El pasado jueves 27 de octubre el canciller alemán Olaf Scholz, presidente del conocido como “gobierno del semáforo” por los colores de sus tres partidos integrantes, daba el visto bueno a la adquisición por parte de la empresa estatal china Cosco del 24,9% de las participaciones de la empresa de logística portuaria HHLA en el puerto de Hamburgo. Aunque, en un principio, el acuerdo entre Cosco y HHLA se cifraba en unos sesenta millones de euros por el 35% de las acciones, la intervención estatal redujo ese porcentaje al máximo permitido para una sola operadora a cambio de cuarenta y cinco millones.
El puerto de Hamburgo es el tercero con mayor tráfico de mercancías de Europa, tan solo por detrás del de Róterdam (Países Bajos) y el de Amberes (Bélgica), ambos también con participación de Cosco. Es una alianza que, en principio, beneficia a ambas partes: Cosco, y por extensión China, afianza su control del tráfico marítimo de bienes y materias primas, como el 'Collar de Perlas' que va de Valencia a Hong Kong, mientras que Hamburgo se convierte a su vez en un destino privilegiado para los transportistas chinos, lo que genera más ventas y asegura puestos de trabajo.
Aunque Scholz, exalcalde de Hamburgo entre 2011 y 2018, se ha asegurado de que Cosco no tenga ningún derecho de veto –imaginemos que en un momento dado pretendiera, por orden de Pekín, negar el acceso a las mercancías provenientes de Taiwán–, las críticas por conceder el permiso gubernamental a la operación no han faltado por parte de la oposición ni de sus propios socios de coalición. No en vano, uno de los compromisos del gobierno elegido el año pasado era evitar la dependencia de países extranjeros en infraestructuras vitales.
El ejemplo del gas proveniente de Rusia y los múltiples problemas que ha suscitado el bloqueo posterior a la invasión de Ucrania está demasiado reciente. ¿Quiere arriesgarse Scholz a que el transporte marítimo de mercancías dependa en un momento dado de un gobierno potencialmente hostil como el de Xi Jinping? El prestigioso diario alemán Der Spiegel advertía la semana pasada: “El gobierno federal ha perdido una oportunidad importante para llevar a cabo el rumbo en la política exterior prometido en el acuerdo de coalición (…) La supuesta ventaja para Hamburgo podría convertirse en una desventaja a largo plazo porque podría convertir a Hamburgo en un peón de la política china”.
Por su parte, el presidente de la CDU, Friedrich Merz, manifestó en el programa Morgenmagazin de la cadena ARD, que “otorgar ese permiso está mal”, añadiendo: “No entiendo cómo el canciller federal puede insistir en esto en una situación así”. En términos de política internacional, el momento no parece el más indicado, días después del reforzamiento de la figura de Xi Jinping en el XX Congreso del Partido Comunista Chino, que refrendó sus políticas respecto a la anexión de Taiwán y mostró una abierta hostilidad hacia Occidente.
Scholz tiene programada una visita a China este mismo fin de semana y la prensa local no ha tardado en marcarle la agenda: “Para que el viaje sea un éxito, debe centrarse en la cooperación pragmática y no en la geopolítica, independientemente de la presión de los políticos y los medios occidentales radicales”, publicó a principios de semana el diario estatal Global Times. De momento, Scholz no ha dado muestras de una gran asertividad a la hora de fijar la política internacional de Alemania. Si sus antecesores, Gerhard Schröder y Angela Merkel, destacaron por mirar a otro lado en todo lo que tuviera que ver con Rusia, se teme que a él le pueda pasar lo mismo con China.
Moscas europeas en la telaraña china
Tal vez la clave haya que encontrarla en las palabras del jefe de gobierno del SPD en Hamburgo, Peter Tschentscher, que defendió así el acuerdo: “Es de suma importancia para la seguridad y la independencia de Alemania que el puerto de Hamburgo pueda mantenerse en la competencia internacional y trabajar de manera eficiente”. En resumen, si para sobrevivir económicamente es necesario entrar en la telaraña del gobierno chino, mejor eso que enfrentar una crisis en plena amenaza de recesión.
