Con el tiempo, una revolución, de alguna forma se apaga. Aquello que causó un estallido transformador de las estructuras esenciales de una disciplina, olvida de forma progresiva el estado de lucha frenética por los nuevos principios. Pero quizás no se trate de una pérdida de la memoria inmediata, sino un abandono necesario desde un punto de vista vital, porque algunas de las premisas buscadas por la revolución han conseguido su propósito con éxito. Los principios que la originaron, sin embargo, se excluyen de ese mecanismo quedando en la atmósfera intelectual como parte de la biografía intelectual del ser humano.
En arquitectura, la revolución tiene lugar de forma Wittgensteniana (Ludwig Wittgenstein, 1889-1951), podría decirse que el arquitecto revolucionario será aquel que pueda revolucionarse a sí mismo. Pero quizás todo esto no sea más que una invención basada en emociones humanas que son, indefectiblemente capaces de poner el mundo patas arriba.
“El que la ciencia pueda sobrevivir largamente depende de la psicología; es decir, depende de lo que los seres humanos deseen” Bertrand Russell
El proyecto de arquitectura responde, de forma simplificada, a un conjunto de deseos abstractos, a veces caprichosos, otras viscerales que no son objeto de juicio, si no de acomodo conceptual en el tránsito a la formulación de una primera idea dibujada. El trabajo con el lápiz en la mano es una actividad orgánica del ensimismamiento creativo, un proceso en que el dolor autocrítico convertido en frustración está tan presente como los pequeños destellos autodeclarados de genialidad. Dentro de esta compleja tormenta silenciosa, la revolución aparece como un anhelo latente necesario para la formación madurativa del arquitecto como profesional. La espiral que termina atando el proyecto, atraviesa umbrales de conocimiento escondidos en la biblioteca memorística del profesional quien recupera imágenes, experiencias, detalles, sensaciones o palabras que de forma instantánea se convierten en herramientas de trabajo capaces de mover la mano sobre el papel.
El proyecto atraviesa así varias etapas vitales, desde las fases creativas que mutan constantemente todos sus aspectos (ya que todos dependen de todos como un organismo), hasta la obra construida donde adquiere una etapa de independencia en la que los usuarios se identifican con él insuflándole una nueva forma de vida. Pero en medio de estas dos fases hay un minúsculo instante de clarividencia en que se puede atisbar la revolución en la mano creativa: el proyecto finalizado antes de la construcción. Quizás sólo una buena fotografía sea capaz de proporcionar ese instante intuitivo donde se revela de forma descriptiva y magnética, la auténtica definición conceptual de la obra.
El instante exacto, el antes y el después
Hay una imagen del fotógrafo Guy Bourdin en la que una topografía de paraguas cubre por completo el encuadre salvo por un pequeño espacio entre ellos, donde aparece parcialmente el rostro de la modelo. En otra fotografía de Robert Mapplethorpe, un rostro masculino se encuentra sumergido en el agua, con los ojos cerrados, dejando tan sólo la nariz fuera. En ambas, tras un cierto tiempo de contemplación, emerge una historia, un relato imaginado que, en apenas unos minutos plantea cuestiones relacionadas con el diseño conceptual de la obra, pero también con las escenas anterior y posterior al instante captado por la cámara. Los dibujos de un proyecto terminado antes de ejecutar, se encuentran en el mismo plano analítico. Permiten ver el edificio e imaginar los aspectos conceptuales del mismo, pero pronto emergen las conexiones con un antes y un después, escenarios complejos de aventurar.
La revolución del pensamiento arquitectónico dentro del proyecto, construye realidades apoyadas, es decir, una vanguardia que reposa su interpretación en conceptos consolidados y de alguna forma, universales. La renovación de la imagen de la ciudad es la consecuencia perceptiva de las transformaciones que se producen desde el planeamiento y la arquitectura. Las pequeñas revoluciones que parten de las manos de los arquitectos contribuyen a que una ciudad se asocie con una identidad, aunque envuelta de cierto anonimato. La imagen de Milán no sería la misma sin el lenguaje arquietctónico de Piero Portaluppi o Gio Ponti, o la de Atenas sin Anastasios Metaxas, Aris Konstantinidis o Dimitri Pikionis.
“Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida” Ludwig Wittgenstein
Un concurso transformador
En 1984, se convoca en Coruña un concurso de arquitectura que ambiciona un cambio para la ciudad. El verano de ese año la Diputación provincial compró el edificio del antiguo Hotel Embajador, propiedad de D. Epifanio Campo y Dña Marianela María Sáez. Inmediatamente después de su compra, la diputación convoca el 19 de Julio un concurso de ideas para transformar el edificio a excepción del área ocupada por el teatro (además de otras áreas auxiliares que no eran propiedad de la diputación). El programa del concurso era relativamente abierto, priorizando el aprovechamiento y respeto por la materialidad noble y valiosa del edificio, aunque se aportaron unas mínimas referencias con respecto al contenido: salón de sesiones, salas de comisiones, despachos, registro, espacio de información, además de espacio para instalaciones.
