En la década de los sesenta el estudio de arquitectura de Ant Farm se preguntaba cómo de diferente sería la percepción arquitectónica actual, si al menos una generación completa hubiese crecido en cúpulas geodésicas. Habitar un lugar no sólo implica conocer su tradición y su cultura, sino también nutrirse de un conjunto de latencias que forman parte de su atmósfera. Crecer en un lugar en el que la cultura arquitectónica, con o sin arquitectos, está presente define un conjunto de parámetros estéticos que se convierten en lente a través de la cual interpretar la realidad. La mirada se educa en las formas, luces y colores de un contexto, casi como un acercamiento infantil, pero poco a poco la interpretación teórico-cognoscitiva de ese entorno se vuelve en práctico-productiva o utilitaria, es decir, nace una relación referencia entre el cuerpo humano y su hábitat.
La abstracción de estos términos se define como una mirada analítica y generativa cercana a los postulados de Frieder Nake, como ejercicio introspectivo de comprensión del contexto en el que se habita. Este mecanismo, de apariencia compleja describe, en realidad, el proceso natural e inconsciente de penetración de la cultura estética del hábitat en la genética del ser humano.
“La estética es el fundamento de la elegancia, como la capacidad intuitiva de elegir lo adecuado para el momento histórico, lugar y condición, sustentada en la proporción áurea, para identificar el actuar en armonía con el Universo, como principio fundamental de supervivencia y autocorrección” Ibo Bonilla
Las arquitecturas de la infancia son quizás las más didácticas, especialmente a nivel lingüístico, ya que aquello que forma parte de un entorno se identifica con un nombre, al principio sencillo y directo, pero que se va cargando de complejidad y abstracción. En algunos profesionales dedicados al diseño este mecanismo de aprendizaje es esencial, así lo fue para profesionales como Frank Lloyd Wright (1867-1959). Anna, la madre de Wright, decidió cubrir las paredes del dormitorio de su hijo Frank con dibujos de catedrales inglesas, y propiciar el contacto del niño con juegos froebelianos o con la belleza de la naturaleza. Décadas después, Wright reconocería que este contacto propició la construcción de una sensibilidad natural y casi involuntaria dentro de sí a pesar de haber crecido en un lugar como Wisconsin, entonces alejado de los centros intelectuales del país. Los recuerdos de la infancia adquieren, en la mente creativa, una vertiente funcional que parte de la propia personalidad.
“Actualmente resulta necesaria una obra de demolición del mito del artista divo que produce sólo obras maestras para las personas más inteligentes. Debe pensarse que mientras el arte se mantiene al margen de los problemas de la vida, interesa solo a pocas personas” Bruno Munari. El arte como oficio, 1968
Crecer en un edificio singular
En A Coruña, el arquitecto José María Iglesias Atocha (1924-2008) creció en una casa singular. Su padre Pablo Iglesias Roura había encargado al arquitecto Pedro Mariño la casa familiar en la avenida de Linares Rivas en 1926. La obra de Mariño, debió causar un gran impacto en la ciudad al utilizar un lenguaje modernista y ecléctico, quien entonces ya era un arquitecto consolidado que había construido el palacio municipal de María Pita. Pero, aún mayor reacción debió causar habitar un edificio así, cuya aura define la vanguardia estética de aquella ciudad. El aspecto, como lo definía Otero Pedrayo tenía su referencia en el Gran Hotel o las exposiciones decimonónicas. Una mirada de influencia francesa y beauxartiana que creaba una atmósfera de apariencia culta e internacional que evocaba un cierto exotismo urbanita.
José María Iglesias Atocha estudió arquitectura y ejerció su profesión en A Coruña, donde además fue arquitecto municipal. Sus primeras obras estaban marcadas por un lenguaje racionalista, habitual en la década de los cuarenta y cincuenta, para posteriormente transitar hacia el movimiento moderno. Entre sus obras más relevantes destacan las Escuelas e Iglesia Ángel de la Guarda (Os Castros, 1956), la Iglesia de los capuchinos (Juan Flórez, 1956), la Iglesia de San José de la Montaña (Montealto, 1950-68), las Torres Efisa (Cuatro Caminos, 1968) o las Torres de la Sagrada Familia (Cardenal Cisneros, 1974). En todas estas obras existe una gran variedad tipológica, de escala o lenguaje. Pero hay una obra de Iglesias Atocha que destaca por su sencillez, ya que su tipología obliga a despojarse de ornamento, el concesionario de Renault para Eulalio Mora en Casablanca.
Arquitecturas del motor
Construido en 1959, el concesionario de Renault es anterior al paradigmático concesionario de SEAT de Andrés Fernández-Albalat (1964). En una lectura paralela, ambos proyectos se desvelan como formas de comprender la arquitectura del coche desde dos miradas muy alejadas en concepto, pero muy cercanas en el tiempo. Ambos concesionarios fueron proyectados bajo una narrativa propia del Movimiento Moderno, sin embargo, uno responde a su vertiente europea, el otro a la norteamericana o, incluso californiana. Mientras que el concesionario de la SEAT se acerca conceptualmente a los proyectos de Richard Neutra, con superficies reflectantes, transparentes y una fuerte presencia de elementos constructivos metálicos tan propios de los edificios industriales estadounidenses, el concesionario de Renault aplica los postulados del primer Movimiento Moderno europeo.
