La vida parece tener, a veces, extraños vínculos que enredan la percepción del tiempo. Hay momentos que llegan antes de lo previsto o demasiado tarde, situaciones que se perciben como errores de un guion vital inexistente y otras que parecen plegar el tiempo como un ejercicio cuántico. La realidad, sin embargo, es más sencilla, basta tan solo observar de forma detenida la envolvente contextual personal y tomar decisiones con la voluntad de que estas no sean erróneas. Pero nunca es tan sencillo como parece. Los contextos, las capas que envuelven nuestro hábitat y la propia identidad improvisan, un conjunto de acciones que se alejan del pensamiento racional en favor de la mirada descansada sobre una utopía biográfica. A veces la ausencia de sencillez abre la puerta a caminos increíbles, o quizás estos simplemente sean trazados en blanco sobre los que construir una nueva realidad vital reordenando las coordenadas del tiempo, siguiendo una pauta propia. Y es que, hay en todo esto una verdad indiscutible que enunciaba el poeta José Ángel Buesa: “Lástima que la prisa nunca fue elegante”.
La arquitectura tiene una relación singular con el tiempo, no exenta de vínculos insólitos o alteraciones que engañan no la mirada, sino la propia presencia cuestionando ciertas verdades universales. La naturaleza misteriosa de esta relación, se alimenta con el trazo que guía la mano del arquitecto sobre el papel, pero también de los pensamientos que van y vienen mientras observa el lugar, recuerda algún gesto de quien le ha confiado la creación de su casa o es atravesado por una sensación de un espacio, con una determinada luz, en un instante concreto. La construcción del espacio crea ilusiones que no son reales, pero que de alguna forma parecen responder a las siempre peculiares descripciones de Josep Plá, quien podía definir a una persona como "de aquellas que se ven más pequeñas de cerca que de lejos". De la misma forma hay espacios que son capaces de detener el tiempo, o de obligarlo a transcurrir a toda velocidad, cuando el tiempo en realidad es escurridizo.
“Sospecho que el espacio, en realidad, no forma parte de nuestras preocupaciones vitales, solo el tiempo, que se derrama y escapa entre los dedos cuando intentamos atraparlo”. Luis Moreno Mansilla sobre Enric Miralles
Hay arquitecturas que en las que el tiempo se multiplica con una extraña sensación de inmaterialidad como en la Casa Corberó (Xavier Corberó, 1969-2017) donde la casa se convierte en un paisaje interior de espacios imprevisibles. Otras como la Casa E1027 (Eileen Gray, 1926-1929) parecen saltar en el tiempo mostrando dos realidades temporales a la vez: la costa azul de los años treinta, relajada, discreta, tranquila y creativa y una interpretación contemporánea que adapta esos valores iniciales como si estos fuesen genuinamente contemporáneos. Y algunas como la Casa Experimental (Charles y Ray Eames, 1945-1949) o la Chemosphere (John Lautner, 1960-1961) que no pueden esconder la estética propia del momento en que fueron construidas, resultan radicalmente modernas obviando su lenguaje o entendiéndolo desde la liquidez del pensamiento contemporáneo (Zygmunt Bauman).
La tensión de la modernidad presente en algunas viviendas proyectadas y construidas a principios o mediados del siglo XX está formada por un conjunto de planteamientos arquitectónicos rupturistas que esconden referencias tradicionales y una vocación de anticipación que se basaba en una flexibilidad curiosamente rígida. Este tipo de viviendas, aunque de morfología y estética muy específicas e inmutables, están compuestas por una morfología rígida que sin embargo consigue espacios flexibles. La imagen aparentemente estricta o arrolladora de estas viviendas es tan sólo una identidad más con la que relacionarse con su entorno, un engaño al paso del tiempo, de tal forma que la imagen sea capaz de silenciar un debate inherente al ser humano apoyado en el omnisciente miedo a la vejez y la muerte. Quizás el debate en torno a la modernidad sea en realidad un debate sobre el tiempo, a su paso, y a la insoportable sensación de que todo tiene un fin.
