Siete medallas de oro. La noche de Múnich aún está llena de euforia después de la victoria del equipo estadounidense en los relevos 4x100 libres, otorgándole a Mark Spitz, de 22 años, su séptimo título olímpico. Nadie en la historia lo ha conseguido antes y en ese momento resulta impensable que nadie lo vaya a repetir en el futuro. Es tiempo de celebración y alegría: los Juegos Olímpicos con los que Alemania Occidental pretende congraciarse con el resto del mundo tras una larga posguerra están siendo un éxito deportivo, pero también social. No hay incidentes. No hay violencia. La tregua olímpica impone su ley en medio de tiempos convulsos.
Media ciudad festeja mientras la otra mitad duerme. Son las cuatro y media de la madrugada y en la Villa Olímpica reinaría el silencio y el descanso si no fuera por la adrenalina que mantiene despiertos a tantos y tantos deportistas el día antes de sus competiciones. Los atletas entran y salen y vuelven a entrar. Por eso no sorprende que, en medio de la noche, tres taxis se detengan en la entrada y de ellos salgan nueve hombres con bolsas deportivas y atuendo informal.
El que encabeza la comitiva es Mohammed Oudeh, también conocido como Abu Daud, uno de los jefes de Septiembre Negro, la organización terrorista escindida de Fatah y que forma parte del brazo militar de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Daud es el que ha elegido a los ocho chicos que, uno a uno, saltan la valla de acceso a la Villa, el que los ha formado, el que tiene sus pasaportes a buen recaudo para que no huyan de su misión sagrada y el que ha establecido sus jerarquías: Luttit Afif en el papel de líder del comando, el jordano-palestino que viajó diez años atrás a Múnich para estudiar y que no tardó en convertirse en miembro de una de las tantas "células dormidas" que los terroristas han repartido por Europa.
Junto a Issa, como todos le conocen, otros siete fedayines cruzan el césped rumbo al edificio que acoge a la delegación israelí: su lugarteniente, Yusuf Nazzal, alias Tony, Mohammed Safady, Ahmed Chic Thaa, Afif Ahmed, Khalid Jawal, Adnan Al-Gashey y su sobrino Jamal, de apenas 19 años. Se cambian de ropa, sacan las armas de las bolsas y proceden a entrar en el apartamento número uno. No les importa morir, de hecho, lo están deseando. Su objetivo, repetido mil veces en entrevistas posteriores, es hacer que Palestina "participe" en los Juegos Olímpicos después de que el Comité Olímpico Internacional (COI) se negara a aceptar una delegación propia.
Horror televisado
Pese a la hora, Moshe Weinberg está despierto. Es el entrenador del equipo israelí de lucha y en cuanto oye los ruidos en la puerta, corre a cerrarla con su corpachón. No tiene sentido. Los ocho terroristas consiguen entrar y le disparan en la cara. Queda malherido en el suelo hasta que, minutos después, deciden matarlo. Lo que sigue son momentos de confusión, de huidas desesperadas por ventanas y escaleras. Algunos, como el corredor de marcha Saul Adany o el esgrimista Dan Alon, consiguen escapar. Otros diez deportistas quedan atrapados en sus habitaciones y son llevados al apartamento número tres.
Los terroristas atan a sus rehenes, pero uno de ellos intenta plantarles cara. Se trata del halterófilo Yossi Romano, cuya esposa Ilana, muchos años después, revelaría en público lo que le hicieron: cortarle los genitales delante de sus compañeros, obligados a mirar aterrorizados mientras se desangraba. Romano se convierte así en la segunda víctima mortal del secuestro, tirado en un rincón de la habitación mientras los terroristas trasladan sus peticiones a las autoridades alemanas: la liberación inmediata de 236 presos palestinos en cárceles de Israel (entre ellos dos hermanos de Afif) y de dos miembros del grupo terrorista alemán Ejército Rojo.
El joven Al-Gashey queda encargado de vigilar el acceso al balcón. Puede que sea suya la cara que se intuye por televisión detrás de un pasamontañas. Igual que ha llegado la policía, han llegado los medios de comunicación, con la cadena estadounidense ABC a la cabeza. A partir de ahí, el secuestro se emite en vivo, segundo a segundo, vía satélite, para todo el mundo. El primer plazo para liberar a los presos acaba a las doce del mediodía, luego se retrasa a las tres, luego se suspende indefinidamente y los terroristas piden un avión para volar a Egipto con los rehenes.
