Infanta en San Valentín
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A Cristina de Borbón (¡ya no nos sale el doña, hemos empezado por guillotinar el tratamiento!) se le ha juntado todo: San Valentín y el banquillo, más el eco del centenario de Rubén Darío, con su sonsonete para princesas. Aunque no es una princesa, sino una infanta la que está triste; y sí sabemos lo que tiene. Se equivocó en el amor, como Isabel Pantoja. Atarse románticamente a un bandolero puede terminar en prisión. Pero en este domingo sentimental le viene mejor otro poema de Rubén: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque ésa ya no siente”. Tampoco siente el banquillo, hecho con madera de cadalso: la unidad de materiales de la Justicia.
Fue una niña del baby boom como nosotros y, al igual que a muchas de nuestras amigas, la vida se le ha puesto complicada. Arrastra errores cual personaje de película independiente. Como eran dos hermanas, los niños empezamos a llamarla “la guapa” a ella, lo mismo que unos años después haríamos con las Azúcar Moreno. También equivocándonos. Elena y Cristina iban parejas a nuestra edad, sin que supiéramos nada de ellas pese a que las teníamos asiduamente en el escaparate del televisor. Empezaron a expresarse años después, con la elección de sus maridos, y ahí nos enteramos de que les iba la marcha.
Marichalar hoy no toca (y además ya lo cantó Umbral), pero sí Urdangarin. Se nos aparecía lejano, capaz de emparentar con la realeza; pero cuando vimos que firmaba como “duque em-Palma-do” comprendimos que era uno de los nuestros. ¡Hemos sabido tarde que pudimos enamorar a una infanta! Ahora bien, no todos tenemos las manos tan desarrolladas (¡para birlar mejor!) como sin duda las tiene un balonmanista. Llegar a Zarzuela con sus aptitudes casi le condenaba a ser un carterista a lo grande. Al final, como en las novelas sociales, sus circunstancias le llevaron al delito...
En estos tiempos de matrimonios volátiles, la infanta Cristina escogió no divorciarse de su marido y seguir unida a su destino de barro. De ser unos Romeo y Julieta con poca disputa familiar (al fin y al cabo el deporte es una de las ramas de la aristocracia), pasaron a ser unos Bonnie and Clyde de alto copete. Hoy no están en la cumbre, sino en unos sótanos borrascosos donde bailarán pegados una canción de Cómplices.
En el juicio ha salido que tenían empleados ficticios y les entiendo perfectamente: todos los que no son de la pareja sobran en un amor, y el dinero de esos sueldos falsos ya se lo gastarían ellos, en ellos. Aun estando en el banquillo, se habrán regalado un alguito por San Valentín.