Reyner Banham (1922-1988) se enamoró de la ciudad de Los Ángeles pocos meses después de trasladarse allí desde Londres. Como arquitecto, quería comprender el origen y la forma de la ciudad, así que siguiendo el consejo de su amigo, el pintor Ed Ruscha (1937) comenzó a fotografiar las gasolineras. Fue tal su fascinación que no sólo escribió sus ideas sobre la ciudad en Los Angeles: The Architecture of Four Ecologies, sino que estableció una forma de entender el urbanismo a través de un acto muy sencillo. Banham entendía que para profundizar y asimilar la cultura y la identidad de un lugar era necesario hablar bien el idioma del lugar, por eso él, afirmaba: aprendió a conducir.
El lenguaje de Los Ángeles es el del coche, aquel capaz de definir una historiografía razonada fácil de comprender porque permite una mirada clave. En ocasiones las claves de una ciudad son algo evidente en las que nadie había reparado, hasta que una revelación despreocupada en forma de comentario informal, se convierte en origen ideológico de una manera inexplorada de observar un lugar. Banham, al volante de su coche creó un cambio de perspectiva, y con una frase sencilla creó una forma de entender la ciudad estadounidense de origen contemporáneo, desarraigada del colonialismo europeísta.
En las ciudades europeas la definición de un lenguaje es una labor más compleja de acotar. La profundidad de la historia crea una serie de capas que interactúan entre sí de formas tan heterogéneas que crean confusiones, a veces afortunadas, otras invasivas, pero siempre interesantes y reveladoras. El lenguaje urbano de cualquier ciudad europea está sometido a una subjetividad identitaria en la que la percepción pesa más que la identidad, a diferencia del modelo estadounidense que propone Banham en Los Ángeles. Frente a la teorización y la búsqueda indagativa del lenguaje de cualquier gran ciudad europea, se opone la iconografía. Una iconografía que se compone de clichés, tópicos, sensaciones, pero en gran medida un simbolismo a veces inmaterial resultante de la expresión cultural de una población. De esta forma se puede comprender Berlín desde la monumentalidad clásica que parece estar esperando un imperio fuerte al que responder, Roma desde el romanticismo despreocupado, vivo, ruidoso y poético de la ruina o Lisboa a través del contraste entre una luz brillante, colorida y la melancolía pausada del adoquín.
Hay pequeñas claves en estas pequeñas asimilaciones como la escala en la monumentalidad de Berlín, los sentidos en el ruido y la textura de Roma o la luz en la imagen de Lisboa.
La ciudad y la lluvia
El lenguaje de A Coruña es igualmente complejo. De forma superficial, puede resumirse en el brillo de la galería y la condición marítima que no es sólo debido a su posición al lado del mar, sino porque en sí misma tiene forma de barco. Ampliando la perspectiva, desde la mirada extemporánea de un foráneo, como lo era Banham en Los Ángeles, podría decirse que A Coruña tiene una estrecha relación con el agua y más específicamente con la lluvia. La lluvia explica muchas características del urbanismo de la ciudad, y también algunos de los proyectos más interesantes.
La organización urbana de A Coruña con respecto a la lluvia tiene que ver con el soporte territorial y sus características geológicas, pero una vez establecida esta estructura, toma una inercia tal, que las sucesivas extensiones históricas se adaptan a la morfología. Cualquier nuevo proyecto, pone en crisis la forma de la ciudad, pero responde a ella mediante nuevas estrategias. Durante el siglo XIX, las ciudades europeas buscan una reforma que las separe del antiguo régimen una vez alcanzada una cierta paz, al tiempo que encuentran en estos cambios la respuesta higiénica al crecimiento provocado por la revolución industrial. A Coruña, con problemas higiénicos similares a las ciudades europeas, se encuentra en la misma posición reformista. Un caso paradigmático de vocación higienista en los planes de desarrollo urbano son los ensanches, pero su escala puede comprenderse casi como un injerto ya que tiene una cierta autonomía interna. De manera más específica, los equipamientos se analizan pormenorizadamente, permitiendo trasladar ese carácter decisivamente modélico a la tipología comercial, es decir, los mercados.
En A Coruña, los análisis y debates previos a la construcción del actual mercado de San Agustín permiten conocer otras posibles ciudades que podrían haber sido. Si bien el Mercado de San Agustín es una magnífica obra de arquitectura que muestra el camino hacia la modernidad del hormigón, previamente se definieron planteamientos más conservadores en términos conceptuales que acercaban la imagen de la ciudad a Milán, París o Nápoles.
El espacio que ocupa el actual edificio del Mercado de San Agustín, era el lugar que ocupaba el comercio tradicional. Compuesto inicialmente por puestos improvisados, y posteriormente por una construcción sencilla de madera con cubierta de teja, creaba un ambiente afectado por numerosos peligros higiénicos. Además este tipo de estructuras estaban sometidas a constantes reformas para corregir los daños derivados del uso. Entre 1866 y 1867 el arquitecto Juan de Ciórraga bajo la supervisión del arquitecto municipal Faustino Domínguez. Las autoridades municipales, preocupadas por esta circunstancia y por la posibilidad de que la ciudad fuese escenario de epidemias, se toman la renovación del mercado como uno de los proyectos fundamentales. En 1898 el debate, iniciado por el concejal Santos Martínez Esparís se materializa en forma de propuestas.
