Dijo Lola Flores que mientras ella tuviese los ojos abiertos, sería como una pantera negra: “Con mi fuerza magnética, yo salvaré a mis hijos de muchas cosas”. Dijo que cuando ella decía las mentiras, las convertía en verdad. Dijo que si estaba siempre guapa es porque el brillo de los ojos no se opera. Dijo que había pecado con la carne “lo normá” y que ella no era mujer de misa porque el Evangelio ya se lo sabía. Dijo que no tenía rival en el país, que había algunas que lo hacían bien, pero que ella tenía “un soplo”: “Yo soy así, intuitiva. Siento palomas por dentro. Salgo a trabajá’ y no sé lo que voy a hacer”. Casi nada.
Hace cien años que nació esta mujer extraterrestre para apretarle las tuercas al mundo, para inyectarnos castellano y refranero en este impero bobo del anglicismo, para reconciliarnos con la raza ibérica que se disipa en el siglo de Apple. Hace cien años que llegó taconeando esta extraordinaria sinvergüenza, esta incansable punki, esta revolucionaria, este paraíso de muslos atado muy fuerte a la vida con el cordón umbilical del entusiasmo.
España se puso por una vez de acuerdo: lo que hacía Lola nada tenía que ver con la música, sino con el carácter, con un espíritu poderoso e inimitable. Psicóloga, folclórica y bruja, enciclopedia emocional de los pies a la cabeza. Al quejío’ de la Faraona no se puede ni aspirar en el Estado del Bienestar, porque ella cantaba todo el cuerpo las fatiguitas del alma, habiendo pasado hambre y penuria y vergüenza, y reventaba de duende y miraba sólo hacia adelante, creciendo en forma de icono y “con más fuerza que Chernóbil”.Lola Flores según Umbral: la mujer fuerte en un país de hombres fuertes donjuán y ama de casa a la vez
La niña de fuego
Lola era una voz resonando en los patios justo en la España gris del silencio. Lola era feminista ya en la época de Franco, cuando ni se barajaba el concepto, y practicaba la sororidad de forma intuitiva repitiendo que su comadre Rocío Jurado era “una piedra de Chipiona que no se pué aguantá”. Si le preguntaban por sus experiencias lésbicas, mire usté: “¿Quién no se ha dao’ un pipazo con una amiga?”.
Cuando la Lola canta por José Alfredo, el sistema solar se reinicia.
"Lola era la niña de fuego de la que hablaba Manolo Caracol, era el azote de las chavalas frígidas que crió la dictadura, era una artista a tiempo completo"
“A ver si saben poner el mundo a tus pies como yo lo hacía. A ver si saben decirte las cosas de amor… que yo te decía”. Lola tenía la boca en las manos, porque hablaba con los dedos, y el órgano latente en las pestañas, porque abanicaba España con rímmel o sin él. Lola era la niña de fuego de la que hablaba Manolo Caracol, era el azote de las chavalas frígidas que crió la dictadura, era una artista a tiempo completo -lavándose los dientes, removiendo la sopa, besando a sus amantes-, un animal ancestral con el que la industria de 2023 no puede ni soñar.
La experiencia más triste
De Lola lo sabemos casi todo porque nos la hemos estudiado de memoria -esa es nuestra forma de quererla bien-, pero en su vida ancha y rica hay episodios menos conocidos para el gran público. Quizás el más triste de todos sea el que aconteció apenas un año después de que se mudase con su familia a Madrid, cuando empezaba a brillar por su arte en los tablaos pero las estrecheces económicas no le daban tregua. Su padre había vendido todo lo que tenía en la mano para apoyarla en sus comienzos y ella no viviría en paz hasta devolverle esa deuda. Estaba dispuesta a pagarla hasta con su propia carne en brazos de un hombre que no deseaba: así de terrible era su lealtad a los suyos.
Lo cuenta Juan Ignacio García Garzón en su obra El volcán y la brisa, unas memorias que publicó siete años después de la muerte de Lola. Resulta que las palabras exactas de ella fueron las siguientes: “El hombre bebía los vientos por mí. Yo no estaba dispuesta a dejarme querer si no era por alguna compensación de dinero. Salimos varias veces, y él a lo suyo; y yo, a resistirme. Hasta que un día me dijo: '¿Tú necesitas dinero?'. Y yo le dije: 'Sí, 50.000 pesetas”.
El tipo, loco por ella, salió enseguida del restaurante en el que estaban cenado y volvió al poco con el dinero en las manos. “Me dijo: 'Aquí lo tienes, vámonos'. Le contesté: 'No, perdona, pero hoy no podría irme contigo a ningún sitio. Mañana te doy mi palabra de que iré a dónde tú quieras'. Y así fue. Me citó en Hotel Nacional y allí acudí a pagar con mi cuerpo la deuda contraída”, contaba la Flores con dolor. Sin mediar palabra, al salir de allí, fue directamente a casa de sus padres y les dejó el dinero en la mesa. Les pidió, por favor, que jamás le preguntaran cómo lo había conseguido. Ellos entendieron lo suficiente y rompieron a llorar.
Su amigo Rappel contó que para Lola esto fue “una humillación”, pero a la vez “una gran satisfacción porque zanjaba una deuda importante con sus padres, que habían hecho un gran sacrificio por ella”. Al contrario de lo que se pueda pensar -teniendo en cuenta su sexualidad vibrante, su apertura de miras, su desenvoltura y su libertad-, recuerda su colega que en el fondo “era recatada y tímida”.