Posarquitecturas entre la emoción y la razón
Pero la arquitectura a veces, tiene la capacidad de retorcer los límites verosímiles, en una materialización de ciertas posverdades como posarquitecturas, en las que la objetividad pasa a un segundo plano en favor de la opinión contemporánea y las emociones. La arquitectura que permanece, se lee desde un contexto hodierno, como sucede al observar un cuadro o leer un libro clásico. Y quizás no depende tanto de la obra en sí, tampoco del contexto sino de las emociones propias que entablan un diálogo con la atmósfera de la obra. En la película ‘Sueños de un seductor’ (Woody Allen, 1972) Allan Felix (Allen) se acerca a una mujer en un museo con el fin de comenzar una conversación que derive en una cita y le pregunta qué le sugiere el cuadro de Pollock que ambos tienen delante, ella aparentemente indolente le responde:
“Reafirma la negatividad del universo. El terrible vacío y soledad de la existencia. La nada. El suplicio del hombre que vive en una eternidad estéril, sin Dios, como una llama diminuta que parpadea en un inmenso vacío, sin nada salvo desolación, horror y degradación, que le oprimen en un cosmos negro y absurdo.
-¿Qué haces el Sábado?
-Suicidarme.
-¿Y el viernes por la tarde?”
A veces, parece necesario dejar a un lado la emoción que genera posarquitecturas o construir una interpretación en base a un criterio en que esté presente el conocimiento contextual de la obra. El tiempo emergerá, al igual que en cualquier reflexión vital, como el motivo escondido que justifica cualquier razonamiento. El tiempo que, de forma deliberadamente silenciada, se nos escapa entre los dedos.
En la vivienda unifamiliar el tiempo flota como un material más del proyecto ya que, en esta, se introduce una pequeña voluntad de permanencia vinculada a la biografía de su habitante. Una casa en un lugar se concibe de forma inconsciente como el refugio natural capaz de establecer un diálogo con la naturaleza que oscila desde el cobijo a la contemplación, de la supervivencia al hedonismo. Y un pequeño matiz, el que atraviesa el proyecto cuando la acción de habitar el lugar se convierte en un espacio nómada, es decir, en una vivienda que no es una residencia fija, sino una casa-refugio o una casa para disfrutar. En Galicia, la topografía y el paisaje crean lugares en los que el tiempo se detiene, o parece hacerlo, sugiriendo que la realidad no responde a la razón, sino al deseo, incluso a aquel que es íntimamente desconocido.
Cualquier carretera cerca de la costa gallega se puede convertir en un relato de instantáneas sobre el que construir una pequeña historia. En la carretera Sada-Betanzos el arquitecto Antonio Tenreiro Brochón proyecta una vivienda para la familia del artista José María de Labra (1925-1994) en 1954. La casa, se encuentra mirando al mar sobre la boca de la ría. La parcela rodeada de pinares y de pendiente muy acusada termina en el mar, sobre una pequeña playa protegida. El arquitecto recibe el encargo de esta vivienda en un entorno tan privilegiado que realmente representa un auténtico desafío. Frente al alivio de un enclave perfecto, aparece la inquietud de empeorar el lugar con cualquier mínima intervención. El arquitecto utiliza dos estrategias: por una parte, la reorganización de la topografía de la parcela con el objetivo de encajar la vivienda y por otra, el diseño de una vivienda como una pieza independiente apoyada en el paisaje. Tenreiro proyecta una vivienda dentro de un volumen sencillo que se ancla a la parcela, de tal forma que desde la carretera la escala parece menor ya que el programa se desarrolla descendiendo hacia el mar.
