya en México tras esquivar un agónico proceso de purga —allí también publicó Hombres made in Moscú, un libro en el que confesó sus crímenes como responsable de la represión en Madrid durante los primeros meses de guerra—.
"Estoy en el país del socialismo desde hace tiempo y no sé lo que es el bienestar, no sé lo que es la libertad"
Castro Delgado, que llegó a definir el comunismo como "un gran campo de concentración", no se mordió la lengua a la hora de embestir contra sus camaradas y denunció ese mantra que escuchó y él mismo repitió muchas veces de que "vale más equivocarse contra el Partido que tener razón contra el Partido": "¿Qué importa que ahora, cuando me he convencido de que era mentira lo que creí que era verdad, pretenda alzarme contra esta ley bárbara? (...) La verdad, ¿qué importa? El hombre, ¿qué importa? Importa el Partido... Sí".
En la patria del socialismo, escribió Castro Delgado, muy crítico con Dolores Ibárruri, la Pasionaria, "basta con repetir que el mundo capitalista es un infierno, que Stalin no se equivoca nunca, aplaudir cada vez que su nombre es pronunciado en una reunión, creerse todo lo que dice la prensa soviética, en la democracia soviética, en el bienestar del que se disfruta en la URSS, etc. Hay que creer: es una ley general. El que la observa, sube. Y el que no la observa, baja. Estas son las reglas del mundo nuevo".
La biografía de este hombre, que terminaría su vida regresando a España y trabajando, con el beneplácito de Franco, a las órdenes de Manuel Fraga en la Oficina de Enlace, un organismo de información de actividades subversivas —le llamaron de todo: "cáncer que ya no se curaba con pomadas, sino que había que sajarlo", "obrero desclasado", "oveja sarnosa que contagia al rebaño" o "sanchopancesco"—, es una caja de sorpresas. Y aunque muchos pensaran como él, fue de uno los pocos de los alrededor de 6.000 comunistas exiliados que mostró el arrojo de evidenciar que el mundo ideal había evolucionado en la URSS hacia una ideología criminal.
"El terror funciona como una implacable máquina de precisión. Así se entiende que el renegado sea una anomalía. El comunismo decepcionó a muchos militantes, pero solo unos pocos tuvieron la valentía de denunciarlo, porque las consecuencias podían ser definitivas", escribe el investigador Sergio Campos Cacho en la introducción de la edición más reciente de Mi fe se perdió en Moscú, publicada en 2018 por Espuela de Plata.
Decepciones y expulsiones
Otro de los aspectos más inverosímiles de la travesía de Castro Delgado es que le permitiesen abandonar Moscú visto su historial. Lo logró gracias a su insistencia —envió cartas a la cúpula dirigente de la Komintern y al propio Stalin— y a la ayuda que sus cuñadas le prestaron desde México. Incluso se sospecha que recibiese un cable de Caridad Mercader, la madre de Ramón Mercader, asesino de Trotski, y su amante, Nahum Eitingon, oficial de los servicios de inteligencia soviéticos y estrecho colaborador del dictador. Otros españoles no fueron tan afortunados.
"Quería para España un régimen como el de Stalin en la URSS. Y la URSS de Stalin ha sido el mayor engaño"
Es el caso de Valentín González, más conocido como "El Campesino", un personaje envuelto en una aureola de fanatismo y sangre. Minero extremeño nombrado general del Ejército republicano durante la Guerra Civil, descubrió durante su exilio soviético la gran mentira del estalinismo. Fue acusado de trotskista y deportado a los gélidos campos de concentración de Siberia tras una fracasada "regeneración por el trabajo" picando piedra en las obras de construcción del metro de Moscú. De milagro, escapó del gulag y narró ese sentimiento común que experimentaron muchos camaradas españoles.
