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Pasear por Park Avenue es sorprendentemente relajado incluso para un fragmento de ciudad tan urbanísticamente abarrotado como Manhattan. Será quizás ese ambiente, que ha creado muchos iconos de la cultura pop, la proximidad con la icónica Madison Avenue o simplemente su cercanía con el elitista Upper East Side. Hay un poquito de teatro también, al fin y al cabo es Manhattan. Y es que no es lo mismo mirar esta calle en el mapa que recorrerla porque en Central Station, por arte de magia desaparece. Un poco de tensión dramática no hace daño a nadie, una calle que penetra en las entrañas de un edificio colosal el MetLife (antiguo edificio Pan-Am) que se yergue sobre otro aún más significativo (Central Station). Pero es que antes, desde el norte, le preceden el edificio Seagram de Mies van der Rohe, laLever House de SOM, la iglesia de St. Bartholomew o el edificio Pepsi-Cola de SOM e icono de los famosos Mad-Men. Y eso que "Hasta 1800, en el terreno del primer Waldorf pastaban vacas de verdad" como recoge Rem Koolhaas en Delirio en Nueva York. Un síndrome necesario en la condición humana que la escritora Mary Shelley definía con su estilo romántico: "Necesitamos la facultad creativa de reimaginar lo que ya conocemos".
La reimaginación de espacios conocidos es un ejercicio muy habitual, porque en el fondo esa teatralidad urbana tan manhattanista que comparten otras ciudades con fragmentos escenográficos como Roma, París, Londres o Venecia, es la que trasciende de la realidad a la imaginería del subconsciente popular. Esta sensación vuelve una y otra vez, al contemplar edificaciones maltratadas por el tiempo o la historia. Fragmentos del pasado que mantienen un diálogo perceptible con la contemporaneidad. Las Casas Bailly son un ejemplo de esta evocación tan natural.
Muchas viviendas icónicas de la arquitectura del siglo XX han sufrido el abandono y las consecuencias de la guerra. La casa Tugendhat de Mies van der Rohe, cuyos dueños judíos austriacos tuvieron que abandonar la casa con el auge del nazismo, sufrió la ocupación nazi quienes expoliaron todos sus bienes, luego la soviética que le dio un uso docente aprovechando la luminosidad de sus espacios. La Casa Malaparte de Adalberto Libera, a la muerte de su propietario Curzio Malaparte en 1957 sufrió el abandono durante el tiempo que duró el litigio legal inicado por sus herederos que no aceptaban el testamento y se negaban a aceptar que Malaparte hubiese dejado la casa al Partido Comunista Chino. La Villa Saboya de Le Corbusier sufrió un destino similar a la Casa Tugendhat, soportando las consecuencias de la segunda guerra mundial: bombardeo y abandono. A veces, la vida de algunas obras de arquitectura es frágil y poco o nada tienen que ver con sus calidades o su estructura, sino con circunstancias insoslayables como que una bomba la destroce por completo.
La Casa Bailly
La Casa Bailly en Cambre (A Coruña) es sólo un caso más, una de esas construcciones que hay en todas las ciudades, que han sucumbido al abandono y al deterioro. Esta casa no es exactamente una vivienda o dos, sino un proyecto de residencia de verano con vocación de poder ser utilizada eventualmente como hotel. El proyecto, realizado por los arquitectos Antonio Tenreiro y Peregrín Estellés, se encuentra en una parcela de 30.000 m2 denominada O Graxal situada en la ría de O Burgo, y aunque ésta se ha ido reduciendo debido al trazado de carreteras, su imagen en lo alto de una ligera colina se mantiene.
La casa era propiedad de Julio López Bailly, un empresario coruñés afincado en Madrid con negocios en Argentina. Construida entre 1920 y 1924, el conjunto semeja ser dos casas, independientes, pero en realidad su composición tiene que ver con el planteamiento estético de la misma. La casa se construye en lenguaje modernista, desde su composición geométrica hasta los detalles de revestimiento. Sin embargo, y a pesar de la claridad lingüística, aparecen matices regionalistas a través de pequeños detalles que determinan referencias visuales muy concretas.
La composición volumétrica, con una marcada simetría que tiene referencias en el art nouveau francés como la Villa Majorelle de Henri Sauvage (Nancy, 1901-1902) o L’Hôtel Mezzara de Hector Guimard (París, 1910-1911). Pero también aparecen rasgos de la arquitectura Tudor que reformuló el movimiento arts & crafts británico, como los arcos bajos o arcos tudor, los aleros curvilíneos y la cubierta holandesa. La cubierta holandesa se adaptó en numerosos edificios de vivienda franceses como truco para habitar el bajocubierta como un piso más. Mansard, el arquitecto francés que más desarrolló está tipología, dio sobrenombre a un nuevo elemento constructivo: la cubierta mansarda. La cubierta holandesa en el estilo arts & crafts británico es simplemente una cubierta de aleros curvilíneos como el icónico Anne Hathaway’s Cottage (casa de la mujer de William Shakesperare). La influencia de estos estilos europeos tiene también su reflejo en la composición de la planta, siempre simétrica y en forma de E o H. De ahí que la adaptación entre composición, escala y función dé como resultado una imagen compuesta de dos volúmenes que se unen en medio.
