Hay virtudes, como la lealtad, que pueden construir la personalidad de un individuo o de una sociedad. El filósofo Josiah Royce establecía este concepto como una virtud primaria y un deber central “la devoción consciente y práctica y amplia de una persona a una causa”. La lealtad en el ejercicio de la arquitectura implica la definición de unos principios que se mantienen a lo largo del tiempo. Algunos edificios que mantienen su estética, estructura y morfología, han tenido quizás, la suerte de sostenerse en un complejo equilibro de lealtad social y urbana. Y aunque, en ocasiones no todo sea voluntad social, sino mera casualidad o suerte, hay lugares especiales de la ciudad que, a pesar de su escala discreta o su aspecto sencillo permanecen en el tiempo.
“La lealtad y la devoción conducen a la valentía. La valentía conduce al espíritu de sacrificio. El espíritu de sacrificio crea confianza en el poder del amor” Morihei Ueshiba
La ciudad no sólo se construye con edificios o monumentos, sino que los espacios públicos o los locales forman parte de su biografía. Crean una segunda capa que se tiende sobre la estructura de la trama urbana definiendo una dinámica orgánica que actúa al margen de la planificación. La forma planificada de la ciudad es, en realidad, un mecanismo a través del cual la arquitectura se convierte en herramienta de trabajo, pero esta no es siempre una disciplina rígida al servicio de determinadas clases, sino que permite a cualquier individuo hacer uso de sus lógicas conceptuales y técnicas.
“Los constructores anónimos no solo entendían perfectamente la necesidad de limitar el crecimiento de una comunidad, sino que esta coincidía con su idea de los límites de la propia arquitectura. En pocas ocasiones subordinaban el bienestar general a la obtención de beneficios al progreso. En ese sentido compartían las creencias del filósofo profesional” Bernard Rudofsky
La construcción anónima de la ciudad responde a acciones diversas. No todas son grandes obras, sino que muchas son actividades o procesos de transformación ajenos a la lógica urbana. El comercio dibuja una dimensión social sobre la cual la arquitectura actúa como catalizador capaz de proporcionarle una identidad y un propósito urbano, es decir, un ensamblaje con el tejido y el tiempo. Si la discreta obra que supone un comercio se realiza de la manera adecuada, no sólo su imagen pasará a integrarse en la ciudad, sino que además permanecerá en el tiempo creando una memoria social colectiva. Algunos terminan siendo, décadas después lugares de culto como la tienda Loewe en Barcelona situada en la Casa Lleó Morera de Lluís Domènech i Montaner, o la icónica librería Acqua Alta en Venecia. Otras constituyen nodos urbanos que no sólo forman parte del tejido de la ciudad, sino de su lenguaje, ya que su presencia termina transformando la toponimia de algunos lugares.
Lugares que cambian
En ocasiones, el cine o la televisión producen un efecto foco sobre algunos de estos pequeños fragmentos de ciudad, así las series Sexo en Nueva York o Friends popularizaron muchos establecimientos, o películas como Cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984), Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961), Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984) o Malditos Bastardos (Quentin Tarantino, 2009). Las cafeterías, tiendas o restaurantes que se muestran en estas películas se convirtieron un tiempo después en lugares de peregrinación dentro de un imaginario, aunque pronto constituyeron una dinámica urbana por la cual el local o el fragmento de ciudad próximo terminó absorbiendo esa nueva afluencia. Este efecto provocaría una transformación directa creando espacios urbanos o nuevos comercios para dar servicio a la nueva situación. En la actualidad, el capitalismo realista recrea este efecto desde la imagen, anticipando la presencia de una determinada marca comercial, de tal forma que es el tejido urbano el que se transforma antes de la presencia del nuevo establecimiento.
En A Coruña, se conservan algunos locales comerciales, muchos de los cuales forman parte de la memoria colectiva. Estos establecimientos son lugares cuya presencia nunca será silenciada, porque permanecen en la memoria, incluso cuando mutan su uso debido al paso del tiempo. Uno de estos locales más destacados es la Sastrería Iglesias, una obra del arquitecto Antonio López Hernández (1879-1950). La trayectoria de López Hernández está ligada al modernismo coruñés, es una producción arquitectónica muy cuidada, en la que la estética y el higienismo son los conceptos esenciales que definen su obra. Entre sus proyectos más reseñables se encuentran la Casa Arambillet (1912), la Casa Gradaille (circa 1912-1975) o la Terraza (1012-1920). Sin embargo, la Sastrería Iglesias no responde a este criterio. Construida apenas unos años después, esta obra no parece pertenecer a la mano de López Hernández, ya que su estética racionalista limpia y sencilla dista mucho del lenguaje florido del modernismo.