Porque el caso es que la telaraña china lleva camino de copar el control sobre el tráfico marítimo en todo el mundo. Según un informe publicado este mismo año por la revista El Orden Mundial, el gobierno chino, a través de sus tres grandes operadores portuarios (COSCO, CMG y CK Hutchinson Holdings, aunque esta última sita en Hong Kong y cuenta cuenta con capital privado), controla con algún porcentaje cincuenta y siete de los cien puertos más importantes del mundo. De los diez con más volumen comercial, siete se encuentran en la propia China, mientras que los otros tres -Singapur, Busan (Corea del Sur) y Róterdam-, cuentan con empresas chinas en su accionariado.
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Dicho informe afirma que China “ha construido una red de puertos a lo largo del mundo que abarca ya al menos 88 terminales con propiedad, inversión o derechos de explotación de empresas chinas en 44 países distintos”. La cadena británica BBC los cifra en “casi cien” distribuidos por sesenta países, todo esto antes de formalizarse la operación en Hamburgo y la compra de la casi totalidad del puerto israelí de Haifa por parte de la empresa Shanghai International Port Group. Se calcula que sólo Cosco posee el 20% de Antwerp Terminal, así como el 17,8% de Euromax Terminal (Rotterdam) y el 85%, ni más ni menos, de CEP Zeebrugge, otra de las operadoras del puerto de Amberes-Brujas.
Nueva Ruta Marítima de la Seda
Añadir Hamburgo a esa red es clave, pues el tráfico con Asia supone el 51% de su negocio, siendo China el principal socio comercial con unas cifras cuatro veces superiores a las de Estados Unidos. El norte de Europa no es el único objetivo del gobierno de Xi Jinping: en la actualidad, Cosco dispone también de terminales en España (51% del capital de CSP Valencia y 39,5% del de CSP Bilbao), controla al 100% de Terminal Pireus, la principal empresa del puerto ateniense de El Pireo, y se hizo recientemente con el 40% de Terminal Vado, en el mar de Liguria, entre Niza y Génova, es decir, presidiendo el Mediterráneo.
Más allá de Europa, China posee participaciones en dos estibadoras del canal de Suez, una en Egipto y otra en Arabia Saudí, según informa el diario El Mercantil. De esta manera, Pekín cuenta con ampliar aún más sus exportaciones y abaratar los costes por el camino conformando lo que se ha dado en llamar una “Nueva Ruta Marítima de la Seda”, en recuerdo de la abierta por Marco Polo a finales del siglo XIII.
No deja de ser curioso que tantos países acepten la intervención china en sus infraestructuras cuando el gigante asiático tiene prohibida la entrada de capital extranjero en las suyas. Competir con sus precios es muy complicado: no sólo tienen la materia prima, sino que pueden pagar sueldos escandalosamente bajos a sus trabajadores y ahorrarse los gastos vinculados al cumplimiento de las directivas de medio ambiente. Aparte, este “imperialismo comercial” de Pekín no acaba en el mar, sino que también se está trasladando a las comunicaciones por tierra.
Desde Yiwu a Coslada
En 2013, el gobierno de Xi Jinping, por entonces un recién llegado, inició un ambicioso proyecto que se conoce como “One Road Initiative”. La idea era, además de seguir invirtiendo en el transporte marítimo, unir por tierra China con Oriente Medio, Turquía y Europa. El mayor ejemplo de este grandioso proyecto es el tren que une Yiwu con Madrid, una línea férrea de trece mil kilómetros que permite el traslado de mercancías desde el corazón de China hasta el polígono Cobo Calleja, en Fuenlabrada, considerado el mayor centro comercial de empresarios chinos de toda Europa. De esta manera, Pekín ahorra tiempo respecto al transporte marítimo y dinero respecto al aéreo.
Estas conexiones ferroviarias también permiten a su vez la importación de productos necesarios para los ciudadanos chinos. Los cuarenta contenedores del tren Madrid-Yiwu suelen ir cargados con jamones, aceites y productos de lujo, aprovechando las paradas en Bielorrusia, Rusia o Kazajistán para cargarlos de gas y todo tipo de hidrocarburos. De hecho, la obsesión por los ferrocarriles está también detrás, en parte, de la inversión en el puerto de Hamburgo, pues otorga a Cosco el control sobre la estación de la terminal CCT, con cinco vías y una longitud de vía de 700 metros para el transporte de mercancías.
