A veces, parece que tenemos una idea de qué es cualquier objeto que nos rodea. Pero se producen pequeños errores, quizás por simplificación o atajo lingüístico, en los que la calificación de algo como ‘objeto’ no se ajusta específicamente a la realidad. Un objeto que no lo es, ve reducida alguna de sus dimensiones al ser calificado como tal o bien soporta una posición que no le corresponde. Alfred North Whitehead, filósofo y matemático afirmaba que el objeto es aquello que permite comparar acontecimientos, y que posibilita decir “ahí está de nuevo”. Es decir, el objeto no tiene por qué tener una dimensión física palpable, si no que puede definirse de manera relacional como herramienta de análisis de la realidad.
“Estamos acostumbrados a asociar un acontecimiento a una cierta calidad melodramática. Si un hombre es atropellado, esto es un acontecimiento comprendido dentro de ciertos límites espacio-temporales. No estamos acostumbrados a considerar la persistencia de la Gran Pirámide a lo largo de un día de determinado como un acontecimiento. Pero el hecho natural que es la Gran Pirámide a lo largo de un día, significando de este modo toda la naturaleza en él, es una acontecimiento del mismo carácter que el accidente de un hombre, significando de ese modo toda la naturaleza con limitaciones espacio-temporales que incluyen al hombre y al motor durante el tiempo que estuvieron en contacto” Alfred North Whitehead. The concept of nature, 1919
La arquitectura no produce objetos, sino edificios que, por encontrarse habitados se ven penetrados por la organicidad imprevisible de quien se convierte en su inquilino. Incluso aquellos que juegan a ser objetos, terminan por convertirse en polos magnéticos que atraen y disparan en forma de ondas la intensidad de su influencia llegando a producir cambios en su entorno. Pero la componente objetual, al modo de Whitehead se acerca más a los parámetros de la arquitectura, o al menos, a las inciertas entrañas en las que se produce el desarrollo del proyecto.
Los procesos de proyecto pueden entenderse como una caja negra, no tanto como las que viajan a bordo de un avión (eso sería una simplificación funcionalista), sino como una mezcla de las que se utilizaban en fotografía (denominadas cámaras oscuras) y las que utilizan los prestidigitadores. Eliminando la lírica que de forma casi inevitable se asocia a la magia y a la fotografía, el camino de retorno de lo poético a lo técnico proporciona la consolidación de las ideas de proyecto que inicialmente se dibujaban como hipótesis. Y, a pesar de ello, el resultado final, al proceder de esa extraña caja se envuelve de principios estéticos que trasmiten a quien lo mira una imagen viva, lejos de un objeto.
Pero los proyectos, a pesar de la complejidad que late en el interior de esa caja negra, no siempre se desarrollan de forma lineal y limpia. Lo complejo puede ser controlable y trabajable, lo accidental requiere maestría, pero también mucha suerte. A veces, lo imprevisto o lo incontrolable aparecen en el proyecto en forma de accidente que transforma su imagen final, con suerte, algunos vestigios de la idea original pueden haberse conservado. Y quizás, si el proyecto tenía voluntad transformadora, su influencia aunque sea abstracta haya sido capaz de influir sobre ‘la imagen de la ciudad’ (en palabras de Kevin Lynch).
Proyectos en altura
El número 143 de la calle San Andrés, parece un edificio más de la ciudad de A Coruña. Uno que además parece romper la escala de forma deliberada y sin embargo no parece destacar más que por su gran altura. Su fachada anodina, homogénea y encajada de forma neutra en el alzado urbano, no destaca y lo arrincona en la categoría de edificio-objeto, pero sin más valor que el de ‘estar’. Pero observando la extraña volumetría, aparecen cuestiones obvias o no tanto, como las que se refieren a su altura, al contraste de escala con las antiguas edificaciones de la calle San Andrés o el vacío generado entre las dos piezas que se maclan. A las cuestiones obvias no siempre les corresponden respuestas evidentes. Cuando aparentemente se produce un vacío en la comprensión de un edificio con cierta presencia arquitectónica conviene realizar un intento de interpretación de aquello que se encuentra dentro de su caja negra. Puede no mostrar la razón, pero el observador que ahora conocería los mecanismos de proyecto, dibujaría la respuesta en su cabeza.
En A Coruña hay arquitectos que han dado forma a la ciudad contemporánea, un trabajo de conciliación entre el contexto sociocultural y una intención modernizadora. Ramón Vázquez Molezún (1922-1993) y Andrés Fernández-Albalat (1924-2019), son dos profesionales que compartieron generación, amistad y alguna obra en común. Sus trayectorias profesionales, analizadas de forma independiente, son brillantes y pioneras en la digestión y traducción de la modernidad en una España devastada por la guerra y oprimida por la dictadura. Su voluntad de proponer proyectos vanguardistas, cercanos a las propuestas europeas o norteamericanas, en un contexto de escasez no sólo material, sino de la flexibilidad proyectual marcada por los criterios estético-formales de la denominada ‘arquitectura del movimiento’ (de imagen monumental, escurialense o neoclásica).