González publicó varios libros de títulos muy sutiles sobre su experiencia rusa y su repudio del comunismo: Yo escogí la esclavitud (1950), Vida y muerte en la URSS (1950) y Comunista en España y antiestalinista en la URSS (1952). Una sentencia recogida en este último volumen resume su viraje ideológico: "Yo quería para España un régimen semejante al impuesto por Stalin en la URSS. Y luego la URSS de Stalin ha sido para mí la mayor desilusión, el mayor engaño y el peor fracaso de mi vida". Todas estas obras de los renegados publicadas en los años de la Guerra Fría brindaron una inesperada arma propagandística para el franquismo.
En la lista de renegados, aunque con matices, hay otro nombre ilustre: Jesús Hernández —entre los de la guerra destacan los poumistas Andreu Nin, ejecutado por "espía fascista" y Julián Gorkin—. Miembro del Buró Político del PCE junto a José Díaz y Dolores Ibárruri desde 1932, fue el primer ministro comunista de España, en la cartera de Instrucción Pública, junto a Vicente Uribe (Agricultura). En la URSS era uno de los mejor colocados para hacerse con el liderazgo del Partido, pero diversas discrepancias por el rumbo que debía seguir la formación terminaron por dilapidar su poder. En abril de 1944 fue expulsado.
Jesús Hernández, que se reciclaría en asesor de la embajada yugoslava en México, escribió en 1953 Yo fui un ministro de Stalin. Este libro, según explica el historiador Fernando Hernández González, uno de los autores de la obra colectiva Un siglo de comunismo en España I (Akal), "debe ser leído en clave interna de ajustes de cuentas y reformulación de posiciones entre la oposición antifranquista del exilio a comienzos de los cincuenta" y no como un alegato anticomunista. En ese mismo año se publicó en París Le grande trahison, también de título sugerente y donde se mostró más explícito a la hora de describir los mecanismos soviéticos.
"Cuando una duda planea sobre un camarada extranjero en Moscú, se le retiene en 'el aparato de la IC (Internacional Comunista)'. Se le confía un trabajo en el que tiene que manifestar un verdadero entusiasmo y de lo contrario cae en desgracia. Si el candidato a la muerte lenta no se muestra absolutamente sumiso, se le empieza a dar a entender que el último de los empleados es más digno de consideración que él. Se le hace ir bajando uno por uno los escalafones de la jerarquía del empleo, lo que tiene como consecuencia reducir inmediatamente su tren de vida, incluyendo su domicilio. Si no tiene los nervios bien templados, insiste en su deseo de marcharse de la Unión Soviética. No hace así sino 'confirmar la sospecha' de los encargados de vigilarle y naturalmente espera en vano la respuesta a su solicitud. Desesperado de verse llegar poco a poco a la condición de peón famélico, protesta abiertamente… y así ¡él mismo pronuncia su sentencia de muerte o de deportación!".
En esa misma obra, como recuerda Marta Ruiz Galbete, investigadora de la Universidad Grenoble Alpes (Francia), Jesús Hernández relata que a medida que se iban acercando a la URSS al término de la guerra, los jóvenes españoles que viajaban con él empezaron a lanzar cada mañana por la borda una parte de sus objetos personales y prendas de vestir, convencidos de que nada más atracar se les darían otros mejores. "La anécdota permite hacerse sólo una pálida idea del terrible shock que sufrió la emigración española al llegar al paraíso socialista con que tanto había soñado", apunta.
También por desviarse de la férrea disciplina del Partido, muchos de sus excamaradas, como Santiago Carrillo o Ignacio Gallego, se mofaron de Hernández tildándole de "bon vivant", vendido a los servicios secretos británicos, adicto al "donjuanismo", "degenerado" o "amante de las orgías". Él, ante las enormes carencias de la URSS y el brutal Gran Hermano que allí gobernaba, solía recomendar que se dejara partir hacia América a cuantos españoles lo pidieran. "Los que se queden, se pierden", justificó. Los testimonios de los renegados dan buena fe de la que se perdió en Moscú.