Sin necesidad de marcharnos de España, el gobierno chino controla a través de sus empresas el 60% de CSP Iberian Zaragoza Rail Terminal, el 51% del operador ferroviario Logitren y el 50% de CSP Iberian Rail Services, que gestiona el puerto seco de Coslada, plataforma logística para la distribución de mercancías situada a las afueras de Madrid, cerca del aeropuerto de Barajas, y conectada por vía férrea con Algeciras, Valencia, Bilbao y Barcelona, cuatro de los puertos más importantes del país.
Enfrentamiento directo con Estados Unidos
Todas estas inversiones han convertido a China en un gigante de los negocios, pujando con Estados Unidos por el control del comercio internacional. No en vano, la amenaza asiática fue uno de los puntales de la campaña de Donald Trump para las elecciones presidenciales de 2016. De enero a noviembre de aquel año, China exportó a Estados Unidos mercancías por valor de 423.431 millones de dólares, mientras Estados Unidos exportaba al país asiático por valor de 104.149, lo que reflejaba un déficit comercial de 319.282 millones.
A eso hay que sumarle la pérdida de puestos de trabajo ante la falta de competitividad frente a empresas que tienen un gobierno detrás y muy poco respeto por los derechos de los trabajadores. Si China tiene los productos, posee la manera más barata de manufacturarlos y encima consigue establecer una red interconectada de puertos y vías férreas que manden esos productos a cada rincón del mundo a un precio ridículo, es cuestión de tiempo que domine por completo el comercio global.
De hecho, China también se ha volcado en la zona de mayor influencia estadounidense: América Latina y el Caribe. Hutchinson Ports, primero, y después Cosco y China Merchants, participan en el control de puertos marítimos por todo el vasto continente, a partir de las privatizaciones de finales de los años noventa y principios de los dos mil. El transporte de mercancías en Ensenada, Veracruz, Kingston, Chancay, Paranaguá o la propia ciudad de Buenos Aires está controlado de alguna manera por alguna de estas empresas chinas. El presidente brasileño, Jair Bolsonaro, se había comprometido a privatizar algunos de los puertos del país para atraer la inversión asiática, pero su derrota electoral deja esa decisión en suspenso.
Objetivos: África y Asia
El problema que surge a partir de esta expansión por todo el mundo es cómo garantizar la inversión en lugares problemáticos como África o Asia. En Occidente es sencillo, puesto que la ley se respeta a rajatabla, pero China no se conforma con Occidente: quiere más y busca influir también económica y políticamente en determinados enclaves de Asia y sobre todo en África, donde Yibuti (en concreto, el estrecho de Bab al Mandeb), Tanzania (el puerto de Dar-es-Salam) y Mali se han convertido en objetivos económicos y comerciales de Pekín.
China se está gastando millones de dólares en la construcción de carreteras y vías de tren que puedan unir fácilmente estos puntos con el resto del continente. El objetivo es vertebrar el transporte dentro de las grandes ciudades y facilitar la comunicación con otras megalópolis. Recordemos que, en la actualidad, hasta cuatro conglomerados urbanos africanos superan los diez millones de habitantes: El Cairo, Lagos, Johannesburgo y Kinsasa. Hay ahí, por un lado, una ingente fuerza de trabajo a buen precio y, por el otro, un surgimiento de clases medias dispuestas a consumir. Adelantarse, aquí, es todo.
Aún así, la estrategia de China en África y Asia es confusa y arriesgada: mezcla la solidaridad con la diplomacia con el puro interés comercial y el principio de un posible control militar: la base naval de Yibuti es la primera establecida fuera de sus fronteras. En ese sentido, no hay mejor ejemplo que el del puerto de Hambantota, en Sri Lanka, arrendado en 2017 por 99 años a China a cambio de una reducción de la gigantesca deuda que el país arrastraba con Pekín.
El objetivo a largo plazo es levantar económicamente África y las zonas más depauperadas de Asia para crear ahí un contrapoder frente a Occidente. Para ello, por supuesto, necesita la paz y la seguridad. Lo que no tiene China es la manera de imponerla… y ahí es donde entra Rusia.
