Hay escalas que resultan incomparables. Sin embargo, existe un mecanismo inherente al ser humano en el que, para comprender una historia, un objeto o un lugar, asocia esta nueva información a algo conocido, y lo compara. Cuando la comprensión afecta al lugar que se habita, esta comparación se transforma en un proceso de identificación, y el análisis afecta no solo a lo descriptivamente perceptivo, sino también a lo irracionalmente emocional. El espacio de lo habitado se descompone en pequeños fragmentos comparables, quizás porque como afirma el arquitecto Óscar Tusquets “todo es comparable”.
La medida de la percepción tiene lugar de forma intuitiva a través de la escala humana. La comparativa, incluso de los espacios más grandes, sucede en comparación con las medidas del cuerpo humano. Pero poco a poco, ese mecanismo se desvanece, a medida que los espacios crecen, y se convierten en calles, plazas o ciudades, en ese momento producen la sensación de ser incomparables. Se crea una extraña paradoja en la que el espacio parece escaparse de las manos de manera incontrolable.
La imposibilidad comparativa tiene un soporte que impide las sensaciones de incomprensión, el tiempo. Al introducir esta variable, aquello que no puede establecer un diálogo directo mediante las dimensiones, lo hace a través de la medida del tiempo, creando una línea narrativa que ordena los acontecimientos. De alguna manera, el tiempo, ancla las incertidumbres que envuelven la vida del ser humano y su hábitat.
“La noción de propiedad cultural es apolítica y no ideológica. Es todo lo que las generaciones pasadas nos han dejado. La herencia cultural, por otra parte, es cuestión de elección, aceptación y responsabilidad. Está constantemente sufriendo manipulaciones políticas e ideológicas. Nuestra tarea es animar a la responsabilidad consciente de la propiedad cultural de toda la humanidad como una herencia común”. Andrzej Tomaszewski, 2009
La ciudad cambia de forma constantemente, y su morfología responde a trasformaciones socioculturales o políticas que determinan la forma en la que el ser humano establece la relación de sí mismo y el lugar que habita. La estrechez en las calles del casco antiguo, la ortogonalidad de los ensanches, la amplitud de las actuaciones urbanas contemporáneas, obligan a quien pasea la ciudad a relacionar su propio cuerpo con las diferentes tramas, pero es el tiempo a través del lenguaje inherente a la estética de los edificios el que proporciona un conjunto de coordenadas que evitan la confusión. En cualquier ciudad estos parámetros son reconocibles en función al contexto cultural, la proximidad a sus códigos define la mayor o menor facilidad de comprensión y comodidad urbana.
En A Coruña, como en otras ciudades, algunos edificios ayudan a percibir la escala de manera comparativa. Son estas construcciones, normalmente, históricas las que, apoyadas en el tiempo conforman un mecanismo de orientación, comprensión e identificación del ser humano con la ciudad que habita. Pero algunas, desaparecieron. Su ausencia marca una transformación de la comprensión espacial, la escala cambia y también lo hace el tiempo donde, con este nuevo acontecimiento se dibuja un punto de inflexión. Las arquitecturas desaparecidas, no suelen irse del todo, sino que dejan con mayor o menor intensidad una huella en el lugar. A veces, esta huella es solo un recuerdo difuso que se refleja de forma sencilla en la traza urbana, otras es un elemento muy reconocible que permite una identificación emocional y física con el lugar.
La Cárcel Real de A Coruña
La cárcel real de A Coruña es uno de esos edificios no tan desaparecidos, cuya huella urbana aún está presente creando una incertidumbre en la percepción de la escala de la ciudad. El edificio de la cárcel Real fue construido entre 1753 y 1760, en un extremo de la ciudad vieja, cercana a uno de los lienzos de la muralla. Su posición está actualmente ocupada por parte de las edificaciones del Hotel Finisterre, y por la calle que conforma el paseo del Parrote. Su posición, adyacente al Palacio de la Capitanía General y a la Audiencia del Reino, permitía crear una pequeña área judicial-militar. El proyecto fue desarrollado desde los organismos militares del momento por el ingeniero Miguel Marín, aunque serían estudiados y parcialmente redibujados por Antonio Gaver apenas cinco años después de la propuesta inicial.
