En 1872 el arqueólogo Heinrich Schliemann escribía en una carta al Rey de Grecia: "Majestad, he encontrado a sus antepasados". Este hijo de un humilde pastor protestante se enamoró de las civilizaciones antiguas a través de los relatos que le contaba su padre y durante uno de sus viajes, visitó Pompeya, una ciudad que durante mucho tiempo se había creído que era una leyenda.
Allí recordó los relatos sobre la Guerra de Troya y comenzó a preguntarse si no estaría también basada en hechos reales. Convencido de que los poemas de Homero describían una realidad histórica, pensó que sería posible encontrarla leyendo éstos y otros textos que los antiguos habían dejado, así que, en 1868 partió junto a un grupo de exploradores a la isla de Ítaca donde, en 1870, finalmente, la encontraron.
Schliemann tuvo que enfrentarse en vida a grandes críticas, burlas y risas y la comunidad científica negaba todos sus descubrimientos, aunque finalmente tuvieron que darle la razón. Algo similar le ocurrió a un zaragozano que, en 1738, convirtió en realidad aquel cuento de hadas que inspiraría a Heinrich Schliemann más de un siglo después: Roque Joaquín de Alcubierre y el descubrimiento de la legendaria ciudad de Pompeya.
¿Mito o realidad?
En sus célebres cartas al historiador Tácito, Plinio el Joven cuenta lo ocurrido aquel fatídico 24 de octubre del año 79 de nuestra era. En sus textos relata el estruendo y la inmensa nube negra que empezó a emerger del Vesubio que puso en alerta a su tío, Plinio el Viejo, que fallecería esa misma noche debido a los gases azufre procedentes del volcán que se habían mezclado con el aire, quien ordenó de inmediato preparar varios barcos para poner rumbo a la ciudad de Estabia, situada a seis kilómetros al sur de Pompeya, con la intención de ayudar a huir a la población amenazada por la furia del volcán.
Los estudiosos creían que aquel relato, aquella descripción de los hechos, era un cuento, una ficción, una fantasía, al igual que la Atlántida o Troya, que no se trataba de una referencia real. Con el tiempo, la localización de aquellas ciudades se había ido olvidando y la última referencia de su existencia databa de 1550 cuando, mientras se intentaba encauzar un río de la zona, se hallaron algunos restos a los que nadie dio importancia.
Hasta que llegó Roque Joaquín de Alcubierre Morales, un zaragozano nacido el 16 de agosto de 1702. Alcubierre ingresó como voluntario en el cuerpo de ingenieros militares, fue adiestrado en la construcción de fortificaciones y en 1738 viajó a Italia como capitán para trabajar a las órdenes del rey de Nápoles y Sicilia, Carlos de Borbón, futuro Carlos III de España.
Desenterrando Herculano
El Rey le encomendó el trazado de la planta de su futuro palacio en una finca de la localidad de Portici, cerca de Nápoles, pero mientras ejecutaba esos trabajos, algunos habitantes de la zona le informaron sobre numerosos hallazgos de objetos antiguos e incluso hablaban de una ciudad romana enterrada bajo metros de lava.
Tras recopilar toda la información realizó un informe para el Rey, a quien solicitó insistentemente su consentimiento para realizar una excavación sistemática en busca de tesoros antiguos, permiso que le fue concedido casi un año más tarde.
Los restos que fueron emergiendo de su pequeña excavación resultaron de una envergadura y de un valor incalculable. Empezaron a descubrir estatuas, mosaicos, estructuras, villas… Hasta que se toparon con un muro con una inscripción en la que se podía leer una expresión de bienvenida a una antigua ciudad romana más pequeña que Pompeya y que, al igual que esta, había sido sepultada por la erupción del Vesubio: Herculano.
Y todas las piezas encajaron. La leyenda era real, sólo había que volver a sacarla a la luz.
El Rey autorizó unas excavaciones a gran escala que fueron realmente complicadas, ya que la ciudad estaba sepultada bajo una capa sólida de lava de varios metros, pero pese a ello se consiguieron recuperar auténticos tesoros arqueológicos.
El fin de un mito: Pompeya
Diez años más tarde y animado por el éxito de Herculano, Alcubierre decidió probar fortuna con una pequeña cuadrilla de obreros en una zona cercana conocida como Civita, donde comenzó a excavar en 1748.
Ocho años más tarde se habían recuperado 800 frescos, 350 estatuas, 1.000 vasos, 800 manuscritos… Alcubierre había iniciado, sin saberlo, las prospecciones de una ciudad que identificó en 1763, Pompeya, gracias a una inscripción en la que figuraba el título oficial de la ciudad “Res Publica Pompeianorum”. Lo más extraordinario de aquel lugar era que sus habitantes y estructuras se habían preservado intactos al ser sepultados y petrificados por la erupción del Vesubio.
Esta excavación revolucionó el mundo de la arqueología porque nunca antes se había contado con tanta información. El hallazgo fue uno de los sucesos culturales que más admiración causaron en la Europa del siglo XVIII, obligando a un cambio radical en el concepto de excavación arqueológica ya que, hasta ese momento, solo interesaba conseguir obras artísticas para engrosar las colecciones privadas y estatales de objetos lujosos. A partir de Alcubierre, empezó a resultar sumamente atractivo conocer la vida cotidiana de los romanos de aquellas urbes que durante siglos habían permanecido cubiertas por la lava. De repente interesaba más el estudio que la recopilación de objetos.
[Cuando el Cardenal Cisneros conquistó Orán para Fernando el Católico en menos de dos horas]
Padre de la Arqueología
Pero a pesar de haber sacado a la luz nada menos que tres ciudades enteras (la tercera fue Estabia), Alcubierre sufrió rencillas, intrigas y críticas de colegas que le atacarían y desprestigiarían, ganándose mala fama y hasta una leyenda negra porque las excavaciones se habían hecho de manera secreta y discreta para disgusto de algunos especialistas arqueólogos, que querían saber qué estaba pasando en Pompeya, motivo por el cual finalmente fue apartado de las excavaciones.
Alcubierre cambió el rumbo de la arqueología y por eso se le considera el padre de esta disciplina, pasando de ser un oficio con el que se buscaban tesoros antiguos a ser un arte con el que se estudia el mundo antiguo. Aun así, para muchos la hazaña de este ingeniero militar español todavía es desconocida, cayó en el olvido y apenas se le ha reconocido su trabajo.
Tras su muerte, en marzo de 1780, el rey de Nápoles concedió a la esposa del olvidado Alcubierre, en atención a los servicios prestados, a su numerosa familia y a la honrada pobreza en que vivía, una pensión anual de 150 ducados.