14 septiembre, 2024 02:36

Todos hemos oído alguna vez la horrible historia de Josef Mengele, un oficial nazi que fue uno de los médicos de cabecera más respetados de la Alemania de Hitler. Recibió el sobrenombre de Ángel de la muerte debido a los atroces experimentos que realizaba en su quirófano particular: el campo de concentración de Auschwitz.

Menos conocida es Herta Oberhauser, otra nazi condenada en los juicios de Nuremberg por las brutalidades que perpetraba a los presos de los campos de concentración mientras experimentaba la efectividad de la sulfonamida en las heridas de guerra de los soldados alemanes.

Para ello, Oberhauser infligía heridas a los presos, normalmente, mujeres, con madera, clavos oxidados, vidrios, suciedad y todo tipo de elemento que pudiera provocar una herida similar a las del frente de batalla para después tratarlas con sulfonamida. Llegó a infectarlas con enfermedades como la malaria para comprobar en qué tipo de ambientes era efectivo o no este fármaco.

En 1968, otro macabro y cruel experimento se realizó en Estados Unidos para estudiar los efectos del hacinamiento por sobrepoblación. No sobrevivió ninguno de los sujetos y la sociedad utópica que se había creado para ellos acabó convertida en un infierno. Este experimento se llamó: Universo 25.

Un mundo sin futuro

A mediados del siglo XX, el mundo temblaba con la idea de la sobrepoblación, un problema que desvelaba a científicos de todo el mundo, quienes anticipaban un futuro apocalíptico donde la escasez de recursos provocada por el aumento sin control de la población humana potenciaría las guerras y los desastres medioambientales.

El crecimiento de nuestra especie era exponencial, el crimen también estaba aumentando y las ciudades se habían hipertrofiado. Por ello, algunos científicos se preguntaban si sería la propia sobrepoblación la causante del desproporcionado aumento del crimen, lo que acabaría provocando que nuestra sociedad colapsara sin necesidad de que nos faltasen los recursos.

John Bumpass Calhoun, investigador del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos.

John Bumpass Calhoun, investigador del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos. Wikimedia Commons null

Con esta premisa, John Bumpass Calhoun, un destacado investigador del comportamiento del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos, en Bethesda, Maryland, decidió realizar un experimento para probar todas esas teorías. Y como no podía emplear humanos, utilizó ratones.

El experimento

Conocido como Universo 25, el experimento comenzó el 9 de julio de 1968 y se basaba en crear un Edén, un paraíso, un mundo ideal donde los roedores contasen con agua y comida ilimitada, cientos de nidos a su disposición, condiciones ambientales perfectas y ausencia total de depredadores. Era un sueño hecho realidad.

En este recinto, que medía poco más de siete metros cuadrados y que podía dar cobijo a 3.500 ratones, introdujo cuatro hembras y cuatro machos para observar cómo cambiaban los roles sociales y cómo el crecimiento de la población iba haciendo mella, a partir de unos pocos individuos, al igual que ocurre en la naturaleza.

La hipótesis de la que se partía era que llegaría un momento en que se alcanzase un punto crítico de población, que se estimaba a partir de una serie de cálculos que dependía fundamentalmente del área del recinto. Pero jamás se alcanzó ese punto crítico, ya que la población colapsó mucho antes.

Los ocho ratones no tardaron en ser multitud y en menos de un año ya eran 620, en un crecimiento exponencial, hasta que comenzó a suavizarse por algún motivo desconocido, ya que seguía habiendo recursos ilimitados. El crecimiento se fue estancando y las camadas eran cada vez más escasas mientras la mortalidad ascendía.

De paraíso a infierno

Aquella utopía, aquel paraíso, se había convertido en un infierno, no por las amenazas externas, sino por las internas ya que, al haber menos espacio, los animales empezaron a modificar su comportamiento.

Muchas de las hembras dejaron de reproducirse y se retiraban a nidos aislados viviendo como ermitañas, algunos machos se alejaban de los nidos y comenzaron a vivir solamente en la zona donde estaba el alimento, completamente inadaptados, las peleas eran continuas y casi todos los ratones tenían heridas o cicatrices por disputas territoriales.

También aparecieron nuevas prácticas sexuales sin discriminación de sexos, para luego pasar a una abstinencia completa, algunas madres descuidaban a sus crías e incluso las mataban disparando la tasa de mortalidad infantil hasta el 96 % y los machos más fuertes mostraban una agresividad extrema llegando al canibalismo.

Existía un grupo al que Calhoun bautizó como “los guapos” que eran los únicos que parecían mantenerse al margen de la barbarie y cuyo comportamiento se limitaba a conductas de higiene, comer y dormir, pero probablemente se debía su genética, ya que eran consecuencia del incesto.

Ratones de laboratorio.

Ratones de laboratorio. Wikimedia Commons null

A pesar de todos estos problemas, la población siguió creciendo, aunque muy lentamente. En marzo de 1970, menos de dos años desde el inicio del experimento, nació el último ratón de Universo 25, un paraíso convertido en un infierno en el que convivían 2.200 animales. A partir de ese momento, su sociedad entró en lo que Calhoun denominó “drenaje conductual”, en el que olvidaron como aparearse, criar o interactuar, provocando que en 1973 falleciese el último de los individuos. Universo 25 dejó definitivamente de existir.

La extinción de una comunidad

Cuando presentó las conclusiones del estudio, extrapoló este experimento con ratones a nuestras sociedades, cuando realmente no son comparables, ya que en Universo 25 se desecharon variables fundamentales. A pesar de ello, argumentaba que el hacinamiento podría provocar la muerte del espíritu incluso satisfaciendo todas las necesidades físicas y creía firmemente que el destino de la población de ratones era una metáfora del potencial destino del ser humano.

Hoy en día, la interpretación de Calhoun no se sostiene, ya que se sabe que el problema no era la densidad de población en sí, sino el diseño del experimento, que facilitaba a los ratones más fuertes acaparar los mejores espacios creando una desigualdad artificial. La clave no residía en la cantidad de individuos, sino en el número de interacciones que todos ellos se veían obligados a realizar por la sobrepoblación.

Estudios posteriores han demostrado que las personas se adaptan al hacinamiento de formas que los ratones jamás podrían. Además, en la naturaleza, ninguna población crece indefinidamente, ya que está limitada por depredadores y recursos disponibles, por lo que crecen hasta que el entorno no puede cobijar más, momento en el que aumenta la tasa de mortalidad y baja la de natalidad hasta volver a equilibrarse.

A pesar de las críticas que recibió, tanto por las variables elegidas para crear un espacio supuestamente ideal, como por la evidente crueldad con los animales empleados, repitió en varias ocasiones el experimento. El resultado siempre era el mismo. Antes de llegar a su punto crítico, la comunidad de ratones se extinguía.

Lo que sí parece que demostró Calhoun, fue que la abundancia material no garantiza la felicidad, ni del individuo, ni de la sociedad. Al menos, en los ratones…