El filósofo Friedrich Nietzsche explicaba que la madurez del hombre llegaba cuando conseguía encontrar “la seriedad con la que jugaba cuando era niño”. De alguna manera el ser humano, siempre necesita el juego, en todas las etapas de su vida. A veces esa necesidad, seria, adquiere formas diversas, pero el objetivo que esconde esta actividad es esencial en el comportamiento humano.
“Siempre hay una señora anciana que se dirige a los niños con muecas y diciendo cosas estúpidas con un lenguaje informal lleno de cucú y cocó y pichipachiú. Por lo general, los niños miran muy seriamente a estas personas que han envejecido en vano; no entienden lo que quieren y vuelven a sus juegos, juegos simples y muy serios” Bruno Munari
Y es que el juego no solo proporciona emociones positivas, sino que además facilitan la comprensión y organización estructurada de numerosos conocimientos complejos. Como indicaba Munari “complicar es fácil, lo difícil es simplificar”, dentro de los mecanismos de juego se produce una acción que desnuda de dificultades determinados conceptos. “Todos son capaces de complicar. Pocos son capaces de simplificar”. En la edad adulta los juegos se convierten, en ocasiones, en estrategias intelectuales creativas que buscan la sorpresa o simplemente resultados novedosos. La ucronía es uno de estos ‘juegos’ que permiten comprender la realidad a través de una falsa construcción de la historia. Un ejercicio intelectual que abre narrativas curiosas, cuya libertad o verosimilitud se basa únicamente en las normas que sus ‘jugadores’ definan.
En la novela ‘Danza de Tinieblas’ de Eduardo Vaquerizo, la ucronía se presenta como una narrativa que se interna en la historia más cercana, la que siempre se enseñó en los colegios de manera repetitiva. Pero Carlos I no fue emperador de Alemania, Felipe II murió en un accidente de caza durante su juventud, lo que dibuja un escenario singular en el que la historia simplemente transcurre de otra forma y los pequeños detalles introducen una verosimilitud al relato que, al menor despiste, pueden aparentar ser ciertos. Las ucronías, ya sean las que plantea Quentin Tarantino en ‘Once upon a time in Hollywood’ o ‘Inglorius Basterds’, la ‘Britania conquistada’ de Harry Turtledove, ‘El hombre en el castillo’ de Philip K Dick o ‘Lo que el tiempo se llevó’ de Ward Moore, parten de un ‘punto Jonbar’ que marca la divergencia entre realidad y ficción narrativa. En arquitectura, aquellos proyectos que nunca se construyeron son los ‘puntos Jonbar’ del urbanismo y de la construcción del hábitat.
Arquitecturas que nunca fueron
La arquitectura nunca construida permite, siempre, imaginar la ciudad que pudo ser, porque “donde no hay nada, todo es posible. Donde hay arquitectura, nada (más) es posible” (Rem Koolhaas). La reflexión sobre la existencia o no de la arquitectura, es decir, la materialización del proyecto es en sí un proceso que genera una crisis ética fundamentada en el razonamiento de los principios que lo argumentan. La demostración de la idoneidad moral de un proyecto es quizás el punto determinante de la decisión, especialmente si se razona desde una perspectiva social que, es necesaria ya que cualquier obra de arquitectura es una acción que transforma el hábitat.
“Puede que la obstinación de los arquitectos-una miopía que los ha llevado a creer que la arquitectura es no solamente el vehículo de todo lo bueno, sino incluso la explicación de todo lo malo-no sea simplemente una deformación profesional, sino una reacción al horror de lo opuesto a la arquitectura: es decir, el retroceso instintivo ante el vacío, el miedo a la nada.” (Rem Koolhaas)
Los proyectos no construidos, esos puntos Jonbar o de divergencia permiten una reflexión crítica sobre la estructura urbana, aportando miradas poliédricas entre las que el enfoque ético, el social o el económico describen un arco de pensamiento. Algunas de estas restricciones desvían al proyecto de su objetivo y, a pesar de estar rodeados de un conjunto de reflexiones son, en sí mismas la definición de los argumentos proporcionados por la realidad.
En 1960, el arquitecto Andrés Fernández Albalat proyecta una iglesia para la Parroquia de El Carmen en los Castros. Durante dos años, desarrolla esta propuesta que finalmente no se podría realizar debido a las restricciones económicas, y que culmina con la construcción de otro proyecto completamente diferente y más modesto. Pero el solar era algo más que un espacio destinado a una parroquia, sino que dentro de esta parcela se ubicaría un edificio de viviendas y la iglesia. Inicialmente el edificio de viviendas y la iglesia se planteaban como dos volúmenes independientes, aunque existiría una pequeña relación entre ambos a través del espacio público que los separaba. Este primer proyecto ubicaba ambos volúmenes de una forma clara, de tal manera que el conjunto se articulaba de forma sencilla. En el proyecto construido se produce un ensamblaje más complejo.
