La formación del arquitecto es heterogénea. Algo que quizás no refleje el riguroso plan de estudios, sino que, responde a las inquietudes personales que, en muchas ocasiones, derivan de la ambición creativa propia de quien se interesa por una formación técnico-artística. Esta complejidad intrínseca al aprendizaje es heterogénea y difícilmente estandarizable, ya que en ella esta presente la propia biografía y los intereses personales del arquitecto o arquitecta. Los viajes, como los libros y la formación artística, suelen tener un importante peso en el desarrollo de un criterio arquitectónico personal. No se trata de un aprendizaje estandarizado, sino de la inmersión progresiva en una forma de ver el mundo a través de una mirada primaria que busca la comprensión con perspectiva estética, funcional y estructural.
“Viajé solo, en tren y en tercera clase (estudiante); fui encontrando o haciendo amigos; llevaba una relación de albergues que alteraba sobre la marcha. Salí de Madrid por la noche. Barcelona (Gaudí). Marsella (Unidad de Habitación de Le Corbusier). Turín (Nervi). Milán (estudio de Gio Ponti, museos, arquitectura). Verona (Castelvechio, Scarpa, ópera en la Arena, Romeo y Julieta). Padua (Scrovegni, Giotto, Mantegna). Venecia (todo, Palladio, museos). Rávena (San Vitale, mosaicos). Florencia (todo, Brunelleschi, Miguel Ángel, Ufizzi). Asís (San Francisco, Giotto). Roma (todo, San Pietro in Montorio, el Vaticano, museos, conciertos, un mes largo viviendo en la Academia de España). Con las últimas liras y el kilométrico salgo de la Términi de Roma y, de un tirón, llego a A Coruña. He visto y oído, he pintado, he aprendido.”. Andrés Fernández-Albalat
Los arquitectos del movimiento moderno seguían una tradición clásica que popularmente se denominaba ‘el Grand Tour’, consistente en recorrer fundamentalmente el territorio mediterráneo, visitando las ruinas clásicas para aprender de siglos y siglos de experiencia arquitectónica. La mayor parte de estos viajes, eran becados, y los recién titulados que los realizaban lo encontraban como el complemento fundamental a aquello que habían estudiado. Y es que a principios y mediados del siglo XX, incluso con garantías económicas, viajar no era una actividad tan ágil, y para muchos recién titulados podía suponer la primera vez que salían de su país. La experiencia adquirida con el viaje era y sigue siendo para las arquitectas y arquitectos un elemento de aprendizaje necesario para complementar no especialmente el ejercicio de la profesión, sino biblioteca emocional a través de la cual elaborar las herramientas con las que enfocar un proyecto.
Para los arquitectos del Movimiento Moderno, especialmente para aquellos que se denominarían ‘los pioneros’, es decir, los que se formaron, o se titularon durante la posguerra, el ingenio es clave para el ejercicio de la profesión, ya que la escasez de medios y mano de obra impiden las soluciones constructivas y arquitectónicas tradicionales. Aquellos que pudieron realizar el viaje europeo encontraron no sólo un aprendizaje en torno a la arquitectura clásica, sino también observando cómo aquellos países en torno a la cultura mediterránea desarrollaban obras en un contexto de escasez y precariedad derivado de la coyuntura de posguerra, aunque en este caso, de la Segunda Guerra Mundial.
El silencio del contexto
En el cuento ‘Lluvina’ de Juan Rulfo, una pareja que comparte cama en medio de un pueblo desolado: “-¿Qué es? Me dijo. / ¿Qué es qué? -le pregunté / -Eso, el ruido ese. / -Es el silencio. Duérmete.” Una conversación que parece dotar de diálogo a la escena ‘Marriage’ pintada por Andrew Wyeth en 1993. Y es que la coyuntura de la posguerra, el ejercicio de la arquitectura al igual que otras profesiones creativas, se convierte en silencio ante un paisaje desolador. El ingenio y la formación certera de muchos arquitectos es la que permite crear un espacio agradable e innovador dentro de un contexto desolador. Una actitud que construye el criterio del arquitecto modernos de tal manera que esto marcará la forma en la que enfoque los proyectos a lo largo de toda su carrera profesional.
El arquitecto coruñés Andrés Fernández-Albalat, es uno de esos profesionales pioneros en el ingenio y en la formulación de proyectos a través del lenguaje moderno que también viajó por Europa. Fernández-Albalat relataba su recorrido de manera descriptiva, finalizando con una síntesis breve: “He visto y oído, he pintado, he aprendido”. Quizás no era necesario mucho más, porque ver, oír, pintar y aprender ya era mucho. Casi en esos mismos años, el filósofo Gilles Deleuze explicaría que “viajar es comprobar sueños. Y un buen soñador sabe que hay que ir a comprobarlos”.
El sesgo onírico que forma parte de la imaginación encuentra su enlace con el viaje de tal manera que, para las arquitectas y arquitectos, ‘comprobar’ o ‘conocer otras arquitecturas a través de la experiencia’ forman parte de la labor creativa. Fernández-Albalat, emprende su labor profesional en A Coruña introduciendo la modernidad a través de obras tan icónicas como la fábrica de Coca-Cola (1960, con Antonio Tenreiro-Brochón) o el concesionario de SEAT (1964). Su admiración y conocimiento por los arquitectos modernos como Neutra le llevan a reflexionar sobre una nueva forma de hacer arquitectura que sea capaz de integrarse en el lugar, pero también en su tiempo, y los tiempos, al más puro estilo de Dylan, están cambiando (The times, they are a-changin’).