Iglesias Atocha desarrolla un edificio formado por volúmenes de los cuales el principal presenta cubierta plana y el posterior una morfología de dientes de sierra curvos. La concatenación de estos se realiza de una manera natural, lo cual produce un aspecto orgánico que, en combinación con la lingüística moderna consigue integrarlo en el paisaje sin perder una estética de vanguardia. En gran medida, la imagen del edificio se sustenta en la composición de la fachada y su materialidad, pero esta concepción de la envolvente es posible gracias a una estructura de hormigón armado que permite liberar el espacio en planta de muros, llevando los apoyos a los extremos de los espacios de circulación. La envolvente incorporaba ventanas alargadas y soluciones acristaladas alejadas del tradicionalismo de principios siglo. En la fachada principal aparecen hasta cuatro tipos de hueco: un acristalamiento completo con carpinterías muy esbeltas en el acceso, una celosía de prefabricado de hormigón, huecos horizontales de pequeño tamaño, y por último los grandes huecos alargados formados por los dientes de sierra. El bloque superior de oficina utiliza la misma estrategia de huecos que el bloque inferior acristalado de acceso. Este bloque además tiene la peculiaridad de aparecer casi “colgado” porque rompe la linealidad de los forjados de cubierta de ambos volúmenes adyacentes.
Los diferentes volúmenes se rompen a través de la materialidad, una estrategia muy utilizada en las interpretaciones del Movimiento Moderno en la España de los cincuenta y sesenta, que utiliza la piedra, la cerámica o algunos revocos para crear una cierta dinámica que no renunciaba a las formas puras. En la fachada se encuentran aplacados de piedra, revocos de tonos claros u oscuros y también prefabricados de hormigón prefabricado. Casi como un guiño regionalista se añade una discreta cornisa en los volúmenes de acceso, lo que se combina con una esbelta y larga cornisa moderna sobre la zona de acceso. Esta segunda pieza de hormigón se inclina ligeramente para acentuar la presencia del acceso.
Un espacio funcional
La vegetación también se incluye como material fundamental del proyecto, ya que forma parte del acceso al edificio e introduce una imagen más amable en una tipología que se supone industrial y fría. La cubierta en dientes de sierra curvos es también una innovación estructural modesta, ya que utiliza una solución con cáscaras, una tipología innovadora que había comenzado a utilizarse a través del desarrollo de la tecnología del hormigón a principios del siglo XX. La imagen del conjunto se completa con un gran rótulo realizado con tipografía de palo seco que subraya la modernidad del edifico, pero también la vinculación de la marca con la industrialización y aerodinámica. En aquel momento los modelos más destacables de Renault eran el Frégate o el Dauphine, automóviles de aspecto aerodinámico, sencillo y sofisticado. La imagen del edificio, así como su rótulo, buscaban transmitir lo mismo que los propios modelos: dinamismo, modernidad y sofisticación.
La organización interna del concesionario era muy funcional, su distribución se basaba en las labores propias de un taller separando de forma clara las oficinas del espacio para los vehículos. El taller, diáfano, presenta una circulación circular en torno a un espacio central que deja a ambos lados espacios de trabajo. El bloque central funcionaría como taller mecánico, mientras que los laterales serían espacios de servicio: aparcamiento, herramientas, aseos, o botiquín. Además, estos se comunicarían con un gran almacén de piezas. Al fondo, separado mediante una partición móvil se encontrarían las zonas de chapa y pintura, ya que estas labores requieren mayor cuidado y limpieza. Tanto en el acceso como en la salida se dispondrían dos zonas de aparcamiento para la recepción y recogida de los vehículos. También vinculado al acceso existía una circulación alternativa, más corta para averías de reparación sencilla. El acceso de las oficinas contaba también, con una zona de aparcamiento al interior como zona de exposición. El concesionario, situado en la curva de Casablanca, era testigo irónico de muchas colisiones de automóviles, algunas con consecuencias lamentables.
Complicarse la vida
La creatividad crea en quien la desarrolla un conjunto de contradicciones, frustraciones e incluso dolor emocional al no conseguir alcanzar un objetivo que se ensamble a la perfección en los condicionantes del contexto, la coyuntura del momento y la realidad de la opinión sociocultural.
“tenía una habilidad increíble para complicar lo obvio y santificar lo banal, como un poeta […] Tenía en la cabeza los dibujos que quería pintar; sólo necesitaba encontrar la mezcla de colores adecuada para llevarle allí” Suze Rotolo sobre Bib Dylan, A Freewheelin’Time: A Memoir of Greenwich Villages in the sixties
Sin embargo, como afirmaba Bruno Munari “cuando un problema no puede resolverse, no es un problema”. En arquitectura los problemas irresolubles parten de complejidades que, lejos de poder ser modificadas, han de ser aceptadas para transformarlas en una mutación a favor del proyecto. Esta habilidad, es algo intrínseco para quien la arquitectura ha formado parte de su vida ya sea desde su infancia o por una cuestión vocacional. Quizás no sea cuestión de complicarse la vida, sino de comprender cada pequeño detalle que construye la atmósfera de un lugar. Observar, dibujar y, tras una pequeña reflexión, sentarse a proyectar.