Es fácil mirar un retrato. Aquello que aparece en la imagen es un reflejo de la propia condición humana y por ello, los códigos de la interpretación se simplifican. Pero no es una cuestión morfológica, “no es una semejanza”, como afirmaba Richard Avedon “En el mismo instante en el que una emoción o un hecho se convierten en una fotografía, dejan de ser un hecho para pasar a ser una opinión”. La identificación al observar un retrato atraviesa la mirada de lo cosmético para tocar efímeramente la emoción inherente de la persona que se encuentra al otro lado. Las últimas esculturas de Jaume Plensa, grandes rostros de ojos cerrados ligeramente deformados pertenecen a un neoexpresionismo que produce una atracción magnética con el observador casi instantánea. El antropomorfismo de las obras diluye los códigos perceptivos, así la deformación de esa cabeza humana es una barrera sobrepasada dentro de la cual la inquietud inicial se transforma en atracción visceral.
Mirar es natural, pero no fácil, quizás porque como decía el fotógrafo Helmut Newton “Hay que estar a la altura, incluso de la mala reputación” (2005), y es que hacia donde se dirige la mirada es un gesto consciente o inconsciente, que pone de manifiesto los impulsos internos del observador. El retrato se convierte así en una acrópolis de emociones que el observador reconstruye con las herramientas de su memoria. El proceso es irreversible pero infinitamente inmersivo, ya que penetra en las profundidades de la biografía de quien mira, de quien ha sido retratado y el artista que ha decidido el gesto, la mirada, la composición o el encuadre. Retratar la arquitectura, aunque sólo sea a través de la mirada, es definir la duda del espacio en un instante, porque segundos después la luz cambiará o lo hará el punto de vista, meses después será el uso, años después el paso del tiempo sobre los materiales y así el recuerdo de la imagen congelada en el papel o en recuerdo, será una incertidumbre paradójica de aquello que se pretende permanencia, pero en realidad, nunca lo es.
“Me gustaría que hubiera lugares estables, inmóviles, intangibles, intocados y casi intocables, inmutables, arraigados; lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios: Mi país natal, la cuna de mi familia, la casa donde habría nacido, el árbol que habría visto crecer (que mi padre habría plantado el día de mi nacimiento), el desván de mi infancia lleno de recuerdos intactos…” Georges Perec
No existen los lugares inmóviles, porque, aunque los espacios se conserven como templos ignotos, la cultura y la sociedad giran dinámicamente a su alrededor en un proceso naturalmente orgánico indetenible. Pero, como en la observación de un retrato, en realidad sí hay una permanencia que pertenece al lugar, un significado abstracto arraigado al lugar que, a pesar de todo, actúa como un centro de gravedad emocional. El visitante de una obra de arquitectura reconstruye una y otra vez el espacio a través de su memoria personal desde el conjunto de rasgos abstractos que aún permanecen en el lugar.
Atmósferas abstractas
Hay arquitecturas en las que flota una potente carga emocional, quizás porque el espacio induce a un estado introspectivo y analítico o porque en ellas aparecen ruinas y recuerdos de algo que hace vibrar a la memoria. El uso pretendido de una obra arquitectónica marca un propósito, es decir, un conjunto de formalismos relacionados con la función que acotan los parámetros morfológicos y tipológicos del edificio que derivan en una estética específica. Es el análisis de esta componente estética, de forma consciente o inconsciente, la que crea la imagen perceptiva de una obra de arquitectura. La condición emocional es un pequeño coadyuvante en el ensamble de los aspectos técnicos proyectuales con la realidad latente de la sociedad, la cultura y el tiempo. Las arquitecturas proyectadas para el culto religioso son obras complejas porque dentro de ellas debe de existir un relato mayor que la magnitud del edificio, es decir, han de apelar a una emoción que se apoya en una enorme base histórica.
“La historia es cuestión de supervivencia. Si no tuviéramos pasado, estaríamos desprovistos de la impresión que define a nuestro ser” Robert Burns
La construcción de un templo incorpora además un conjunto de elementos simbólicos figurativos o abstractos que se corresponden con la liturgia del culto que se profese en dicho espacio. La condición ritualista en el uso de este tipo de espacios implica la definición de ámbitos con una atmósfera específica según la actividad que tendrá lugar. Los templos religiosos católicos además suelen encontrarse consagrados a alguna figura que dota de identidad específica a la iglesia. Además, los templos se construyen bajo el mismo compromiso con el credo a lo largo de la historia, pero se asocian de forma natural con el momento en el que se realizan. Dentro de la arquitectura contemporánea hay numerosos ejemplos de templos religiosos que son capaces de crear espacios que mantienen intacta la emoción y la espiritualidad con envolventes contemporáneas.