La casa se había diseñado a partir de un programa opulento que comprendía 22 habitaciones, varios salones, cocina, habitaciones de servicio, casa para el guarda, establos y jardines. Este gran programa se organizaba dentro de ambos volúmenes, y era mantenido por 8 personas de servicio. Realmente la casa constituía un complejo residencial, al estilo de las clases burguesas europeas. La estructura de la casa, con muros de carga de ladrillo, se combinó con estructuras horizontales de madera. Las carpinterías también se resuelven en madera, y todos los revestimientos interiores eran enlucidos de yeso y los exteriores revoco de mortero pintado.
En su interior los acabados eran muy ricos: mosaicos, maderas nobles, remates de escayola complejos como el lucernario del vestíbulo, y una sucesión de pequeños manierismos que buscaban resaltar una identidad fastuosa. Una atmósfera que destilaba una relajada riqueza similar a la que transmiten los ambientes vieneses de la secesión o del modernismo burgués francés. Ambientes dorados y coloridos que recuerdan a los descritos por Scott Fitzgerald en el Gran Gatsby… y a los viajes europeos del propio Scott Fitzgerald por la Riviera francesa y París. Casi parece sonar de fondo Cole Porter.
La formulación de esta arquitectura produce imágenes de una estética que se traduce hoy en día como memorabilia del lujo, sin embargo no es tanto la morfología como la riqueza de los materiales y el lenguaje arquitectónico los que dotan de valor a esta vivienda. La vivienda es un testigo de la arquitectura coruñesa de los años 20. Una postal detenida en el tiempo, como tantas otras de la ciudad como Villa Molina o el Banco Pastor. La cualidad que distingue esta vivienda es precisamente su condición de ‘pasado’ y no presente, porque es un patrimonio vacío de uso y por lo tanto contemplado como un volumen casi monumental.
La casa fue abandonada por su propietario tras el golpe de estado que dio lugar a la Guerra Civil, ya que la represión del bando sublevado cargaba contra republicanos o aliados de la república, especialmente si eran acaudalados. Una circunstancia similar a la vivida por los propietarios de la Villa Tugendhat (Brno, 1929-1930), judíos ricos que tuvieron que emigrar a Venezuela dejando atrás todos sus bienes para salvar su vida ante la amenaza Nazi.
Dada la riqueza y el significado arquitectónico de la vivienda, los militares nazis utilizaron la casa como una oficina de generales, no fue un expolio más. Si bien la afiliación con la República de su propietario es dudosa, la familia abandonó el país en 1936 y la casa fue tomada por la Falange Española, siendo utilizada primero como calabozo de presos republicanos en su sótano (los cuales dejaron inscripciones en los muros) y posteriormente como Escuela de Mandos de Falange y sede del Sindicato Vertical a partir de 1951. Lamentablemente en el año 1969, la casa sucumbe al fuego consecuencia de, como se recogió en las crónicas del momento, un cigarrillo mal apagado. Tras ser utilizada brevemente como escuela laboral mixta, la casa se cerró completamente. En la actualidad son de propiedad municipal.
Patrimonio superviviente y ciudades abiertas
Villa Saboya, la casas Malaparte o la Villa Tugendhat, sufrieron en sus muros la destrucción del abandono y el uso descuidado, pero hoy con nuevo uso público (villa Saboya o villa Tugendhat que son museos) o privado (Villa Malaparte) se encuentran devueltas a su estado original y se constituyen como testigos sí, pero vivos o más bien supervivientes a los desagravios con las que el ser humano se empeña en autodestruirse a través de las guerras. El coste de estas reparaciones fue muy alto, pero el valor icónico de las viviendas así lo requería, y a través de múltiples inversiones públicas y privadas el patrimonio fue recuperado.
Hay sólo una declaración que permite al patrimonio sobrevivir a las guerras en las que ‘todo vale’, y es por un instante pensar que la guerra es tan sólo un evento puntual o un empeño absurdo de unos cuantos hombres por someter a otros. Un pensamiento de perspectiva muy lejana, que cuestiona el valor de la guerra, y considera que determinado patrimonio ha de sobrevivir porque ha conseguido superar siglos o milenios de destrucción. Esta declaración es una rendición condicional, un derecho de autoproclamación como Ciudad Abierta, es decir, en la que se puede hacer la guerra pero no se puede bombardear ni destruir de manera deliberada su patrimonio. En realidad es un derecho que se considera inviolable y que solicitaron durante las grandes guerras ciudades como Roma (como lo recoge la película de Rosellini Roma Ciudad Abierta, 1945), Atenas, Barcelona, París o Viena. En algunos casos los ejércitos asumían la toma de la ciudad y se retiraban, en otros la guerra se convertía en fuerte represión.
La Casa Bailly es una superviviente de la guerra. No hubo derecho que la protegiese, y los eventos violentos desvirtuaron su dignidad convirtiéndola en lo que el alcalde de Belgrado tras la guerra de los Balcanes definió como ‘Arquitectura Forense’. Una casa que es sólo el eco de una casa, ya no es un hogar sino un recuerdo de un poema de Baudelaire: "El que desde afuera mira por una ventana abierta nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela: lo que se puede ver al sol siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, padece la vida".