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“Yo no intentaba descubrir la penicilina, me tropecé con ella”, reconocía Alexander Fleming, médico escocés nacido en 1881. Su viaje se había iniciado cuando le encargaron participar en un tratado de bacteriología. La casualidad quiso que Fleming dejara inconcluso su trabajo durante unos días y, cuando volvió a su laboratorio del Hospital St. Mary’s en Londres, observó algo maravilloso: un hongo que había contaminado una placa de ensayo había inhibido el crecimiento del estafilococo que había en ella.

Era septiembre de 1928 y Alexander Fleming acababa de descubrir la penicilina. No sería hasta la Segunda Guerra Mundial que su uso se generalizó, gracias a un equipo de Oxford que, tras retomar el descubrimiento de Fleming, logró producirla en cantidades masivas.

Cada soldado estadounidense, de los tres millones que desembarcaron en Normandía entre junio y agosto de 1944, portaba su dosis de penicilina. Mientras, en su país, cientos de afroamericanos no podían usarla, ya que estaban siendo “tratados” para un experimento del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos que duraría 40 años con el que se quería estudiar cómo los humanos morían por sífilis y que es considerado uno de los más infames de la historia: el Experimento Tuskegee.

La enfermedad

La sífilis es una enfermedad infecciosa producida por una bacteria y que se transmite principalmente por contacto sexual. Produce úlceras y manchas rojas, lesiones en el sistema nervioso y en el aparato circulatorio. Aunque tratada a tiempo tiene una cura sencilla sin dejar secuelas, si no se trata, puede llegar a ocasionar la muerte.

En 1932, los tratamientos para la sífilis eran muy tóxicos, peligrosos y de una efectividad cuestionable. Por ello, un equipo de la sección de enfermedades venéreas del Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos decidió realizar un estudio para comprobar si los beneficios de estos tratamientos compensaban su toxicidad y para reconocer las diferentes etapas de la enfermedad. Tenían la intención de desarrollar tratamientos adecuados para cada una de ellas.

El experimento se haría a través del Instituto Tuskegee y duraría ocho meses. Los sujetos serían varones negros del condado de Macon, en Alabama, que posteriormente serían tratados con los medicamentos disponibles. La participación en el estudio les garantizaba gratuitamente tratamiento médico, transporte a la clínica, comidas y un seguro de entierro en caso de fallecimiento.

Tratando a un paciente del experimento.

Tratando a un paciente del experimento. Wikimedia Commons

Se reclutaron a 201 varones sanos y a 399 con sífilis, en su mayoría pobres y analfabetos, que no fueron informados de nada y a los que se les iba a engañar y dejar morir despreciando su vida. En lugar de diseñar un estudio para dar apoyo a todos los pacientes, se suprimió la información sobre la enfermedad, permitiendo a los médicos estudiar la sífilis en función del sufrimiento y la muerte de los pacientes.

Mentiras

Inicialmente su intención era recoger datos con los que llegar a conclusiones, pero poco tiempo después de iniciar el estudio, decidieron ir más allá y estudiar la progresión de la enfermedad en humanos que no recibían tratamiento alguno. Según los investigadores, estos hombres ya estaban condenados y su sufrimiento sería en beneficio de la humanidad, convirtiendo este experimento en el más largo y el más infame de la historia de la Medicina, ya que en lugar de tratarlos, se les dejó morir mientras los estudiaban.

Y para ello no dudaban en mentir cuando fuese necesario. Para asegurarse que acudían a sus llamadas empleaban todos los trucos disponibles a su alcance. En una ocasión en la que necesitaban realizar punciones lumbares, un procedimiento de alto riesgo, enviaron a los pacientes cartas tituladas Última oportunidad para un tratamiento especial y gratuito, cuando aquello no era ningún tratamiento.

También les engañaban administrándoles placebos y les obligaban a autorizar sus autopsias para que el seguro les pagara los gastos del sepelio. Quizá lo más sorprendente fue que no se trataba de un estudio secreto, ya que numerosos datos y artículos se iban publicando a medida que el experimento seguía avanzando, pero nadie alzó la voz.

Una cura que nunca llegaba

En 1947, los médicos, los hospitales y los centros de salud pública de todo el país trataban rutinariamente la sífilis con penicilina y la Ley Henderson, aprobada en 1943 por el Congreso estadounidense, ordenaba el tratamiento obligatorio de esta enfermedad. A pesar de que varias campañas nacionales llegaron al condado de Macon, el Experimento Tuskegee siguió adelante, prohibiendo administrar un tratamiento que curaría a los sujetos de sífilis.

Además, en 1964, la OMS exigió que todos los experimentos con humanos contaran con el consentimiento expreso de sus participantes. Sin embargo, los criterios del estudio de Tuskegee no fueron revisados ni se informó a los pacientes sobre lo que se había estado haciendo con sus vidas durante años.

Un ángel salvador

En 1966, Peter Buxtun, un investigador de enfermedades venéreas del Servicio Público de Salud, denunció la situación al CDC (Centro de Control de Enfermedades), pero este organismo descartó la intervención en el estudio hasta la muerte de todos los participantes, para poder obtener todos los datos por los que se había iniciado el experimento.

Peter Buxtun.

Peter Buxtun. Wikimedia Commons

Ante la pasividad de las autoridades sanitarias oficiales, Buxtun decidió acudir a la prensa en 1972. Los días 25 y 26 de julio de ese mismo año, el Washington Star y el New York Times publicaron en portada el escándalo del Experimento Tuskegee, que fue inmediatamente cancelado. Sólo 74 pacientes estaban aún vivos, 28 habían muerto de sífilis y otros 100 por complicaciones relacionadas con la enfermedad. Además, 40 esposas resultaron contagiadas y 19 niños nacieron con sífilis congénita.

Como parte de un acuerdo judicial, se compensó a los supervivientes, y a los familiares que habían sido infectados, con nueve millones de dólares y la promesa de tratamiento médico gratuito de por vida.

En 1974, el Congreso de los Estados Unidos creó la Comisión nacional para la protección de los sujetos humanos en Investigación biomédica y de conducta, con el objeto de identificar los principios éticos básicos que debían dirigir las investigaciones con personas. Tras cuatro años de trabajo, la comisión elaboró el Informe Belmont, estableciendo tres principios básicos: el respeto por las personas, la beneficencia y la justicia y la regulación de la investigación biomédica a través de Comités de ética.

Las disculpas del presidente

En 1997, el presidente Bill Clinton se disculpó de forma oficial en la Casa Blanca ante cinco supervivientes: “No se puede deshacer lo que está hecho, pero podemos acabar con el silencio. Podemos dejar de mirar a otro lado, miraros a los ojos y finalmente decir, de parte del pueblo americano, que lo que hizo el Gobierno fue vergonzoso y que lo siento”.

Bill Clinton con uno de los supervivientes.

Bill Clinton con uno de los supervivientes. Wikimedia Commons

El Experimento Tuskegee no sólo provocó dolor y sufrimiento a centenares de personas, sino que sus consecuencias se dejaron notar durante décadas, provocando que una gran parte de los afroamericanos desconfiasen de los tratamientos médicos y del Sistema de Salud de todo un país.

Cuando el experimento salió a la luz pública, sus responsables justificaron sus actos y las de sus colaboradores afirmando que se limitaban a cumplir con su trabajo y que algunos lo habían hecho "para gloria de la Ciencia". Además, afirmaban que esos hombres eran sujetos, no pacientes. Eran material clínico, no personas enfermas…