Todo esto lo ve Abu Daud, orgulloso, por la pequeña pantalla. Daud, que años después será acusado de trabajar a la vez para la OLP y para el gobierno jordano, nunca renegará de lo sucedido: "No eran atletas, eran reservistas del ejército israelí", explicará en su libro Palestina, de Jerusalén a Múnich. Todo esto lo ve también Golda Meir, la primer ministro israelí, horrorizada. Meir, enferma de leucemia, símbolo del laborismo israelí a sus 74 años, tiene que decidir: en sus manos está liberar a los presos y confiar en que los terroristas cumplan su palabra o mantenerse firme ante el desafío.
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No es una decisión fácil, pero a la vez sabe que solo hay una alternativa: "Si cedemos ahora, ningún israelí volverá a sentirse a salvo en ningún lugar del mundo. Es el peor chantaje posible", afirma, en mensaje a su pueblo. Como la República Federal Alemana (RFA) no dispone de unidades de contraterrorismo y su ejército tiene prohibido actuar salvo en caso de guerra, Meir decide enviar un grupo de sus mejores hombres, encabezados por expertos del Mosad, solo que no les dejan entrar en Alemania. O no armados, al menos. Después de las correspondientes negociaciones, dos de ellos acabarán participando en el "grupo de crisis", más como complemento que otra cosa.
Los Al-Gashey en Trípoli
Golda Meir se retuerce en su sillón viendo cómo pasan las horas y los alemanes siguen sin hacer nada. Al caer la noche, los terroristas son trasladados al aeropuerto militar Fürstenfeldbruck, donde les espera un avión. La idea es matarlos en cuanto salgan de los helicópteros en los que viajan junto a los rehenes. Como idea no es mala, pero solo hay cinco francotiradores y ni siquiera son especialistas. Se trata de cinco policías, sin más, que no están coordinados, que no ven bien, y que se acaban disparando entre sí.
El resto es historia: acorralados ante la llegada de más efectivos, Issa y Tony deciden continuar la lucha con sus AK-47 de fabricación soviética. Cuando ven que no tienen opción alguna de salir vivos de ese aeropuerto, uno de ellos tira una granada al helicóptero donde aún esperan, atados a sus asientos, los nueve rehenes israelíes. Prácticamente, todos mueren en el acto. Los que no, morirán en el tiroteo posterior. En total, once jóvenes deportistas que pierden la vida representando a su país.
De entre los terroristas, cinco (Afif, Nazzal, Chic Thaa, Ahmed y Jawal) mueren en el enfrentamiento. Otros tres sobreviven: son Safady y los dos Al-Gashey. La policía alemana los detiene, pero pronto se los quita de encima: el 13 de octubre, dos miembros de Septiembre Negro secuestran el vuelo 615 de Lufthansa, entre Damasco y Frankfurt, con escalas en Beirut, Ankara… Y Múnich. Piden la liberación de sus tres compañeros, que aún ni siquiera han pasado a disposición judicial.
De los terroristas, cinco mueren en el enfrentamiento con la policía y tres sobreviven y son detenidos
La pelota queda en el tejado del canciller Willy Brandt, pero Willy Brandt no es Golda Meir. Willy Brandt no quiere problemas y sabe que los Al-Gashey y Safady son un quebradero de cabeza. Si puede impedir la muerte de decenas de inocentes y quitarse de en medio a los palestinos, miel sobre hojuelas. Gadafi los recibe en Libia con los brazos abiertos, los pasea por las calles como héroes y organiza una rueda de prensa en la que los tres sonríen felices, relajados. Han ganado en Múnich la batalla de la propaganda y han ganado en Trípoli la de la libertad.
Cuando le preguntan a Adnan Al-Gashey si él disparó a algún israelí y le recuerdan que todos iban desarmados, casi le da un ataque de risa. Prefiere no decir si disparó o no. Qué más da. Eran el enemigo, alguien lo haría. Su sobrino esboza una media sonrisa. Golda Meir decide que ya está bien, que alguien tiene que tomar cartas en este asunto.
