A veces la ciudad no parece real. Alejada de confusiones perceptivas o apreciaciones fenomenológicas, hay espacios que no parecen formar parte de una realidad sociocultural construida a través de la historia. La imagen atemporal o escenográfica de algunos espacios urbanos, impide percibir su memoria de forma directa y, sin embargo, suele interpretarse popularmente como un aspecto cualitativo. El filósofo Ludwig Feuerbach (1804-1872) prologaba de forma comentada en 1943 su libro “La esencia del cristianismo” reflexionando sobre el concepto de la imagen: “Nuestra era prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser”. Anticipaba, de manera acertada el futuro poder de la imagen. Y es que la capacidad de abstraer cualquier acción, emoción o experiencia a una única imagen crea una deriva de irrealidad. De la misma forma que una persona no se reduce a su imagen estática, un edificio no es sólo una instantánea urbana.
La imagen de la arquitectura se forma a partir de miradas diversas. La forma de observar y capturar un edificio o un espacio urbano puede buscar la descripción, la materialidad, la expresión de la luz, la atmósfera de un instante o transmitir una emoción. La mirada, antes y después de extraer una imagen instantánea, esconde una forma de pensar y percibir el mundo, una realidad. El arquitecto Gottfried Semper (1803-1879) explicaba un desplazamiento de las teorías del ornamento y una percepción sostenida en las instituciones artísticas emergentes. Semper refería su teoría poniendo como ejemplo la divulgación de fotografías de ruinas griegas blancas, limpias de todo ornato cuando, en realidad, habían estado profusamente decoradas y coloreadas.
La proliferación de imágenes de estas obras arquitectónicas en blanco y negro, sin atisbos de color, fue poco a poco construyendo una forma nueva de interpretar la arquitectura del pasado. Como consecuencia las reinterpretaciones decimonónicas de las arquitecturas “blancas” el neoclasicismo y el romanticismo proponían una adaptación de un lenguaje clásico no del todo sincero hacia la creación de una nueva estética. Semper describía el ornamento, al margen de la estética o el lenguaje como una envolvente textil: “El textil es una máscara que disimula en lugar de representar la estructura. El material de fachada no es más que una propiedad. (…) La arquitectura se localiza con el juego de los signos. El espacio se produce con lenguaje. En su origen es disimulo, su esencia ya no es la construcción sino en enmascaramiento de la construcción.”
Incluso aunque dejes de creer en ella
La conversión de la imagen en percepción de la ciudad, transforma poco a poco la irrealidad en realidad. Acercarse a un edificio es, en ocasiones una experiencia similar a desenvolver capas perspectivas, ya que el movimiento en torno a él o dentro de él, introducen una nueva relación la dinámica del cuerpo con el espacio. A pesar de ello, algunas obras mantienen oculta su realidad tras muchas capas. La comprensión de una obra de arquitectura requiere una lectura más allá de la imagen, es decir, necesita de la experimentación del espacio y de un cierto conocimiento contextual en su escala temporal, pero también en la urbana. Y es que la realidad como escribía Sándor Márai (1900-1989) no es lo mismo que la verdad, porque “la realidad son sólo detalles”. Los detalles son los pequeños destellos que permiten reconocer la realidad, aunque esta, como afirmaba el escritor Philip K Dick (1928-1982), “incluso aunque dejes de creer en ella, sigue existiendo y no desaparece”.
La arquitectura modernista, responde a la forma de expresar la arquitectura que postulaba Gottfried Semper, es decir, es una arquitectura textil ya que, en muchos casos, se concibe como la envolvente de una estructura tradicional. Una piel que se compone a partir de una lingüística concreta generando una estética naturalista, voluptuosa y artística. El modernismo formula una imagen instantánea perfecta, atemporal, pero también irreal. Es la atmósfera que genera en su entorno la traspasa la imagen de forma tal que la realidad contemporánea rompe el espejo que reflejaba el pasado para trasladarlo al presente. Esta secuencia aunque parece obvia, a veces se detiene frente al espejo, sin atravesarlo quizás por miedo a romper la imagen romántica de un pasado que ya no puede existir.
Orzán 96
A Coruña es una ciudad con gran número de obras modernistas, pero debido a las diferentes fases de crecimiento de la ciudad, sus ubicaciones, y la adaptación de su estética al lugar son variables. La calle Orzán, a principios del siglo XX, era una vía de gran importancia, pero secundaria en términos jerárquicos, es decir, no se encontraba dentro del tejido urbano burgués, si no que conectaba viviendas más humildes con la zona industrial. En esta calle, aparecen algunas obras modernistas, de forma discreta, aunque alguna destaca de forma prominente. El número 96 de la calle Orzán debido a su posición dentro del tejido urbano, además de su escala, es una obra muy singular.