Vázquez Molezún y Fernández-Albalat comienza su colaboración en el número 27 de la Avenida Finisterre en 1960. Vázquez Molezún, residente en Madrid no se puede hacer cargo de la dirección de obra en la forma en la que esta se merecía, por lo que cuenta con Fernández-Albalat para realizar esta labor. La relación profesional entre ambos, reflejo de su relación personal de amistad, se consolida. Tanto es así que en 1965 firman juntos un edificio en la plaza de Santa Catalina, el número 143 de la calle San Andrés. El edificio albergaría bajos comerciales y viviendas.
Una torre en Santa Catalina
El edificio es un volumen fragmentado en dos cuerpos en el que el frontal consta de 9 plantas y bajo, y el posterior 16 plantas y bajo. Ambos bloques se encuentran separados por un patio abierto a la plaza, produciendo un retranqueo del volumen más alto, la torre, para no impactar de manera directa sobre la calle. Este tipo de composición no estaba permitida por la legislación municipal del momento. Pero los arquitectos perseveran en su proyecto, ya que consideraban que no sólo era una buena solución sino una propuesta de modernización crecimiento urbano. Fernández-Albalat que tenía experiencia en recursos de este tipo, consigue que se admita la excepción. Al mismo tiempo Vázquez Molezún estaba redactando junto con José Antonio Corrales y José María Pagola el Plan General de 1967 que permitiría la redistribución del volumen total de la parcela en solares de grandes dimensiones, aunque este punto permitiese rebasar la altura máxima fijada por la normativa. Salvando estos dos obstáculos, el proyecto sigue su curso. Pero no sólo eso, sino que esta excepción sienta un precedente que permite la construcción de la Torre Hercón, la Torre Dorada o la Torre Trébol.
El proyecto entraña la complejidad de un edificio de gran escala con una distribución que comienza con la separación funcional entre el uso comercial y el residencial. Para ello se independizan los accesos, uno desde la plaza Santa Catalina para acceder a las viviendas y otro para las oficinas desde la calle Huertas. La distribución de las viviendas, así como su organización por planta busca el máximo soleamiento y la apertura, en la medida de lo posible, hacia las vistas de la ciudad. Una obra ambiciosa y muy trabajada que, sin embargo, llegando a su fin sufrió un accidente en contra de la voluntad de los arquitectos: la fachada original de proyecto fue sustituida por un cerramiento tradicional anodino formado por huecos recortados sobre el plano. La fachada proyectada estaba formada por un muro cortina dotando a la envolvente de continuidad, brillo y transparencia. La continuidad de esta piel provocaría reflejos de su entorno, apariencia de ligereza y constituiría una solución vanguardista y pionera en la arquitectura coruñesa de principios de los sesenta. Una pequeña reducción de la arquitectura al objeto.
Vestidos de cristal que guardan el pasado
La arquitectura accidentada permanece en la ciudad como un proyecto lleno de interrogantes. Preguntas que se comprenden al conocer algunas de las claves de la caja negra que guarda el proceso de proyecto. El resultado mejor o peor, muestra con su presencia una biografía propia y, narra, sin complejos, la historia de la ciudad.
“Sobre los colgadores penden los vestidos, que son parte de nosotros mismos y tienen un secreto poder de cambio, de metamorfosis y travestismo. En el armario reposan nuestros enseres, los suvenires, nuestro pasado, los recuerdos, las cartas, los secretos” Tadeusz Kantor
A veces una envolvente modifica la forma en la que se percibe un edificio. Una fachada modernista, una neoclásica, una moderna…envuelven algo más que un objeto, no es un decorado. La estética del edificio es uno de los fundamentos de proyecto, no sólo la imagen resultante, y al igual que la estructura, la morfología y la función construyen una arquitectura concreta. Si alguna de ellas no encaja a la perfección con el resto, puede no ser del todo visible, especialmente si posee una envolvente virtuosa. Pero si es la estética la que se ve intervenida en contra del consenso de proyecto, el conjunto de interrogantes mostrará un edificio que pudo ser. Una obra introvertida que no pudo expresar a través de su estética la modernidad vanguardista de vidrio: una “ciudad de cristal” que tendría hoy más reflejos y brillos de una luz a veces gris, a veces blanca, a través de la que resbalaría el agua de lluvia.