Operación Cólera de Dios
Los últimos sesenta y los primeros setenta son tiempos violentos, desmedidos. Son los años de mayor intensidad en la guerra de Vietnam, los años de la Guerra de los Seis Días (1967) y de la del Yom Kippur (1973). Poco antes o poco después de la matanza de Múnich, nace la gran mayoría de los grupos terroristas que camparán por Europa las siguientes dos o tres décadas. Grupos que cuentan además con una cierta justificación política, casi moral. Pocos días después del asesinato de los deportistas israelíes, el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre deja claro su punto de vista: "El terrorismo no es bueno −afirma− pero es el único recurso de los que no tienen recursos".
La idea del terrorismo como enemigo común al que dar una respuesta conjunta no existe hasta Múnich
La idea del terrorismo internacional como enemigo común al que dar una respuesta conjunta no existe. Cada uno hace la guerra por su cuenta. Al menos hasta Múnich. Hay cierto consenso en que Múnich es otra cosa. Por ejemplo, los Estados Unidos, que siempre han visto con cierto recelo a las distintas administraciones israelíes y en concreto a la vehemente Meir, deciden que ya no pueden mirar a otro lado. Sin armar demasiado ruido, Nixon y Kissinger deciden que es tiempo de acabar con la doctrina Truman y la CIA dobla sus esfuerzos en la zona.
Con todo, aún queda casi una década hasta que Ronald Reagan anuncie una guerra formal contra el terrorismo, y Golda Meir se siente sola. Al sentirse abandonada por todos sus aliados occidentales, reacciona como han reaccionado los anteriores primeros ministros israelíes en situaciones similares: recurriendo al Mosad. Si llevan casi tres décadas persiguiendo a nazis por todo el mundo, si consiguieron en su momento detener, juzgar y ejecutar a Adolf Eichmann, ¿Por qué no van a poder hacer lo mismo con la OLP y Septiembre Negro?
En su cabeza aún resuenan las risas de Trípoli. Aún resuenan las excusas de las autoridades alemanas. Aún resuenan las palabras de Avery Brundage, el presidente estadounidense del COI: aquel ignominioso "The Games must go on" ("Los Juegos deben continuar") con el que puso punto final a la tragedia israelí cuando los cuerpos de los deportistas aún estaban calientes. Harta, cansada y dolida, Meir autoriza la operación Cólera de Dios. Todos los involucrados en la matanza pasan a ser objetivos militares. Especialmente, Ali Hassan Salameh (Abu Hassan), líder supremo de Septiembre Negro, Abu Daud, cerebro de la operación, y los tres alegres supervivientes del secuestro. No volverá a haber paz para ellos.
La muerte de Salameh
En torno a la Operación Cólera de Dios se mezclan historia y realidad. Es difícil, incluso para Steven Spielberg, que le dedicó casi tres horas de película en Múnich, determinar cuántas de las muertes atribuidas al Mosad durante los años siguientes son de verdad responsabilidad de los servicios secretos israelíes. Ni siquiera hay una cronología fiable de los acontecimientos. Sabemos que, en 1972, Israel mata a Abdel Wael Zwaiter, traductor palestino, y al doctor Mahmoud Hamshari, colocando un explosivo en su teléfono. En 1973, reivindica los asesinatos de Basil Al-Kubaisi, en París; de Husein Al-Bashir, en Chipre; de su sustituto, Zaiad Muchassi, en Atenas, y de Mohammed Bouia, también en la capital francesa.
Ahora bien, a partir de la muerte por error de Ahmed Bouchiki, un camarero palestino, en Lillehammer (Noruega), la cosa cambia. A raíz de esa equivocación −el Mosad está convencido de que ha matado a Ali Hassan Salameh, pero pronto se da cuenta de su error−, la operación se da formalmente como acabada. En ocasiones, el número de ajusticiados se infla por un puro afán propagandístico. Por ejemplo, cuando el propio Salameh muere en 1979, de vuelta de su luna de miel con una ex Miss Universo, Georgina Rizk, el Mosad inmediatamente se atribuye su muerte, pero no queda claro si forma parte de la operación ordenada por Meir años atrás o es uno más de sus habituales asesinatos selectivos.
Aparte de Salameh, la gran obsesión es Abu Daud, pero Daud esquivará todas las balas como un mago del escapismo. Su historia es ajetreada: en 1973, concede una entrevista a la televisión jordana en la que se autoerige como máximo responsable de la matanza de Múnich. En 1977, es detenido en Francia, pero las autoridades lo mandan enseguida a Argelia. Durante esos años, participa activamente en la guerra del Líbano y se instala en Bagdad, acogido por Sadam Hussein.