Unos grandes almacenes modernos
Una de las obras más populares de Andrés Fernández-Albalat y lamentablemente desaparecidas es el edificio para los Grandes Almacenes el Pote, situado entre la calle Juan Flórez y la calle Médico Rodríguez. El origen del comercio ‘El Pote’ es varias décadas anterior a la construcción de este edificio. Fue en 1930, cuando Julio Conde Vázquez, decidió abrir una ferretería en la Plaza Pontevedra, próxima a la calle Francisco Mariño, iniciando una labor comercial que se extendería durante las décadas posteriores y varias generaciones. El Pote, junto con Almacenes Barros (Torreiro, 1968-1989) y Maisonflor (calle Real 1971-2000), constituía el tejido comercial original de la ciudad antes de la llegada de otros centros comerciales de mayor dimensión. Todos ellos necesitaban de una imagen en consonancia con la vanguardia y originalidad que buscaban transmitir para incrementar sus ventas. Este tipo de grandes almacenes se convertían en muchas ocasiones en mecanismos para introducir la vanguardia cultural a través del comercio. Al igual que las personas que observaban con anhelo y ambición los nuevos BMW en el escaparate de un concesionario de Berlín occidental en la película ‘El cielo sobre Berlín’ (Wim Wenders, 1987), mientras los dos ángeles dialogaban sobre lo que habían visto y los conceptos filosóficos de Friedrich Nietzsche, la modernidad no ha de sustentarse solo en el objeto a la venta sino también en el contexto que genera a su alrededor.
El edificio del Pote fue proyectado y construido por Andrés Fernández-Albalat e inaugurado en 1967, en la parcela que previamente ocuparía el cuartel de la Guardia Civil, así como la corrala anexa a este. El edificio proyectado por Fernández-Albalat cierra la manzana con ortogonalidad, pero adaptándose a la morfología propuesta por la normativa, de tal manera que la planta baja incorpora un chaflán en la esquina. La composición del edificio se organiza como un gran telón que cuelga de la fachada sin llegar a tocar el suelo. La fachada está jerarquizada en tres partes: la planta baja, acristalada; la planta primera, igualmente acristalada, pero con una mayor dimensión; y el cuerpo superior en el que los huecos dibujan líneas horizontales. La planta baja y primera son permeables, acristaladas y abiertas, mientras que el lienzo superior es opaca y casi ciega por contraste. Fernández-Albalat desarrolla así un juego volumétrico en que la materialidad de la fachada está formada por dos conceptos opuestos que la equilibran. En las plantas superiores, Fernández-Albalat se sirve del ingenio para dotar al edificio de modernidad.
“A poca ambición o ilusión que uno tenga, siempre habrá carencias; en España y fuera de España. Siempre faltará un paso más. Siempre algo por aprender” Fernández-Albalat
Una imagen moderna
Las plantas superiores estaban formadas por una envolvente continua aplacada con cerámica en tono dorado, que se perfora mediante líneas horizontales formadas por huecos de proporción cuadrada y carpintería de aluminio. Lo peculiar de estas líneas es que se encuentran en la esquina, mostrando la ruptura de la esquina, un rasgo fundamental de la modernidad. Este gesto además puede leerse como un guiño a las obras racionalistas coruñesas que ponen de manifiesto esta misma condición estructural que es posible a través del uso del hormigón. La ventana horizontal o ‘en longueur’ tan propia del movimiento moderno, es extendida aquí, de manera que ocupa toda la extensión de la fachada. Este gesto lineal se ve reforzado por la inclusión de una marquesina entre la planta primera y la planta baja que se proyecta hacia el exterior, incorporando además el logotipo del establecimiento. En los extremos de la parcela tanto hacia la calle Juan Flórez como hacia la calle Médico Rodríguez incorporaba un letrero vertical con el nombre de los grandes almacenes. La primera planta, de imagen permeable, también incorporaba publicidad de algunas marcas o de los servicios que prestaban los grandes almacenes como listas de bodas.
La materialidad del edificio con aluminio natural, aplacados dorados y grandes superficies acristaladas sugerían modernidad, algo que se veía confirmado en su interior ya que este, fue el primer edificio que incorporó escaleras mecánicas en la ciudad. Entendiendo el edificio como un contenedor comercial, su estética define un lenguaje que transmite vanguardia y que, de alguna manera, incita a realizar compras o al menos a entrar para comprobar qué novedades pueden ofrecer.
Lo desparecido es un misterio
Viajar confirma los sueños, de la misma manera que una imagen es capaz de crear una ilusión. Quizás por aquello que la poeta estadounidense Louise Glück define con elegante austeridad como ‘lo no dicho (lo que queda aún por decir)’, nos resulta más magnético que aquello que es plenamente conocido. El edificio de El Pote desapareció alimentando aquello que aún podría haber dicho, pero resulta más interesante el argumento con el que el lenguaje moderno es capaz de crear una incertidumbre que incita a explorar su interior.
“Me parece que lo que se desea, en el arte, es sacar provecho al poder de lo inacabado. Toda experiencia terrenal es parcial. No simplemente porque es subjetiva, sino porque lo que no conocemos, del universo, de la mortalidad, es mucho más vasto que lo que conocemos. Lo inacabado o lo destruido forma parte de estos misterios. El problema radica en hacer un todo sin que se pierda este poder.“ Louise Glück
No conocer algo, antes de viajar, antes de penetrar el umbral de un edificio, explora las emociones y los pensamientos que dibujan la incertidumbre personal. Ese pequeño prólogo es la anticipación de un nuevo conocimiento, y la mirada inconscientemente desprovista del característico miedo irracional al futuro y lo nuevo. Atravesar el umbral con voluntad de comprobar lo imaginado, es aquello que une las ideas del arquitecto con la mirada de quien visita el edificio. Cuando ambas coinciden, resulta reconfortante, pero cuando el edificio supera a lo imaginado, entonces el arquitecto ha realizado un magnífico trabajo.