En 1325, los mexicas (o aztecas), una tribu nómada proveniente de una mítica tierra del norte llamada Aztlán, buscaban una tierra prometida en la que asentarse. Cuenta la leyenda que reconocerían su nuevo hogar cuando se encontraran con un águila posada sobre un arbusto mientras sostenía una serpiente en el pico.
En México esta historia es conocida como la fundación de la gran Tenochtitlan que significa, literalmente, territorio muy amplio, y que llegó a ser una de las tres ciudades más grandes de la Tierra en su época, con una población de más de 200.000 habitantes.
Los aztecas construyeron carreteras por todo su imperio estrechando el comercio entre sus ciudades y su sociedad floreció desarrollando un sistema de clases, que incluía gobernantes, nobles, siervos, sirvientes y esclavos. Además, se levantaron grandes pirámides sobre las que se sacrificaban al año más de 20.000 personas en rituales en favor de los dioses, provocando el odio del resto de pueblos nativos contra su política de imperialismo y terror.
Pero en 1519 todo cambiaría. Hernán Cortés unió en una gran alianza al resto de pueblos mexicanos oprimidos, que ayudaron al pequeño ejército español, con menos de un millar de soldados, a derribar el Imperio azteca. Y fue una batalla, donde los españoles vencieron a 200.000 indígenas, el inicio de su caída: la batalla de Otumba.
Hernán Cortés, prófugo del Imperio español
Diego Velázquez, gobernador de Cuba y uno de los hombres más poderosos de España en América en aquel entonces, había obtenido permiso de la Corona para explorar las costas de esas tierras desconocidas para los europeos. Con tal fin nombró a su amigo y hombre de confianza, Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano, como dirigente de la tercera expedición a México con instrucciones muy claras: explorar, negociar con los nativos la obtención de riquezas y capturar esclavos para llevarlos a Cuba.
Sin embargo, Cortés tenía otros planes y desobedeció las instrucciones de Velázquez para tratar de conquistar el rico imperio que las anteriores expediciones decían que existía en aquellas tierras, por lo que, cuando llegaron a las costas del actual México, lo hicieron como prófugos de la justicia, sabedores de que su traición les podía costar la muerte.
Por eso, lo primero que hizo Cortés una vez alcanzadas las costas de Mesoamérica, fue fundar una nueva ciudad, la Villa Rica de la Vera Cruz, lo que les permitiría hacer una petición ante el emperador Carlos I para liberarse de la autoridad del gobernador de Cuba.
Poco a poco, Cortés y sus aliados fueron penetrando en México provocando que, ante su imparable marcha, el emperador azteca, Moctezuma, decidiera ganar tiempo permitiéndoles entrar en Tenochtitlán, su capital, de manera pacífica, en noviembre de 1519. Sin embargo, Cortés tuvo que abandonar apresuradamente la ciudad a comienzos de 1520 para hacer frente en Veracruz a una expedición de castigo enviada desde Cuba por Diego Velázquez.
Cuando Cortés regresó a Tenochtitlán, el 24 de junio de 1520, encontró la ciudad sublevada tras la conocida como “matanza del Templo Mayor”, durante la cual los españoles que se habían quedado en la capital, habían ordenado la muerte de algunos notables aztecas que les habían parecido sospechosos, provocando que, tras intentar utilizar a Moctezuma para calmar los ánimos, este fuera lapidado por sus propios súbditos.
En la llamada Noche Triste, el 30 de junio de 1520, Cortés y sus hombres se vieron obligados a huir de la ciudad, acosados por los aztecas, que les provocaron miles de bajas y la mayor derrota española desde que habían llegado al Nuevo Mundo. De los 8.000 hombres que emprendieron la huida, menos de un millar lograron escapar de Tenochtitlán, perdiendo por el camino todos los caballos (menos 20), toda la artillería y casi toda la pólvora y arcabuces. Al amanecer, los supervivientes se reunieron para hacer el recuento de bajas provocando que a Cortés se le saltaran las lágrimas de los ojos. Aquella masacre sería el prólogo de una de las batallas más desproporcionadas de la historia y una de las victorias más inesperadas de todos los tiempos que además selló el destino del Imperio azteca.
[El día en el que el marino español Antonio de Oquendo venció a la Armada Invencible holandesa]
Huid insensatos
Cortés decidió huir a las tierras de los tlaxcaltecas, unos de sus mayores aliados y con los que el español había contado casi desde que había desembarcado en las costas de México. Los tlaxcaltecas llevaban generaciones siendo asesinados, expoliados y sacrificados por los aztecas en sus macabros rituales, por lo que tenían poderosas razones para ayudar a Cortés.
El viaje de camino a Tlaxcala fue infernal, pero podría haber sido todavía peor, ya que los aztecas se entretuvieron festejando la victoria, dando a los españoles una ventaja vital en su huida. Con menos de 600 hombres, exhaustos y hostigados por grupos de indígenas que les perseguían e iban sumando más bajas a su pequeño contingente, Cortés lideró a sus tropas y a unos 1.000 tlaxcaltecas que los acompañaron durante seis días, hasta que el 7 de julio de 1520, llegaron a las llanuras de Otumba, donde reorganizaron sus escasas fuerzas en un terreno más favorable dispuesto a plantar batalla. Allí se decidiría todo.