El edificio, estaba formado por un volumen muy sólido cuya posición urbana próxima a otros organismos de gobierno y justicia le dotaban de mayor solemnidad. La cárcel, como otros edificios coetáneos de la misma tipología, contaba con un pasadizo elevado que la conectaba con el palacio de Justicia, de tal manera que el proceso de un condenado contaba con su propia circulación separada del trazado urbano. El volumen del edificio se adaptaba a las condiciones de la topografía, así como de los edificios próximos creando una planta irregular que incorporaba un patio. Esta configuración es propia de las cárceles previas a los estudios sobre el panóptico, tipología aplicada en otros centros como la cárcel Modelo de Barcelona heredera de la tradición del siglo XVIII. Sin embargo, la propuesta de Marín y Gaver, responde a las cárceles del siglo XV y las casas de corrección como la Casa de Corrección de Jóvenes de Roma proyectada por Carlo Fontana en 1705. Esta tipología era más correcta para el espacio disponible, ya que optimizaba el uso y la organización funcional interna mediante la introducción del patio que, además, garantizaba una cierta higiene del edificio.
La organización interna de la Cárcel Real situaba las celdas para los hombres en la planta primer y segunda. En la tercera planta se situaban las celdas femeninas y las habitaciones del alcaide. Todas las estancias se abrían al patio o al exterior según su posición, permitiendo un control sencillo sin necesidad de panóptico.
Un pequeño truco o un gran secreto
Exteriormente, la estética sólida y grave propia de la tipología carcelaria se veía reforzada con la incorporación de elementos ornamentales como el escudo real, pero también con un ritmo de huecos de pequeño tamaño (propios de una prisión) que permitían intuir el grosor de sus muros. Pero la condición de solidez no era solo aparente, sino que se derivada de su estructura formada por muros de carga de sillería que se separaban ordenadamente por líneas de imposta mostrando un refuerzo de las líneas horizontales que perceptivamente lo hacen parecer más compacto. Los huecos se encontraban también recercados.
La percepción de un edificio destinado a ser prisión, produce una extraña identificación. Ya que la cárcel está habitada, es decir, se convierte en el espacio personal de algunas personas durante un periodo de tiempo más o menos prolongado. Esta información, que es obviamente conocida por cualquiera, introduce una comparación en la que la imaginación juega a preguntarse cómo será ese hábitat y qué sensaciones producirá, especialmente porque habitar un espacio así deriva de una acción que se ha juzgado como delictiva. La Cárcel Real de A Coruña, escondía un pequeño secreto que sólo la percepción cercana del edificio podría revelar, y es que su fachada contaba con dos puertas de acceso simétricas, lo cual dotaba de armonía compositiva al conjunto, sin embargo, una de ellas no era de verdad, tan solo ornamento para crear una imagen de equilibrio y solidez.
En la actualidad la traza de la Cárcel Real apenas es reconocible, tan solo se puede imaginar cómo era su forma a través de alguna imagen antigua o del análisis de planimétrico de la zona que revela algunas antiguas trazas sobre las que se asentaron otros edificios posteriormente, además de un nuevo trazado de vías de circulación.
Un retrato urbano
Quizás todo sea comparable, porque ante dos elementos sean de la naturaleza que sean, puede llegarse a desarrollar un conjunto de argumentos narrativos que los relacionen. Pero a veces los eslabones perdidos del tejido urbano impiden percibir la escala de la ciudad y comprenderla, sólo el tiempo es capaz de proporcionar un camino estable al que sostener algunas emociones derivadas de la percepción espacial.
“Ante la cal de una pared que nada nos veda imaginar como infinita /Un hombre se ha sentado y premedita/ Trazar con rigurosa pincelada el mundo entero / Ángeles, balangas, tártaros, jacintos, / Uxmal, el laberinto, pueblan de imágenes la pared. / La suerte, que de curiosos dones no es avara, / le permite dar fin a su porfía / Y en el preciso instante de su muerte / descubre que esa vasta algarabía de líneas / traza la imagen de su propia cara”. (J.L. Borges)
El trazado urbano, aunque está compuesto por un millar de parámetros que abarcan desde aspectos técnicos a lógicas culturales, tiene siempre una tesis final, y es que su vocación es estar al servicio de quienes habitan la ciudad. La lectura más sencilla, pero al tiempo resultado de una saturación de complejidades que se han amalgamado a lo largo del tiempo, es que la ciudad es la imagen de quien la habita, de cualquiera de sus ciudadanos. Porque en el fondo el espacio construye a las personas de la misma forma que las personas construyen su espacio.