Abortos y un plan
Se practicó un par de abortos. Ella los llamaba “embarazos que se quitó”: “Y lo hice a conciencia porque no quería parir hijos sin casarme por la iglesia y ofrecerle un hogar a mi familia. Hasta para eso tuve cabeza”, declaró entonces, con su infinita entereza y dignidad.
Lola tenía un plan. Era una matriarca antes de serlo. Su vocación era el clan, la tribu, la descendencia, el abrazo a sus polluelos -que la seguirían al fin del mundo-. Flores quería a su Antonio, El Pescaílla, pero tenía claro que “una cosa es el sexo y otra cosa es el cariño”. Con los años se volvieron prácticamente hermanos. Dormían en camas diferentes, ella llevaba “los pantalones” y alimentaba a toda la estirpe, él se encargaba del negocio común, el restaurante Caripén. A sus hijos les prometieron que vivirían siempre bajo el mismo techo. Ahora: los caminos del deseo son inescrutables, y los de ella corrían largo y lejos.
Antonio Carrasco, El Junco, un chico de 17 años que había contratado para su compañía de baile. Ella tenía 43.
Tuvo varios amores, varias aventurillas, pero el delirio se lo arrancó solo un hombre, o, mejor dicho, un chaval: el gitano Antonio Carrasco, El Junco, un chico de 17 años que había contratado para su compañía de baile. Ella tenía 43. Lo amó hasta su muerte -de hecho, pocas semanas antes de fallecer tuvo un último encuentro lúbrico y romántico con él-, lo convirtió en el eje de su doble vida, y organizó su existencia en base a los momentos felices y calientes que pasaba con él al estilo clandestino.
Celos y chulos
Los que la trataban decían que cuando hablaba de él se refería a un “fuego que le quemaba” -tocándose los pechos, bajando hasta el vientre- y que sentía la necesidad de apagar, porque era un hombre “al que quiero con locura y que me corresponde”.
El Junco se casó con la cantaora Marta Amaya pero jamás dejó de verse con Lola. Aunque no acudió a su funeral porque presuntamente se lo “desaconsejaron”, tiempo más tarde recorrió platós de todo tipo contando su historia, lo que disgustó sobremanera a Lolita y a Rosario Flores.
Así arrancó su historia, según sus propias palabras: "Yo soy bailaor. Estando trabajando en "El Platero", un "tablao" de Marbella, llegó una noche Lola y Antonio, su marido porque querían contratarme para su próximo espectáculo, "La Guapa de Cádiz", que se estrenó dos años después. Medió el representante, Pulpón, firmándome una exclusiva de doce años con la compañía de Lola Flores, en calidad de primer bailarín de su cuadro flamenco. Yo estaba bien considerado, era un buen bailaor”, contó.
“La relación que Lola y yo tuvimos comenzó cuatro o cinco años después de mi contrato. Recuerdo que cierta mujer iba mucho a visitar a Antonio González a su camarín, y entonces Lola cogió celos. Aquella pasión que sentía por Antonio dejó de existir y Lola comentó que se le había caído la venda de los ojos”, siguió expresando, con afán de excusar lo que comenzó siendo un escarceo y luego se convertiría en la vida entera.
"Yo era su amor en la sombra”, apuntó. “Sentía que eso estaba mal, que no gustaba entre los míos, pero a ella me la puso Dios, el Divino, en mi camino… Nunca hablamos Antonio González y yo de eso. Y yo no podía salir con ella por la calle para no perjudicarla. Los amigos de Lola sí que me aceptaron. Nuestro amor fue muy difícil. Llorábamos juntos. Quería estar conmigo todo el tiempo posible, pero no tanto como yo deseaba. Y nunca le pedí que dejara a los suyos, su casa, su familia y se viniera a vivir conmigo”.
"Nuestro amor fue muy difícil. Llorábamos juntos. Quería estar conmigo todo el tiempo posible, pero no tanto como yo deseaba", decía El Junco
La historia fue radical: Lola era tan celosa que le pidió a su amante que se retirase del baile y le aseguró que ella le mantendría, tanto a él como a su esposa como a los hijos que tuviese. Le alquiló un bar, le compró un piso… y hasta le pagó a la madre del Junco -su suegra postiza- una operación de menisco. Es sabido que la Faraona no escatimaba. 30 años estuvieron juntos: todos fueron un sacrificio para él, porque Lola entendía el amor desde la renuncia. Aunque le adoraba, le exigía la misma fiereza en el romance que ella misma destilaba. “Fue lo que más quise en este mundo”, llegó a decir el gitano enamorado.
Lola Flores fue la hembra total, la que experimentó hasta la médula todas las emociones salvajes y pagó todos sus precios, religiosamente. Extrañaremos siempre a la artista que nos enseñó -como gritaba ella con su entonación única antes de arrancarse por su versión de Hey, de Julio Iglesias- que el amor “casi nunca es correspondido con la misma fuerza por parte de los dos”, que “uno siempre quiere más que el otro”. “Ahora, de tener que elegir, siempre es preferible querer a dejarse querer”. Y amén.
Lola es para toda la vida. Como una pasión venérea o una enfermedad terminal.