Supongamos que es una ciudad. En una ocasión, la escritora Fran Lebowitz paseaba por su ciudad, Nueva York, cuando se encontró con un grupo de turistas que le cortaban el paso mientras miraban sus móviles y se sacaban fotos. Su paciencia llegó al límite dejando salir una exclamación neurótica: “Move! Prentend it’s a city!” (¡Muévanse! Supongamos que es una ciudad). Lebowitz, amante de Nueva York, critica su ciudad en cada intervención o escrito explicando que es ruidosa, horrible, llena de gente maleducada y agresiva pero que, bajo ningún concepto pretende vivir en otro lugar porque está orgullosa de el lugar que habita. Y es que, en esa sencilla anécdota, se puede sintetizar de forma minimalista la latencia del urbanismo contemporáneo. 

“Ser modernos, decía, es experimentar la vida personal y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y renovación, conflictos y angustia, ambigüedad y contradicción: formar parte de un universo en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Ser moderno es, de alguna manera, sentirte cómodo en la vorágine, hacer tuyos sus ritmos, moverte dentro de sus corrientes en busca de las formas de realidad, belleza, libertad, justicia, permitidas por su curso impetuoso y peligroso”. Marshall Berman. Todo lo sólido se desvanece en el aire. 

El choque de Lebowitz en las aceras de Manhattan es lo que la arquitecta Jane Jacobs definió como el ‘ballet de las aceras’, es decir, la naturalidad de un uso armónico del espacio urbano. Quizás porque todo lo sólido se desvanece en el aire, los arquitectos modernos comenzaron a pensar en la ciudad desde una mirada emocional y consciente, en la que la naturalidad de un hábitat difuso y dinámico primase sobre la rigidez normativa y gris de algunos planteamientos más ambiciosos. La intervención sobre el tejido urbano con una nueva obra de arquitectura requiere una mirada precisa, en la que el edificio no sea introspectivo, sino que su impacto en la ciudad sirva para construirla. La ciudad puede entenderse así como una concatenación de espacios públicos, pero es también una construcción consciente de volúmenes.  Dentro de las múltiples perspectivas sobre la ciudad el modelo culturalista de Ruskin o Morris, el antiurbano de Emerson, Thoreau y Henry James o el progresista de Owen, Fourier o Proudhon crean una visión panóptica sobre el futuro morfológico de un lugar. Pero en realidad, la percepción de la ciudad se asienta sobre su socialización lo que crea una atmósfera memorística, como decía Pier Paolo Pasolini “Soy alguien que nació en una ciudad llena de pórticos en 1922”. Un lugar en el que el arquitecto debe ensamblar su proyecto en el tejido urbano, de tal manera que contribuya a formar la imagen permanente de la ciudad. Este ejercicio complicado entre la prestidigitación y la sabiduría se acerca a la lectura que Camilo Sitte hacía de la realidad urbana “La ciudad, hecho cultural pero naturalizado a medias por la costumbre, era objeto por primera vez de una crítica radical”, algo que Choey completa que el proceso es una búsqueda de un “sistema semiológico global que sea a la vez abierto y unificador”. 

Foto: Nuria Prieto

Pero algunos edificios sí consiguen responder a esta premisa. Quizás porque ‘suponen que la ciudad, es una ciudad’. La naturalidad en el enfoque de algunos proyectos es la clave para que su encaje en el tejido urbano no sea forzado, impostado o superpuesto, sino que parezca construir la ciudad de manera orgánica y lógica. Actuaciones como el High Line en Nueva York, de iniciativa colectiva, muestran una imagen contemporánea apoyada en una preexistencia, pero es que, al mismo tiempo, su estética orgánica parece natural al lugar. La inserción de un edificio en un organismo tan complejo como la ciudad parte de un profundo análisis, pero también de una gran capacidad de transformación que traslada ese conocimiento a la realidad a través de la creatividad y la inteligencia.