La estabilidad china frente a la amenaza rusa
El desencuentro entre ambas potencias, que tan claro se ha visto con la negativa de Pekín a apoyar explícitamente la invasión de Ucrania, tiene su microcosmos en la visión que cada uno tiene de los países en vías de desarrollo. China, pese a las duras palabras de Xi contra el capitalismo en el pasado Congreso, ha apostado abiertamente por el control del mundo mediante el comercio. En términos puramente marxistas, hacerse con los medios de producción y distribución (la infraestructura) para así dominar política y culturalmente el planeta (la superestructura).
En ese sentido, todo lo que sea inestabilidad y amenazas bélicas convencionales –de las nucleares, ya ni hablamos– perjudican enormemente el negocio chino y su plan para las próximas décadas. Mientras que Rusia piensa que puede dominar desde la amenaza militar. China, sin renunciar a su supuesto derecho sobre determinadas islas del Pacífico, prefiere intentarlo desde el dominio económico. Cualquier desmán de Putin, cualquier exceso nacionalista, no sólo provocaría una reacción inmediata de Occidente… sino que probablemente acabara encontrando la oposición de China.
Dicho esto, cabe preguntarse hasta qué punto la búsqueda de influencia en África y Asia por parte de las dos potencias, con métodos tan diferentes, no acabará chocando y provocando, tarde o temprano, un enfrentamiento entre ambas. China busca que África sea un continente poderoso, pacífico y políticamente viable para poder cobrarse después favores. Rusia, como es habitual, prefiere tirar por el camino de en medio, enviando allí donde hay un conflicto a los mercenarios del Grupo Wagner, dirigidos por el amigo íntimo de Putin, Eugeni Prigozhin.
El Grupo Wagner como gran desestabilizador
Las primeras acciones del Grupo Wagner –en homenaje abierto al compositor favorito de Hitler– tuvieron lugar en Siria, para apoyar al gobierno amigo de Bashar Al-Asad en 2016. Con mercenarios provenientes mayoritariamente de regiones exsoviéticas del Asia Central, el Grupo Wagner funciona como una especie de ejército privado que protege los intereses de Rusia, su gobierno y sus empresas allí donde se pueden ver amenazados.
A lo largo de estos años, sabemos que ha intervenido en Libia en favor del mariscal Jalila Hafter durante la guerra civil que sucedió al régimen de Gadafi, así como en Ruanda, República Centroafricana, Sudán o Mozambique. Otras milicias privadas prorrusas habrían intervenido en conflictos en Angola, Guinea, Guinea-Bissau, Ruanda, Burundi, Gabón, Yemen o Azerbaiyán en operaciones secretas. Allí donde van, aprovechan para saquear lo que pueden. Su objetivo es sembrar el caos donde China querría ver paz y negocio.
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En concreto, el interés ruso en Libia es fácil de entender: hablamos de una de las salidas más importantes de inmigrantes hacia España, Francia o Italia. Si Rusia puede controlar ese flujo y manejarlo a su antojo, dispondrá de una opción más para presionar a la Unión Europea llegado el momento. ¿Le interesa a China una inmigración descontrolada que amenace a su vez sus negocios ya establecidos en Europa? Uno pensaría que no, pero, de nuevo, es un tema que tendrá que hablar con su socio prioritario.
El dilema entre lo urgente y lo importante
No hay duda de que detrás de todos estos movimientos, incluyendo la mencionada compra del puerto de Hamburgo, hay una intención de acabar con el sistema occidental desde dentro mientras Putin lo intenta a bombazos. Ahora bien, en el intervalo, China tiene que mantener este dificilísimo equilibrio intentando agradar lo suficiente a ambas partes: tranquilizar a Rusia posicionándose en contra del unilateralismo occidental… y a la vez buscar el apoyo de los gobiernos occidentales para aumentar su influencia económica. El proceso tiene algo de cuadratura del círculo. De ahí, la sutileza con la que se está llevando, casi en silencio y sin llamar la atención.
Perdidos entre lo urgente –la crisis inminente de materias primas y la amenaza de una gran recesión en toda Europa– y lo importante –evitar por todos los medios depender de una potencia que puede acabar siendo tu enemigo político–, los países occidentales aún no tienen claro qué postura tomar. Parecemos la tortuga que transporta al escorpión al otro lado del río, sabedores de que, en cualquier momento, nos va a clavar el aguijón, pero felicitándonos mientras tanto de que, hasta aquí, todo esté yendo bien. ¿Durante cuánto tiempo? El que Xi Jinping considere necesario.