En 1981, sobrevive a un atentado en la cafetería de un hotel en Varsovia, cuando un encapuchado le dispara trece veces, pero no consigue tumbarle. A partir de ahí, sorprendentemente, deja de ser objetivo público del Mosad hasta su muerte por un fallo renal en 2010. Basta echar un vistazo por YouTube para encontrar a Daud en varios documentales sobre la masacre, explicando con pelos y señales su rol en la misma sin ningún atisbo de arrepentimiento.
El destino de Jamal Al-Gashey
¿Y qué pasa con los tres terroristas liberados el mismo 1972? En principio, solo queda uno vivo. O eso creemos. Tanto la película Múnich (2005) como el oscarizado documental Un día de septiembre (1999) insisten en que Adnan Al-Gashey murió en un atentado en torno a 1978 o 1979 y que Safady siguió sus pasos poco después. Sin embargo, el periodista israelí Aaron J. Klein, en su libro Contraataque (2007), apunta a la muerte natural del primero, por un fallo cardíaco, y a que el segundo seguiría vivo, según sus fuentes en Beirut. Sea como fuere, a Safady no se le ha vuelto a ver desde aquella infausta rueda de prensa en Trípoli.
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A quien sí se le ha visto es a Jamal Al-Gashey. En 1992, concedió una breve entrevista a un periodista palestino, y siete años después, quiso contar su verdad en Un día de septiembre. Obsesionado con la persecución israelí −el director del documental, Kevin McDonald, le definió como "un tipo paranoico"− solo aceptó salir en pantalla si se oscurecía lo suficiente su rostro como para que fuera imposible identificarle. Su postura, con los años, no ha variado: "Lo que hicimos sirvió para que todo el mundo hablara de Palestina −afirma orgulloso en la película−. Antes de Múnich, nadie tenía ni idea de lo que estábamos sufriendo".
Si vive aún, el único que escapó a la venganza israelí está escondido en el norte de África y tiene 69 años
Sabemos, a ciencia cierta, que sobrevivió al Mosad a base de esconderse y entendemos que así sigue: escondido en algún lugar del norte de África, casado y con dos hijas. Si vive, ahora tendrá 69 años, pero tampoco es algo que podamos afirmar con certeza teniendo en cuenta que hace 23 años de su última aparición pública. Si hubiera muerto, tampoco nos habríamos enterado. Está claro que "La Cólera de Dios" no le alcanzó, como no alcanzó a su maestro Abu Daud. El resto se pierde en una especie de neblina.
Cincuenta años después del atentado, el desencuentro entre el gobierno alemán y las familias de Moshe Weinburg, Yossef Romano, Zeev Friedman, David Berger, Jakob Springer, Eliezer Halfin, Yossef Gutfreund, Kehat Schorr, Mark Slavin, Amitzur Shapira y Andre Spitzer, encabezadas por la viuda de este último, es tan doloroso como el primer día. Desde un inicio, las víctimas, incluidos los familiares del policía alemán Anton Fliegerbauer, asesinado durante el tiroteo en el aeropuerto, se han sentido ninguneadas y maltratadas, como si Alemania se preocupara más en ocultar sus fallos que en repararlos.
Alemania ha acordado con las familias de las víctimas una indemnización adicional de 28 millones de euros
Aún no está claro si acudirán este lunes al memorial preparado en su honor en Múnich. Pero su asistencia parece más probable después de que esta semana se haya conocido un acuerdo entre el gobierno alemán y las familias, que incluirá el pago de una indemnización adicional de 28 millones de euros. Esta cantidad se suma a los 4,6 millones de euros aportados en concepto de ayuda humanitaria en 1972 y 2002.
Las relaciones con el COI tampoco son demasiado fluidas. Pese a los intentos de reconciliación mediante sendos homenajes en Londres 2012 y Tokio 2020, las familias siguen dolidas por la decisión de seguir los Juegos con una parte de sus deportistas en la morgue. Un error histórico que perseguirá al olimpismo para siempre, como perseguirá a las autoridades alemanas la decisión de liberar a los asesinos, el postadolescente Jamal Al-Gashey entre ellos, y dejar que la justicia se convirtiera en venganza. Una venganza, por lo demás, incompleta.
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