Foto: Nuria Prieto

El umbral de la Plaza de Pontevedra

El número 161 de la calle San Andrés, es una de las obras más notables de las que cierran la plaza Pontevedra. La fachada de esta plaza, un collage urbano a través del cual se puede leer la historia de la ciudad, es un proyecto que se va desarrollando poco a poco, sometido a las dinámicas urbanas. La modernización de la plaza ha sido objeto de numerosas actuaciones en las últimas décadas, pero los edificios que conforman su perímetro no forman parte de un proyecto global en el sentido profesional, pero sí desde un punto de vista emocional. Cada edificio tiene su propia biografía. 

Construido en 1977, el número 161 de la calle San Andrés, da también a la calle Juana de Vega, definiendo una esquina determinante.  El edificio, destinado a oficinas y con posibilidad de uso residencial en las plantas superiores, es una obra del arquitecto Severino González Fernández (Benavente 1936-A Coruña 1985). González es un arquitecto aparentemente desconocido, pero su obra libre, experimental y amplia permite comprender que la modernidad puede tener una imagen más cercana a quienes habitan la ciudad. Porque como decía su compañero de profesión y amigo, el arquitecto Manolo Gallego: “no hay arquitectos primarios o secundarios, hay arquitectos conocidos o desconocidos, y Severino, era un desconocido.” (citado en Severino González Fernández, un desconocido, Ana González Gil, Clara González Gil y Antonio Pernas Varela). Comienza su carrera con colaboraciones en estudios de arquitecto afincados en Madrid para desarrollar su primera obra junto con Salvador Gayarre (padre e hijo) en el proyecto de la Fundación Gil Gayarre (1968). Su interés por el diseño de los detalles, así como una curiosidad que le llevaba a experimentar con el espacio, la luz y la construcción, dotaba a sus proyectos de flexibilidad y adaptación al lugar, sin restricciones o rigideces adquiridas. Como indica Clara González, su trabajo con el espacio era excepcional, algo que, en combinación con el detalle constructivo muy trabajado dotaba a los proyectos de una solvencia apreciable al visitarlos y observarlos detenidamente. 

Foto: Nuria Prieto

Foto: Nuria Prieto

El edificio de la plaza Pontevedra, está formado por un volumen cúbico y un pequeño cilindro que se unifican mediante la envolvente. Desde la distancia, el edificio se percibe como una pieza compacta, debido a su envolvente fuertemente marcada por pequeños nervios verticales y un color verde muy característico. La piel del edificio comienza en la planta baja y lo envuelve siguiendo todas sus formas desde el voladizo de la segunda planta hasta la cubierta. En el interior de esta imagen compacta se esconde una complicada estructura de hormigón armado. La estructura está formada por pilares de grandes dimensiones, así como por el núcleo de comunicaciones verticales donde se encuentran el ascensor y la escalera. Y es que esta responde a las condiciones del terreno cuya composición, baja capacidad portante y nivel freático hacía obligado el uso de pilotes. Los pilares se sitúan de forma libre en la planta, ya que su uso como oficinas define un espacio fluido y cambiante. 

Foto: Archivo Severino González. Cortesía de Clara González

La escalera del edificio se sitúa en un extremo de la planta, su tipología en caracol permite la inserción del ascensor en el ojo, por lo que éste se convierte en un “pilar hueco” de grandes dimensiones. Un cilindro que creaba un paralelismo con el proyecto urbano, ya desaparecido, para la Plaza de Pontevedra de Andrés Fernández-Albalat, que también incorporaba dos cilindros de tambor más bajo en cada extremo. Próximo a este núcleo se encuentran los aseos, de tal manera que las instalaciones del edificio, que han de conectarse verticalmente, resultan más sencillas. Además, el edificio contaba originalmente con instalación de gasóleo por lo que esa configuración facilitaba su funcionamiento. La función del edificio, oficinas, se podría combinar con viviendas desde la planta 7 a la 10, aunque finalmente esta adaptación no se produjo. 

