Las cosas, a veces, suceden de una forma tan rápida que impide percibir pequeños detalles de apariencia insignificante. No es cuestión de detenerse, sino de pensar que quizás ciertas obras parten de una estrategia silenciosa, en la que la presencia inadvertida es deliberada. A pesar de su ostracismo voluntario, cuando se produce esta estrategia en una obra de arquitectura, el enfoque urbano y los argumentos que determinan esa posición resultan ser brillantes y reveladores en oposición a la imagen que transmiten. A veces el silencio es elocuente como afirmaba Thomas Carlyle, otras, simplemente forma parte de una estrategia de supervivencia. “Señora Dalloway, siempre organizando fiestas para disimular el vacío” decía Ed Harris a Meryl Streep en la película Las Horas (Stephen Dadry, 2002), sabiendo que se moría y que la fiesta no era más que un extraño velo colorido y decorativo con el que disimular el silencio desnudo de su próxima muerte.
El silencio, en arquitectura se asemeja al vacío inmaterial de la vida, es decir, a una sensación de ausencia que provoca cierta inquietud. Pero es también una decisión del arquitecto que busca encajar el pulso de la sociedad en el tejido urbano, a través de un no-lenguaje o una lingüística casi imperceptible. El estudio de las formas puras y la percepción del espacio de principios de siglo especialmente tras el traslado de la biblioteca de Aby Warburg a Londres desde Hamburgo a Londres, desarrolla una línea de pensamiento que siguen críticos como Erwin Panofsky, Rudolf Wittkower o Giulio Carlo Argan. La arquitectura se desprende del lenguaje ornamental, o lo obvia, en favor del estudio del espacio. La delimitación de las lógicas geométricas o el estudio de las proporciones no son sólo un argumento de estudio para la crítica sino un reflejo del cambio social expresado a través de la cultura. La explosión lingüística del modernismo derivada los años de alegría de la Belle Èpoque, parece no ajustarse a la vida posterior a la primera Guerra Mundial. La nueva atmósfera de principios del siglo XX, interioriza una dialéctica más realista y existencialista que deja a un lado la expresividad, aparentando un silencio deliberado.
Desnudarse del ornamento
La década de los treinta y cuarenta dibuja una ciudad occidental centrada en la supervivencia como función casi estricta que ha de permitir la reconstrucción de la normalidad vital. Estructura, morfología y función priman sobre la estética que se convierte en el resultado de las anteriores. La estética como resultado y no como componente reflexivo en la construcción del proyecto genera una estrategia introvertida que la dirige al silencio y en algunos casos a un ostracismo puro y voluntario. Y es que la arquitectura expresa el sentir de la sociedad, no como medio, si no como organismo que está formado de la misma materia de aquellos que la habitan.
“Un mundo ni mejor ni peor, un mundo no lleno de lamentos o nostalgias, sino ansioso por convertir las nuevas preocupaciones en nuevas oportunidades” Aprender es dibujarse en el mundo, Luis M. Mansilla, 2012
Hasta cierto punto se puede comprender esta evolución como un camino natural, vinculado al progreso de la historia y a las emociones colectivas. Pero en ocasiones, estos profundos cambios definen puntos de inflexión que suceden en medio de la vida de las personas, obligándolas a afrontar el cambio. A nivel profesional, se crea una transformación que provoca una necesidad de cambio de estrategia. En arquitectura, la estética que la envuelve define su expresividad y relación con la ciudad. Un cambio de estrategia provoca una profunda transformación de la percepción con la que los habitantes comprenden su ciudad.
Una calle racionalista
La calle Santiago de la Iglesia, perpendicular a la avenida Finisterre, no destaca por nada en particular, ya que casi todas las fachadas, de estilo racionalista, presentan una imagen neutra y discreta. Recorrerla no produce ninguna emoción, más allá de la de reconocer una imagen arquitectónica muy presente en la ciudad. Una calle, arquitectónicamente poco elocuente, pero cargada de una cierta armonía relajada. Pero hay un edificio especialmente silencioso, en el número 10. Observando con cuidado esta fachada, su composición, su simetría y su organización sugieren una composición especial, un silencio deliberado que quizás antes fuese un discurso elocuente y adornado. Obra de Antonio López Hernández (1879-1950), su autoría enriquece el relato y transforma la ausencia de palabras en una expresiva mímica.
López Hernández fue uno de los principales arquitectos del modernismo coruñés. Nació en Madrid, fue arquitecto de Hacienda lo que le llevó de Sevilla a Pontevedra y posteriormente a Coruña, donde se establece. Alternaría su residencia entre Pontevedra y Coruña hasta su traslado definitivo de vuelta a Madrid en 1944. Autor de la Casa Arambillet (1912), el número 114 de la calle San Andrés (1911), la Casa Salorio (1912), la Casa Gradaille (1908), o la Terraza (1912), obras que destacan no sólo por su composición sino por su rica ornamentación modernista que las convirtió en paradigmas urbanos. Sin embargo, en 1939 y tras una segunda estancia en la ciudad, construye esta obra que ocupa una pequeña fachada en una calle entonces alejada del centro.
Arquitectura volumétrica
El solar con 6m de fachada, y 12m de fondo, contaba con planta baja y dos alturas, la tercera fue construida en 1945 por Eduardo Rodríguez-Losada. Cada planta está ocupada por una vivienda que cuenta con cuatro dormitorios, de los cuales sólo uno da a la calle principal. La construcción es además muy pobre ya que en 1939 apenas había recursos tras la guerra civil. La estructura se ejecuta en un hormigón muy pobre y los cerramientos se construyen con ladrillo enfoscado, revocado y pintado. Pero lo más relevante de esta obra es como López Hernández realiza una ingeniosa composición, similar a las que planteó con anterioridad en su carrera, sin embargo, aquí se adapta al contexto social e histórico ‘desnudando’ la fachada convirtiendo su modernismo en racionalismo.
La fachada, simétrica, presenta dos huecos que se pliegan hacia el interior creando un espacio en el que se forma una pequeña terraza semicircular. Este truco compositivo le permite conseguir vistas abiertas y diagonales en una calle estrecha y sin vistas. Los huecos siguen este pliegue hacia la terraza de tal forma que enriquecen el espacio interior de la vivienda. La terraza, de forma semicircular, es una forma geométrica simple. La ampliación posterior (1945) remata la fachada con una cornisa lineal que no sigue el trazado volumétrico del resto de la composición. El edificio, racionalista, no destaca por su delicada ornamentación, especialmente en una calle en la que este es el estilo predominante, sin embargo, esta pequeña obra de López Hernández es un ejercicio de volúmenes sencillos que aún resulta más sorprendente dada la trayectoria profesional de su arquitecto.
La voz dormida
La complejidad de la arquitectura es una invariante que se desarrolla desde la pequeña escala de los objetos a la gran escala de la ciudad. El proceso de creación de un proyecto, sin embargo, es ajeno a la escala en términos conceptuales.
“Después montamos las piezas, creando un espacio intermedio, transformándolo en imagen y dándole un sentido, de modo que cada imagen signifique algo a partir de las demás. Transformar el espacio del mismo modo como nos transformamos a nosotros mismos: mediante piezas que se refieren unas a otras. (…) Partiendo de piezas aisladas, buscamos el espacio que las sostiene ” . Alvaro Siza
El silencio de la arquitectura es el resultado de una transformación que cambia el espacio, pero también a la sociedad. Una voz apagada deliberadamente para acomodarse al tono de los tiempos que en la posguerra estaba construido con susurros. A veces, al pasera por la ciudad, sólo hay que detenerse a escuchar con atención las voces dormidas.