La iglesia de la Divina Pastora
En A Coruña, existen numerosas iglesias contemporáneas, como la Iglesia de la Resurrección del Barrio de las Flores (José Antonio Corrales, 1965), o la Iglesia de San José en Monte Alto (Jacobo Rodríguez-Losada Trulock, 1968). Ambas exentas, articulan en torno a sí un espacio que permite interpretarlas como arquitecturas casi escultóricas, elementos exentos. La iglesia de los Capuchinos, es una de ellas, construida a mediados del siglo XX se integra en la trama de la ciudad de una manera tan efectiva que pasa desapercibida. La congregación capuchina se instaló en A Coruña en 1926, ocupando un pequeño piso en la calle Caballeros, poco después construirían un convento en el extremo del Camino Nuevo (actual calle Juan Flórez). El convento fue incendiado en 1931, por lo que la congregación ocupó un local provisional hasta la construcción del nuevo edificio.
La nueva iglesia es un proyecto del arquitecto José María Iglesias Atocha (1924-2008). Inaugurada el 14 de septiembre de 1956 y reformada en 1977, el proyecto de Iglesias Atocha se integra en el tejido del ensanche, pero también en el contexto sociocultural del momento. Su inserción dentro de la trama urbana transforma la organización de la parcela, ya que el templo ocupa el centro de la manzana de una forma casi quirúrgica, que se ha ido ajustando poco a poco con la construcción de los diferentes edificios. El templo de la Divina Pastora, es reconocible como una fachada más de la manzana, que destaca por su escala y por la incorporación de un discreto elemento simbólico: la escultura de San José del escultor holandés Jan Joose.
El conjunto del proyecto se basa en la repetición compositiva de un elemento con forma de arco que el arquitecto definía como una transición del mundo terrenal al espiritual, de aquello que pertenece a la esfera humana a la divina. El pórtico que se repite está formado por una cuerda de arco que alcanza el suelo mediante dos rectas oblicuas, hasta una altura total de 14 m. Esta composición aparentemente estética tiene una función estructural ya que su forma es eficiente como pórtico. El uso de este elemento encaja en el contexto constructivo del momento, en que los materiales aún eran escasos en la España de la autarquía y, por lo tanto, era necesario optimizar su eficiencia. Los pórticos crean un espacio basilical con una nave alta con dimensiones similares a las de las iglesias barrocas ligadas a la memoria espacial de este tipo de templos. Interiormente la doble altura, permite crear naves laterales en la planta baja que rigidizan la estructura y crean pequeñas capillas. En la parte superior el vano se perfora mediante un hueco central que permite la entrada de luz. En el crucero, la intersección de las dos bóvedas alcanza los 20 m. Este pórtico se constituye también como fachada del edificio, el frente permite comprender el comportamiento estructural del edificio formado por su repetición hasta formar una bóveda de 50 m de longitud y 11 m de ancho. El centro del pórtico puede vaciarse por lo que en su fachada se incluye una gran vidriera.
La materialidad del edificio, en hormigón armado que se deja a la vista, muestra una abstracción de los templos históricos, habitualmente construidos en piedra. Además, este material permite alcanzar las dimensiones propias de una iglesia tradicional. La organización del espacio según la liturgia responde al diseño propio de la Iglesia preconcilio Vaticano II, aunque su reforma de 1977 incorporaría algunas adaptaciones. El conjunto sólido y de lenguaje moderno, es capaz de crear la imagen de una comunidad, de una parroquia en la que reunirse y reflexionar sobre la materialidad humana y la divinidad.
La memoria de un gesto
Quizás no existan los lugares intangibles, estables e inmóviles. El contexto está en constante cambio obligando a una constante adaptación de todos los aspectos de la vida. La arquitectura crea espacios flexibles y abiertos que permiten estas pequeñas transformaciones, y algunas obras no olvidan la esencia de su tipología. El apoyo en la abstracción de la reconstrucción memorística de un lugar resulta clave en la permanencia de algunos rasgos del edificio a pesar del paso del tiempo.
“En los primeros años de la ciudad cristiana existían dos tipos de ciudad: La ciudad de Dios y la ciudad de los hombres. San Agustín utilizaba la ciudad como metáfora de los designios de la fe en Dios, pero el lector antiguo de San Agustín que caminaba por los callejones, los mercados y los foros romanos, no tenía ni una sola pista de cómo Dios actuaba como planificador urbano. Incluso en esta metáfora cristiana, persistía la idea de que la ciudad significaba dos cosas diferentes- un espacio físico y la mentalidad de un conjunto de percepciones, comportamientos y creencias.” Richard Sennet. Building and Dwelling
Y es que existen dos arquitecturas, la que construye la ciudad y aquella que siempre permanecerá en la memoria y que, como en un retrato, aparecerá de nuevo al reconocer un pequeño rasgo. A veces, un rostro produce un gesto que, como un destello, es capaz de traer a la memoria escenas olvidadas. La arquitectura como en la imagen de un retrato, recrea las emociones que parecían imposibles de revivir.