Foto: Nuria Prieto

Foto: Nuria Prieto

Las claves de un proyecto icónico

La modulación es una de las claves del proyecto, ya que permitió al arquitecto mantener la riqueza espacial y su relación con el usuario mientras experimentaba con la envolvente. De hecho, González proyecto varias fachadas diferentes, variando la proporción de los huecos, dotando de pliegues la envolvente, hasta componer la solución actual que está formada por costillas de aluminio verticales. Estas costillas determinan un ritmo constante que se dota de unidad al colocar las ventanas y su antepecho del mismo material, aluminio lacado en color verde. El uso de este color, elección del arquitecto es una constante en su obra, tanto es así que sus compañeros llegaron a denominarlo cariñosamente “verde Severino”. La envolvente que se extiende desde la planta baja originalmente cubría la fachada y también la cubierta, creando una unidad estética total, en la que los huecos se confundían entre la modulación de las costillas. Los huecos de la cubierta, que seguían el mismo ritmo, también se insertan dentro de la envolvente como si se tratase de las ventanas de la fachada. González trabajaba a través de un vasto conocimiento constructivo y una amplia biblioteca que le permitía investigar, y no limitar nunca el constante aprendizaje arquitectónico con cada obra. La dedicación al trabajo y al detalle son visibles en obras como el 161 de la calle San Andrés. 

Foto: Nuria Prieto

Situada como umbral a la calle San Andrés desde la Plaza de Pontevedra, esta obra de Severino González ya forma parte del imaginario emocional de la ciudad. Atemporal, no parece formar parte del conjunto de arquitecturas coruñesas de la década de los setenta. El carácter experimental de la obra junto con la profunda dedicación y conocimiento del detalle constructivo de su autor, permiten crear un edificio por el que no parece pasar el tiempo. Pero también esconde una estrategia subliminal, el uso inteligente del color, permite que esta obra no se difumine en el tejido gris de la ciudad contemporánea, sino que se integre en él creando a su alrededor un equilibrio cromático armónico. Porque la ciudad contemporánea es un hábitat diverso que los ciudadanos adaptan a sus necesidades no sólo funcionales, sino también emocionales, y la estética capaz de crear atmósferas que transmiten dinamismo, alegría o memoria también construyen el tejido urbano. 

Foto: Nuria Prieto

Foto: Luis Santalla

Experimentos

Patti Smith, música y escritora decía: “por favor, no importa cuánto avancemos tecnológicamente, por favor no abandonemos los libros. No hay nada más bonito en nuestro mundo material que un libro”. Hay determinadas cosas que es imposible abandonar, al menos emocionalmente. En cada paso adelante, en cada vanguardia hay una energía procedente del conocimiento y la tradición que, como una inercia, acompaña al progreso, pero, precisamente debido a ese enorme equipaje, nunca abandona la base esencial de la identidad cultural humana. Este mecanismo, que no olvida la memoria ni el conocimiento como referentes, dibuja el contexto necesario para la experimentación. El soporte de la tradición en forma de libro, técnica o sabiduría abre las puertas a la libertad que permite explorar límites, trabajar con conceptos hasta estirarlos, deformarlos y ver qué ocurre. Algunos autores desarrollan este trabajo a lo largo de su vida, sólo disfrutando de la búsqueda, sin definir un objetivo, como los cambios de voz de Bob Dylan que parodiaba el cómico James Austin en The Tonight Show Starring Jimmy Fallon. 

Foto: Nuria Prieto

“Ciertamente, la arquitectura se ocupa de mucho más que sólo sus atributos físicos. Es algo que tiene muchas capas. Debajo y más allá de los estratos de la función y la estructura, los materiales y la textura, se encuentran las capas más profundas y apremiantes de todas.” Charles Correa 

En arquitectura es posible experimentar porque su tradición y base de conocimiento técnico es enormemente amplia. La disciplina se regula a sí misma en manos de buenos arquitectos que saben ‘hacer experimentos’ porque esa manera de actuar es parte de su gigantesca biblioteca biográfica. Quizás no importa cuánto avance la tecnología aplicada a la construcción arquitectónica, porque los arquitectos y arquitectas nunca olvidarán los libros, ni dejarán de leerlos, para que sea ese conocimiento que guíe la mano sobre el dibujo.