Un proyecto sorprendente
El proyecto para la parroquia del Carmen se desarrollaba sobre la parcela, que da a la avenida de Oza y la avenida del Pasaje (entonces General Sanjurjo y Buenavista). Entre ambas existe un cierto desnivel equivalente a una planta que permite encajar ambos usos: residencial y religioso de manera fluida y sencilla. El volumen residencial se situaba hacia la avenida de Oza mientras que la parroquia daba a la avenida del pasaje, una vía de mayor entidad. El edificio de viviendas contaba con tres plantas, bajocubierta y una planta baja de mayor altura entre forjados para conciliar la diferencia de cota entre las dos calles. La fachada trasera del edificio de viviendas se iluminaba mediante la introducción de un espacio abierto que separaba al mismo tiempo la iglesia del volumen residencial. Las viviendas presentaban una estructura sencilla y modesta con una particularidad, y es que la primera planta se unía a la parroquia al encontrarse a la misma cota.
Pero lo más destacable de este proyecto dual era la propuesta para el edificio que albergaría la iglesia, una obra de lenguaje moderno que presentaba varios gestos sofisticados. En primer lugar, Fernández Albalat tomó la decisión de alinear el volumen a una de las medianeras y puesto que la otra no era completamente paralela, romper por completo la relación entre ambas, de tal manera que es capaz de crear un doble jardín en la parte delante y trasera separados por el giro del muro opuesto. Este giro, además, favorece funcionalmente a la iglesia ya que ubicaba en dicho lateral los usos secundarios de la misma. Pero la planta tampoco se alinea con el frente, sino que nuevamente efectúa una rotación para que la fachada principal sea perpendicular al muro lateral, así conseguía crear un atrio de acceso. En segundo lugar, el fondo del edificio se curva completamente, formando el altar.
Un altar que se duplica para crear un paso de servicio posterior que escondería el acceso a la sacristía. Sin embargo, la sección del edificio era el aspecto más interesante del proyecto, ya que toda la cubierta se sustenta mediante una enorme cercha recta en su cara exterior y curva en la interior, de esta forma permite la correcta evacuación de agua de lluvia, mientras que permite una buena acústica e iluminación uniforme dentro del espacio del templo. Este gesto que recuerda a obras icónicas del movimiento moderno español como el Gimnasio del colegio Maravillas de Alejandro de la Sota (1960-1962), define una forma de construir templo religioso con lenguaje contemporáneo sin perder aspectos como la monumentalidad, la escala o la espacialidad serena propias de este uso. Además, el doble altar curvo en realidad era un truco al observarlo en planta, ya que en sección esa duplicidad solo aparece en planta baja porque este se inclina ligeramente convirtiendo el fondo perspectivo de la iglesia en un lienzo en el que la luz que penetra por el lucernario superior permite percibir el transcurso del día. La posición del lucernario, posible debido a la inclinación de la cubierta, ilumina de forma indirecta el lienzo del altar.
Este proyecto, lamentablemente no se pudo ejecutar, su modernidad y vanguardia hubieran definido una obra singular en la ciudad que quizás hubiera creado algún tipo inercia. La realidad, sin embargo, permitió la construcción de otro proyecto más modesto, pero igualmente de gran calidad arquitectónica que debe ser objeto de un análisis independiente propio. La arquitectura moderna religiosa seguiría representada en la ciudad por la Parroquia de la Resurrección en el barrio de las Flores de Jose Antonio Corrales. Los proyectos no construidos definen también una actitud abierta sobre la ciudad, que sigue la idea descrita por Susan Sontag “aprender a dejar de lado nuestras propias opiniones y escuchar a los demás con una mente abierta y flexible”, ya que “no hay respuestas fáciles en la vida. Tenemos que estar dispuestos a enfrentar la ambigüedad y la incertidumbre para crecer y evolucionar”.
¿Y sí…?
Las cosas que nunca sucedieron generan un extraño magnetismo, pero también una emoción intrínseca a la acción de jugar “¿qué hubiese pasado sí?”. Es cierto que, en arquitectura, esta emoción parece desapasionada, en comparación con la historia o incluso con la propia biografía individual de cada persona, sin embargo, se trata de una narrativa subliminal. La acción arquitectónica es más lenta, su capacidad transformadora no es instantánea, sino que se diluye poco a poco en el tiempo. Las ucronías arquitectónicas conciben ciudades utópicas que nunca serán habitadas, pero, a diferencia de las históricas o las biográficas, siempre estarán disponibles.
“Imagínese a un hombre sentado en el sofá favorito de su casa. Debajo tiene una bomba a punto de estallar. Él lo ignora, pero el público lo sabe. Esto es el suspense.” Alfred Hitchcock
Las obras no construidas que existen pueden no ser conocidas por quienes habitan la ciudad, pero se encuentran suspendidas en la incertidumbre. Un espacio utópico, ucrónico, la incertidumbre es una inercia necesaria para la convivencia en la ciudad porque “la incertidumbre es una posición incómoda. Pero la certeza es una posición absurda” (Volatire)