A día de hoy hay pocas ciudades que conserven sus antiguas murallas. En nuestro entorno más cercano nos encontramos con Lugo o Ávila, pero son una excepción: la norma fue destruirlas total o parcialmente para favorecer el desarrollo urbano. Eso fue lo que le sucedió a la muralla de Santiago, destruida en el siglo XIX pero de la que aún quedan vestigios.
El origen de la muralla de Santiago se sitúa en el año 968, cuando el obispo Sisnando II crea un sistema defensivo alrededor de la iglesia situada en el emplazamiento actual de la Catedral, la Praza da Quintana, el convento de San Paio y algunas calles de los alrededores.
Aquella pequeña muralla contaba con muros de 1,80 metros de grosor, torres rectangulares y un foso de ocho metros de ancho que rodeaba toda la zona. Esta estructura defensiva sería prácticamente destruida por la expedición de Almanzor cuando apenas sumaba treinta años de vida, en el 997.
No fue hasta cien años más tarde, en el siglo XI, cuando el obispo Cresconio edificó una segunda muralla que, con su propio trazado, con un contorno de dos kilómetros y un espacio interior de alrededor de treinta hectáreas, trazó los límites del actual Casco Histórico de la capital gallega.
La muralla, de superficie irregular y construida por esquistos, tenía una altura de unos cinco metros y un grosos de 2,5 metros. Alrededor de todo su trazado había un total de siete puertas y 48 torres de planta cuadrangular.
En los siglos posteriores, la ciudad, ya convertida en un centro de peregrinaje y comercio, fue creciendo tanto dentro de la muralla como extramuros.
Sin embargo, la muralla, maltratada por el paso de los años, fue derrumbada definitivamente en el siglo XIX, dejando tras de sí muy pocos restos.
El vestigio más claro es el Arco de Mazarelos, que no es otra que una de las siete puertas de la capital. Cerca de allí se encuentra la Fonte de Santo Antonio, situada ante la única torre que se conserva de forma íntegra. El último tramo visible se puede apreciar en la Rúa de Entremuros, que conecta la Porta do Camiño y la Porta da Pena.
Las puertas
Las antiguas siete puertas de la muralla, aunque derruidas, siguen dando nombre a las principales entradas del Casco Histórico compostelano, siendo la principal la Porta do Camiño, la entrada para los peregrinos que venían de realizar el Camino Francés.
La puerta de Mazarelos, la única que aún se conserva a día de hoy, era por la que entraban los carros que llevaban a Santiago vinos del cercano valle del Ulla o de la zona del Ribeiro.
La Porta da Mámoa, cuyo nombre sugiere la presencia de restos megalíticos, no forma parte del actual callejero compostelano. Estaba situada en lo que ahora conocemos como Rúa das Orfas, junto al Café Derby.
Quizás la puerta más popular sea Porta Faxeira, situada frente a la actual Alameda y, cuando se construyó, la entrada a la ciudad de los peregrinos procedentes del Camino Portugués y del pescado procedente de los puertos de Noia, Pontevedra o Fisterra.
Tampoco quedan restos de la Porta da Trinidade o Porta do Santo Peregrino, situada en lo alto de la actual Rúa das Hortas. Por esta puerta eran trasladados al cementerio los peregrinos que fallecían en la ciudad y, más adelante, los enfermos que perdían la vida en el Hospital Real, que en el presente alberga el Hostal dos Reis Católicos.
Frente a la actual Facultad de Medicina y el Convento de San Francisco se localizaba la Porta Subfratribus, que a partir del siglo XIII pasaría a ser llamada Porta de San Francisco tras la construcción de dicho convento.
Por último, la Porta da Pena era la entrada de los peregrinos que realizaban el Camino Inglés -ingleses o flamencos- y aún mantiene una calle con su nombre, situada en lo alto de la Costa Vella.
Además de estas siete puertas de pleno derecho había pequeñas entradas de menor entidad -conocidas como postigos– repartidas por el trazado de la muralla, como las de la Algalia, San Fiz de Solovio o el Souto.
Aunque ya es imposible poder disfrutar del esplendor que algún día desprendió la muralla de Santiago de Compostela, a su construcción le debemos tanto la delimitación del Casco Histórico como su configuración interna, con pequeñas callejuelas que buscaban optimizar al máximo el espacio intramuros.