Una casa para el verano
La primera premisa que Tenreiro utiliza es el trabajo con el terreno, no sólo con la topografía la cual contiene mediante bancales que aterrazan la parcela, sino también con el propio clima cerrando la casa a los vientos fríos norte-noreste y abriéndola al sur-suroeste que además coincide con las vistas. Las fachadas más expuestas se revisten de pizarra del país, mientras que aquellas que recibirán más luz se abren con grandes huecos. Sin embargo, esta descripción podría ser análoga a cualquier otra vivienda en esa posición, ya que responde a parámetros razonables. La singularidad de la propuesta de Tenreiro llega con el siguiente paso del proyecto, la doble integración, contradictoria en la que el enterramiento en el enclave y la voluntad de singularización se ensamblan creando una estética única de lenguaje moderno que incorpora alguna reminiscencia regionalista.
Frente una materialidad regionalista: la piedra y el revoco blanco (originalmente azulejo de color como en las viviendas marineras), la morfología de la vivienda incorpora una cubierta geométricamente invertida y una pérgola escultórica que distorsionan un planteamiento formal demasiado convencional. La cubierta modifica la posición de los faldones de tal manera que permite mayor apertura para garantizar mejores vistas y al mismo tiempo este gesto permite recoger el agua hacia el interior de la vivienda a través de un muro técnico. La estética se ata a través de la mano del arquitecto a la técnica, utilizando este muro además como anclaje esencial para ‘colgar’ la casa de la pendiente y atarla de forma segura sin realizar demasiado movimiento de tierras.
El programa ocupa la casa como si de un refugio se tratase, en lugar de resolver el espacio de forma funcional, distribuye las estancias en función a su relación con el lugar. Esquematiza el estar en la parte inferior más protegida y los dormitorios en la superior, ambas con vistas al mar, mientras que el acceso o la cocina se colocan en zonas más sombrías. Los dormitorios además incluyen balcones, mientras que la planta baja se prolonga mediante un espacio aterrazado. Pero lo más destacable son los pequeños detalles, como las defensas de las ventanas, la barandilla tensada y la singular pérgola. Este último elemento es el más visible, por lo que su diseño que replica el esqueleto formal de la casa, subraya el carácter vanguardista de la vivienda proyectada por Tenreiro.
Tenreiro, amigo de José María de Labra, pertenece junto con él al grupo de artistas gallegos de una generación que impulsó la renovación artística de la década de los cincuenta y sesenta, entre los que destacan María Antonia Dans, Luis Caruncho, Mercedes Ruibal, Elena Gago, Alejandro González Pascual y Victoria de la Fuente. Pertenecientes al grupo, que abanderó la experimentación y la búsqueda de nuevos conceptos, Tenreiro y Labra establecen una dialéctica entre sí que se puede leer en esta vivienda de verano proyectada para la familia. La experimentación formal, y la búsqueda de nuevos conceptos en torno al refugio, la contemplación del paisaje o la luz.
Mi teléfono no deja los platos en el fregadero
La retórica de la casa frente al mar es una constante en la imaginería arquitectónica. La casa Malaparte (Adalberto Libera, 1937) o la Villa Mache (Iannis Xenakis, 1966) podrían ser escenarios de cualquier escena estival, ya que su morfología e integración en el paisaje se asocian al descanso, la tranquilidad y el reposo sencillo siguiendo la máxima del poeta en la que esta dinámica pausada se asocia con la elegancia. No es difícil reflexionar sobre las cuestiones más enredadas de la vida en un escenario así. Tampoco sobre el paso del tiempo. La arquitectura, al igual que algunas otras disciplinas de lectura artística, permite transformar el tiempo en algo difuso hasta confundirlo dentro de las complejas dinámicas sociales humanas.
“Frances: Te quiero Sophie, incluso si tú quieres a tu teléfono que tiene emails, más que a mí
Sophie: Mi teléfono que tiene emails, no deja los platos tres días en el fregadero” Frances Ha (Noah Baumbach, 2013)
El espacio actúa como un recipiente donde contener la vida mundana del ser humano. Los platos en el fregadero, las conversaciones íntimas, dormirse en el sofá viendo una película son acciones que suceden en los mismos lugares en los que a veces se producen decisiones fundamentales o tienen lugar conversaciones determinantes sobre una vida. El espacio contiene así, las escenas atemporales de la vida, aquellas que nunca tienen prisa y que, a pesar del empeño, se escapan entre los dedos.