El premio del concurso consiste en la realización del proyecto además de un millón de pesetas (también se proponen dos accésit de medio millón de pesetas para cada uno). La firma Jesús Arsenio y Gustavo Díaz García sería la ganadora del concurso, con el título “Portus Magnus Artabrorum”. Los accésit serán para el equipo de Joaquín Rivero, Antonio de la Peña, Carlos Rubio y Enrique Álvarez-Sala, y el equipo de Javier López, Jesús Ruipérez y Marta Dalmau. Sin embargo, hay un proyecto no premiado que tiene un especial interés, por su reinterpretación de las galerías, pero también porque responde a una pequeña mirada revolucionaria.
Una propuesta no premiada
El arquitecto coruñés Ramón Vázquez Molezún realiza una propuesta muy singular. Interiormente organiza el espacio de forma moderna mediante una ordenación modular que se deja ver de forma deliberada también en su estética. En un primer vistazo, el dibujo representativo del proyecto no es una imagen ajena al ojo de un arquitecto o arquitecta formada…la mirada se escapa hacia Joseph Paxton, unos 133 años atrás. En medio de Central Paxton, había proyectado y construido un enorme palacio de exposiciones de fundición y vidrio, una obra que debido a su réplica posterior en diferentes lugares como el Palacio de Cristal de Madrid (Ricardo Velázquez Bosco, 1887), no parece tan revolucionaria como lo fue en su momento.
El uso del metal en construcción se limitaba a elementos accesorios, normalmente defensas, elementos de sacrificio o refuerzos (zunchados, grapas), la idea de realizar una estructura íntegramente en metal, en este caso hierro fundido (el acero aún no había optimizado su producción hasta el punto de ser manufacturado para construcción), era una utopía radical porque implicaba la desaparición total del cerramiento que, al no necesitar masa ya no cumplía la función de muro de carga y podía eliminarse completamente. Paxton había desarrollado este concepto tan transformador a partir de su experiencia en la construcción de invernaderos. El Crystal Palace se convirtió en icono de la época victoriana en la cultura popular, pero supuso una auténtica revolución en la disciplina arquitectónica que aunando el progreso tecnológico con la construcción había formulado no sólo una nueva estética sino una definición espacial inédita.
Molezún recupera este concepto tan revolucionario en su propuesta para la transformación del Hotel Embajador en nueva sede de la Diputación. Y no lo hace de forma accidental, sino que enlaza a través de la construcción dos sistemas constructivos emparentados: el nuevo cerramiento radical de Paxton en que la estructura libera la envolvente con la galería coruñesa, en la que la madera se reduce a una pequeña expresión para dejar paso a la luz natural creando un fenómeno bioclimático que contribuye al confort de la casa. Mientras desarrollaba su propuesta para este concurso Molezún estaba desarrollando el proyecto de la Fundación Barrié (1978-1982) en el que la reflexión sobre la galería se convierte en el argumento del edificio.
Un sombrero de cristal
La propuesta de concurso de Molezún, muestra un “sombrero” en forma de Crystal Palace sobre el edificio preexistente que se consolida y limpia, apareciendo como un zócalo magnífico, monumental, que no se aleja de la “nobleza” definida en las bases del concurso. Pero no es una superposición irreflexiva de la obra de Paxton, Molezún aplica el módulo de la galería coruñesa adaptando la morfología del cristal Palace al lenguaje coruñés, con dimensiones idénticas a las propuestas en la carpintería del edificio de la Fundación Barrié.
La imagen de la propuesta refleja una modernización de aspecto tecnológico que, sin embargo, parece adecuada porque responde a un lenguaje vernáculo reconocido. La revolución a través de la propuesta, es en sí una pequeña revolución dentro de la biografía profesional del arquitecto que busca en cada proyecto un grado más de madurez para sí mismo, pero sobre todo, aportar una mejora en el tejido urbano y la imagen de la ciudad.
“Haussmann o las barricadas. Son los residuos de un mundo soñado. La valoración de los elementos del sueño al despertar es el ejemplo paradigmático del pensamiento dialéctico. Razón por la cual el pensamiento dialéctico es el agente del despertar de la historia. Cada época no sólo sueña la siguiente, sino que también, en el sueño, avanza hacia el despertar. Encierra en sí su final y lo despliega con astucia. Con las convulsiones de la economía de las materias primas empezamos a reconocer como ruinas los monumentos de la burguesía, antes incluso de que se hayan desmoronado.” Lucy Sante, 2008
La maestría visionaria de Molezún se manifiesta en esta propuesta con una capacidad extraordinaria para conectar con una emoción revolucionaria de otro tiempo y arrastrarla a la contemporaneidad para insuflar a la ciudad, a la sociedad y cultura del momento, una burbuja de esperanza, cambio y progreso. La estética arquitectónica permite formular nuevos lenguajes que se expresan a través de la imagen del edificio y la ciudad.
“Aprender del paisaje existente es una forma de ser un arquitecto revolucionario” Denise Scott-Brown y Robert Venturi, 1968
Molezún, que había crecido en A Coruña, con su paisaje de galerías, realiza un aprendizaje involuntario del lenguaje de la ciudad, lo que le permite tratar con él de forma sencilla. A través de su profundo conocimiento y experiencia arquitectónica, es capaz de crear un proyecto revolucionario que el permite crear una narrativa de vanguardia en su propia ciudad.