Arquitectura de hierro y cristal
El arquitecto Pedro Mariño comienza a desarrollar ciertas propuestas con respecto a las actividades comerciales de la ciudad. En ese mismo año, Mariño desarrolla un proyecto para el mercado de San Agustín con el estilo propio de la época. Una magnífica pieza modernista, construida con una estructura de acero y cerramiento de vidrio similar a los mercados de París o Barcelona. La propuesta, con espacio para más de una docena de puestos, fue presentada a diversas empresas como la ‘Sociedad de alto hornos y fábricas de hierro y acero’ de Bilbao, ‘la industria’ de Vigo, ‘Fundición de hierro y bronce de Antonio Alemparte’ de Carril y ‘la Maquinista Terrestre y Marítima’ de Barcelona, nunca se llegó a construir, como indica José Fernández en su investigación sobre los ‘Mercados coruñeses en hierro’ ( Boletín Académico. 1987, 7: 4-20. ISSN: 0213-3474). Poco después se considera otro emplazamiento para el mercado, esta vez en el Campo da leña, ya que la posición sería más correcta y protegida. El desastre del 98 y las consecuencias económicas para el país frustraron la construcción del edificio.
En 1909, siguiendo la finalización de las obras de los Mercados da Guarda, el arquitecto Antonio de Mesa y Álvarez junto con Antonio Alcaide, propone una nueva estructura para plaza de abastos que es rechazada de manera unánime debido a su alto coste. En 1911 los mismos arquitectos realizan otra propuesta más ajustada. La escala del edificio era mucho mayor (44x23m), su organización más moderna y cercana a las construcciones modernistas europeas. Se trataba de un mercado de pabellones con nave central y cinco estructuras transversales que lo atravesaban, incluyendo cantina y retretes. El mercado se ampliaría mediante construcciones de madera al exterior si fuese necesario.
Como indica José Fernández en su investigación, el ayuntamiento refiere en 1931 la necesidad de este mercado, y es que tampoco llegaría a construirse debido a cuestiones económicas: ‘entre las necesidades más sentidas en esta localidad figura la construcción de un mercado a tono con su importancia que llene las exigencias cada vez más perentorias que demanda el constante crecimiento de población. El actual mercado de San Agustín (. ..) constituye un verdadero baldón para la capital de Galicia.’. En 1932, al fin, se aprobaría la construcción del actual mercado, obra de Antonio Tenreiro y Peregrín Estellés.
Hasta aquí, el relato no sería quizás diferente de otros edificios. En este caso se constituiría como el prólogo al magnífico proyecto del actual mercado de San Agustín. Pero hay algunos pequeños proyectos paralelos que acompañan a esta historia central. La reflexión sobre el comercio en la ciudad iniciada en la segunda mitad del siglo diecinueve, dispuesta en relación con el lenguaje arquitectónico derivado de la lluvia, creó una necesidad y una solución al mismo tiempo. Pedro Mariño plantea una solución similar a las galerías de Vittorio Emanuele II (Giuseppe Mengoni, Milán, 1861-1877), Umerto I (Emmanuele Rocco, Ernesto di Mauro, Nápoles, 1887-1890) o al pasaje Gutiérrez (Jerónimo Ortiz de Urbina, Valladolid, 1886). A finales del diecinueve, Pedro Mariño desarrolla un proyecto para cubrir la calle San Andrés en el tramo que llegaba hasta el mercado (actuales estrecha de San Andrés y Marqués de Pontejos). Esta propuesta implicaba ampliar el ancho de la vía mediante expropiaciones y regularizaciones del parcelario. En 1927, Mariño junto con Antonio Tenreiro y Peregrín Estellés plantean la cubrición de la calle Durán Loriga, por entonces otro de los centros comerciales de la ciudad. Décadas después, se plantearían nuevas propuestas para cubrir otras calles comerciales, como la calle Real, pero de momento ninguna de ellas ha sido construida.
Imágenes bajo la lluvia
La relación de una ciudad con aquellos condicionantes que son ineludibles, como la topografía o el clima determinan su morfología. Pero hay aspectos en esa relación estructural que se someten a crisis cada vez que algún proyecto de cierta relevancia se asoma con vocación transformadora. El avance de la tecnología y los cambios sociales se encuentran en la base detonante de esa mirada crítica. Y si la lluvia en Coruña es algo casi tan identitario como las galerías, quizás deba ser una premisa más del proyecto no sólo en términos constructivos. Arquitecturas del agua, que se encuentran en un punto intermedio entre el mar y la lluvia creando una atmósfera luminosa, brillante e inequívoca que sólo puede pertenecer a Coruña.