Proyectada por el arquitecto Pedro Mariño (1865-1931), en 1927, es una obra discreta y no incorpora una ornamentación tan profusa como otras obras del autor como las Escuelas Municipales de Orzán (1916) o el Palacio Municipal de María Pita (1901). Desde un punto de vista compositivo esta obra se asemeja más a la Casa de Sol (1905), más humilde y discreta. La obra de Pedro Mariño se inscribe entre el eclecticismo y modernismo, por lo que la recurrencia a la ornamentación y su morfología está separada por algunos matices, si bien no se produce ninguna alteración estructural, funcional o formal.
El edificio de la calle Orzán 96 se encuentra en la convergencia de la calle Cordelería y Orzán. En la actualidad la parcela sitúa al volumen casi centrado en el eje de la calle Orzán, sin embargo, la organización de las calles era ligeramente diferente cerrando más la fachada del edificio. El volumen consta de cuatro plantas con bajocubierta y planta baja, y tres de sus cuatro fachadas dan a la calle cerrando la manzana. La primera decisión de carácter compositivo es curvar los encuentros en esquina de la fachada, en lugar de mostrar aristas vivas.
La arquitectura de la envolvente
La envolvente del edificio se ve perforada de manera ordenada mediante huecos que siguen un ritmo constante. La regularidad de la envolvente proporciona un equilibrio compositivo casi clasicista que se rompe mediante la ornamentación. Además, para reforzar esta rigidez el arquitecto introduce una cornisa entre las dos últimas plantas que, posiblemente fue el límite superior del edificio previo a la ampliación de la última planta y el bajocubierta. La ornamentación de los huecos se supedita a la estructura compositiva de tal forma que esta se integra completamente. Los huecos incorporan un recercado perimetral que sobresale del plano de fachada, y se remata en la parte superior con pequeños motivos vegetales. En el antepecho del hueco se integra un mascarón rodeado de elementos florales que describen una figura habitual en el modernismo, un dibujo dividido en tres partes mediante lazos y barras.
El color y la materialidad representan un aspecto importante en la estética del edificio. Los elementos que sobresalen del lienzo de fachada presentan un color más claro y ademán la planta baja se ha revestido (posteriormente) con ladrillo. Sin embargo, resulta muy notable el diseño de la cornisa, que no sólo es de gran espesor, sino que además introduce piezas cerámicas de azulejo blanco. La segunda cornisa, la que separa la última planta del bajocubierta replica este diseño. El uso del azulejo proporciona un matiz distintivo respecto del acabado enfoscado tradicional o la mampostería cerámica de acabado rugoso y mate, ya que en este caso se utilizan piezas esmaltadas que brillan. En una ciudad lluviosa, pero luminosa, como Coruña, este pequeño matiz produce una cierta vibración de un elemento tan rígido y estructural en términos formales como una cornisa. Las pequeñas vibraciones no se reducen a la incorporación del azulejo, sino que además los huecos próximos a los cambios de plano en las fachadas laterales se parten sin modificar la posición, proporción o estética del hueco. La ornamentación también se adapta a esta condición.
Las ciudades y el ser humano
En 1921 el fotógrafo Edward Steichen fotografió a la bailarina Isadora Duncan en la acrópolis de Atenas. Las ruinas clásicas, blancas y limpias que Semper describía dentro de su crítica sobre el desplazamiento del ornamento, son representadas en esta serie fotográfica como un escenario vivo y dialogante a través de la relación con el ser humano y sus dinámicas. Los movimientos elegantes y naturales de Duncan describen una forma artística de relacionarse con la arquitectura. La escala, el contraste de la materialidad, el equilibrio de los volúmenes o la relación de las formas no son, sin embargo, una relación únicamente circunscrita al mundo del arte, sino que está presente en la naturalidad de la relación entre el ser humano y su hábitat.
“Al flaneûr no le atraen las realidades oficiales de la ciudad sino sus rincones oscuros y miserables, sus pobladores relegados, una realidad no oficial tras la fachada de vida burguesa que e fotógrafo ‘aprehende’ como un detective aprehende a un criminal” Susan Sontag, Objetos melancólicos
El París de Noche (1933) de Brassaï o la Ciudad desnuda (1945) de Weegee muestran realidades de ciudades que, aparentemente podrían percibirse como irrealidades vistas desde otras lentes. La realidad de la ciudad y de la arquitectura, aparece cuando la mirada sobre estas busca aquello que las imágenes no muestran.