El emperador que había sucedido a Moctezuma, Cuitláhuac, quería aniquilar a los españoles a cualquier precio antes de que llegaran a las tierras de sus aliados, por lo que decidió enviar tras ellos a todos sus guerreros y a todos sus aliados. Pero los mexicas tenían debilidad: querían capturarlos con vida. Cuitláhuac no pretendía matarlos en combate, sino hacerlos prisioneros para emplearlos en sus sacrificios rituales a los dioses. Esta táctica requería un esfuerzo extraordinario, pero tenían el convencimiento de que si sacrificaban a los grandes guerreros españoles se ganarían los favores de los dioses para la eternidad.
Los españoles eran poco más de 600, 20 de ellos a caballo, 12 ballesteros y siete arcabuceros, con poca pólvora y pocos virotes de ballesta, pero habían demostrado ser enemigos temibles y muy difíciles de vencer debido, sobre todo, a sus corazas y armamento.
Los exploradores informaron a Cortés del enorme ejército que les cortaba el paso en todas las direcciones hasta donde alcanzaba la vista, así que no había otra alternativa que combatir. La rendición equivalía a ser sacrificado.
600 españoles contra 200.000 aztecas
Cuitláhuac había ordenado la persecución a su hermano Matlatzincatzin, mientras él permanecía en Tenochtitlán para combatir a los pocos españoles que no habían podido escapar y para neutralizar a algunos de sus compatriotas que habían sido fieles a los españoles.
Cuando Matlatzincatzin vio la inferioridad numérica de los de Cortés, ordenó que sus 200.000 guerreros los rodearan, lo que provocó que las tropas españolas hicieran un círculo colocando a los piqueros en la parte exterior para repeler los ataques. Cuando el conquistador contempló las hordas de enemigos proclamó en alto que “los españoles, entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar. La pequeña hueste parecía una goleta combatida por las olas”, y dio orden de atacar.
Envió a su caballería, encabezada por el propio Cortés, para arremeter contra la marea, sorprendiendo a los aztecas con una galopada que les introdujo en mitad del ejército enemigo antes de retroceder junto a su pequeño ejército ordenadamente, repitiendo una y otra vez las cargas mientras los piqueros contenían a duras penas las furiosas acometidas de los aztecas.
Durante cuatro horas, los españoles y sus aliados resistieron los ataques bien protegidos por sus corazas y armaduras y rompieron el cerco causando graves bajas a sus adversarios, pero los aztecas reemplazaban en el acto las bajas con nuevas tropas que volvían a cargar contra los de Cortés. No se veía una solución a aquel desproporcionado enfrentamiento, el número de soldados enemigos parecía infinito y era cuestión de tiempo que el cansancio y la superioridad numérica acabaran imponiéndose.
Fue entonces cuando uno de los capitanes de Cortés identificó en un pequeño cerro a un adornado guerrero azteca, que dedujeron podría ser el jefe del ejército, Matlatzincatzin, fácilmente distinguible bajo un enorme estandarte real de color negro sobre fondo rojo. La única oportunidad para lograr la victoria y salvarse pasaba por hacerse con aquel estandarte y matar al jefe azteca, ya que, en Mesoamérica, cualquiera de estas dos acciones solía considerarse el fin del combate.
Por Santiago
Cortés comunicó a sus hombres más cercanos su plan: realizar una suicida carga de caballería para romper el cerco y llegar al cerro donde estaba Matlatzincatzin, confiado en el temor que infundía la caballería en los aztecas. Se hizo acompañar por cuatro de sus capitanes y, tras invocar a Santiago, los cinco jinetes se abrieron paso arrasando con todo y todos a su paso y llegando a la posición donde estaba apostado el hermano del emperador, al que abatieron.
Tras capturar su estandarte, Cortés, montado en su caballo, lo izó ostentosamente para que fuera visto como una clara señal de victoria, provocando que el ejército azteca rompiera filas y comenzara la retirada huyendo en desbandada. “Y con su muerte, cesó aquella guerra”, escribió Hernán Cortés al emperador Carlos I anunciando el desenlace de una de las batallas más estudiadas por la historia militar, como un modelo de valor y heroísmo, y más desconocida por el público en general.
Tras la victoria, los españoles y los tlaxcaltecas se replegaron a Tlaxcala sin oposición.
Días después, el emperador Cuitláhuac envió emisarios a los tlaxcaltecas ofreciéndoles la paz a cambio de Cortés y sus hombres, pero se negaron y en su lugar firmaron una nueva alianza con los españoles para conquistar Tenochtitlán tras descansar 20 días, recomponer su ejército y traer de Veracruz artillería y armamento.
El emperador Cuitláhuac murió el 25 de noviembre de 1520 a consecuencia de la epidemia de viruela que habían llevado los europeos y que había comenzado a diezmar a la población indígena meses antes.
El 30 de mayo de 1521, comenzó el sitio de Tenochtitlán. Durante 75 días la ciudad resistió el asedio, hasta que el 13 de agosto de 1521, Cuauhtémoc, su último emperador, fue capturado, marcando el fin del Imperio azteca.
Las consecuencias de la batalla de Otumba para la historia del ser humano siguen sin comprenderse y reconocerse en su totalidad en la actualidad. Los españoles pasaron de ser fugitivos huidos a vencedores, sin prácticamente bajas, de una de las batallas más grandes de la historia y la mayor jamás librada en suelo mexicano. El golpe de audacia de Hernán Cortés es, probablemente, una de las acciones más inteligentes y brillantes de la historia bélica.
Hoy, un túmulo conmemorativo en forma de cúpula recuerda el lugar de la batalla que selló el destino del Imperio azteca, la batalla de Otumba.