La Sastrería Iglesias
La Sastrería Iglesias, fue un negocio familiar desde 1864, que primero se estableció en la calle Herrerías para posteriormente trasladarse a la calle Riego de Agua, al local proyectado por López Hernández. Además de trajes de calle, la sastrería realizaba uniformes profesionales para militares y otros oficios municipales, y es que fue con las vestimentas militares con las que comenzó el negocio familiar. La profesionalidad y maestría de la familia en el ejercicio de su actividad consolidó el negocio, que poco a poco fue creando una relación simbiótica con el propio establecimiento. De alguna forma la disciplina necesaria para realizar un buen traje creó una percepción atmosférica de la imagen del local, cuyas líneas rectas y curvas se asociaron con la precisión y la seriedad del trabajo bien hecho.
La obra de López Hernández es un proyecto sólido, en el que la función del local: una sastrería, es esencial en la definición conceptual de la imagen del proyecto, pero también en su estética. La elección del racionalismo en términos lingüísticos, no responde solo la latencia de una época sino que también guarda una relación directa con la actividad de confección: precisa, sencilla, elegante y pausada. La fachada del local es un plano gris, sencillo, neutro, sobre el que se realizan cuatro recortes: tres en posición vertical de idénticas dimensiones y uno en la parte superior de proporción horizontal y alargada. Los tres primeros sirven para situar el acceso, así como los escaparates, mientras que el cuarto alberga el rótulo del comercio. Los tres huecos, aunque dentro de recortes idénticos “sufren” una corrección, a partir de la cual aparecen planos blancos que se curvan y sirven de marco a lo que se expone a ambos lados del acceso, situado en el hueco central. Los huecos a ambos extremos son simétricos y en ellos, la fachada se curva para abrir el hueco del escaparate en un plano posterior. El antepecho de este, igualmente plano, se pinta en un tono más oscuro que el de fachada, provocando un desplazamiento que lo dota de mayor profundidad.
El hueco superior, que alberga el rótulo del local, presenta un fondo blanco de tal manera que la tipografía del local destaca sobre este en un tono más oscuro. La tipografía utilizada para la fachada encaja con el lenguaje racionalista del resto del local, ya que la elección de palo seco distaba mucho de las letras más floridas propias del modernismo. El interior del local está presidido por un característico reloj, así como estanterías y mobiliario también diseñados por el arquitecto.
Desde un punto de vista arquitectónico la estética del local resulta el aspecto más relevante porque define la imagen de la ciudad. La fórmula utilizada por López Hernández para insertar la fachada del establecimiento en el conjunto es muy inteligente, ya que no sólo establece una relación con el oficio de sastrería sino que se muestra como un desvelado por capas recortando y abriendo el plano para revelar el acceso al interior. La presencia urbana de esta obra racionalista se convierte en un ejercicio de capas, en el que poco a poco se invita a entrar a un espacio. Quizás esta condición sumada a la permanencia del negocio en la familia durante 148 años ha creado un aura enigmática al tiempo que histórica frente a una actividad y un local omnipresentes en la memoria de la ciudad. Y es que, curiosamente, en una lectura presentista de la obra, la composición de capas y su lenguaje racionalista, se convierten en metáfora del propio local, ya que su fachada desvela el interior de un pasado extenso y rico. En la actualidad, el local ya no alberga la sastrería, pero su estado de protección garantizó que el nuevo uso respetase todas las características estéticas, conceptuales y tipológicas definidas por el arquitecto en su obra original.
El tren que nunca se pierde
La lealtad de la ciudad hacia su arquitectura es una muestra de memoria colectiva capaz de mover las voluntades urbanas desde la apreciación cultural. En la película Darjeeling Ltd (Wes Anderson, 2007), los tres protagonistas viajan a bordo de un tren que una mañana se detiene en medio de un área casi desértica. “El tren se ha perdido” comenta un pasajero a uno de los protagonistas, quien le responde: “¿El tren? Pero si va sobre raíles”. Y es que resulta inverosímil perderse cuando todo parece tener una trayectoria reglada, pero a veces, la realidad esconde sorpresas inesperadas o malentendidos.
El devenir de la ciudad no es un destino escrito, pero la construcción de la cultura urbana define un recorrido que se consolida con rigidez marcando una dirección sobre la que se desarrollará una trayectoria. Pero esta puede desvanecerse, dejando la construcción del futuro urbano a quienes habitan la ciudad. Por eso la lealtad se convierte en un concepto fundamental para que sirva de brújula en un camino incierto e imprevisible. Por mucho que la arena pueda ocultar las vías y el tren parezca perdido, la virtud de la lealtad hará que este siga su camino allá a donde se dirija.