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El poeta Joseph Brodsky explicaba la transformación estética de Europa en uno de sus poemas: “Le Corbusier tiene en común con la Luftwaffe / que ambos se han esforzado a fondo / en transformar el rostro de Europa. / Aquello que olvidarán los cíclopes, furiosos / lo acabarán los lápices sensatos”. La reconstrucción de un territorio destrozado en términos físicos pero también emocionales requiere, como indicaba el poeta, de lápices sensatos. La sensatez, en arquitectura, se confunde a veces con funcionalismo. La función es uno de los principales elementos de análisis de una obra arquitectónica, determina la manera en la que el uso se optimiza con respecto a quienes habitarán el edificio o la ciudad. El debate en torno a la función describe un conjunto de argumentos dispares que suelen instrumentalizarla de tal manera que se convierte transforma la opinión en axioma. Una de las perspectivas más populares sobre la función o el funcionalismo, es la unívoca, aquella que excluye de manera sistemática a la estética. Pero la estética, aunque no es función en sí, da forma al uso de tal manera que su aislamiento en la génesis del proyecto anula la emoción de la arquitectura y su inserción en la narrativa contemporánea. El funcionalismo es, en ocasiones, lo único que promueve algún proyecto. 

La función frente al funcionalismo crea un matiz entre aquellos aspectos de una obra que se pueden trabajar en oposición a una perspectiva global que la define. Pero el tiempo toma la medida de los parámetros con los que se conjugó un proyecto, haciendo de la función un elemento maleable y del funcionalismo una barrera cuya adaptación a los cambios es más dura. Y es que “el tiempo vuela, por desgracia casi siempre en clase turista” (Gatsby interpretado por Timothèe Chalamet en A Rainy Day in NY. Woody Allen, 2020). El viaje que atraviesa un edificio no siempre es cómodo, pero es productivo. Incluso en aquellos edificios en los que su genética está basada en la función pura, los manierismos propios de una visión esencialmente funcional crean un conjunto de enseñanzas que con el paso del tiempo son sometidas a análisis crítico para así construir un cuerpo argumental para la arquitectura del futuro. 

Foto: Nuria Prieto

Leer la ciudad

Gilles Deleuze citaba a Proust a menudo diciendo que “los bellos libros están escritos en una especie de lengua extranjera”, quizás porque no comprender el significado, pero disfrutar la musicalidad de su lenguaje. Con algunos fragmentos de la ciudad, ocurre que su armonía aparente desvía la necesidad de conocer su origen morfológico. Otras es la propia función, la que crea dinámicas sencillas que encajan con el día a día anulando la exigencia de lecturas críticas.

La biblioteca Miguel González Garcés, se encuentra en el barrio de Elviña en una calle que lleva el mismo nombre que el edificio. Construido en 1995, este edificio alberga una institución de larga historia. Esta colección es de las más antiguas de la ciudad, su fundación en 1895 tuvo como primera ubicación el Instituto de Segunda Enseñanza Eusebio da Guarda, en 1956 sería trasladada a la Casa de la Cultura. Pero en 1989 la dimensión de la biblioteca y la necesidad de un edificio público llevó a la firma de un convenio entre el Ministerio de Cultura y la Xunta de Galicia que mantenía la titularidad en el estado y la gestión en la comunidad. Este cambio alzó la necesidad de construcción de un nuevo edificio, que culmina con la decisión de 23 de Septiembre de 1994 por la que se decide su traslado. 

El nuevo edificio fue proyectado y construido por el arquitecto Diego Pérez Medina, quien también es autor de grandes infraestructuras urbanas como el Plan especial de protección y reforma interior de Potes junto con José de la Dehesa Romero y Javier Aguilera de Rojas. La biblioteca se inauguró en abril de 1995 con una superficie útil de casi 6000 metros cuadrados. La biblioteca se sitúa en un barrio que, en la década de los noventa, podía considerarse como recién consolidado, ya que la gran cantidad de viviendas y su organización comenzaban a integrar las dinámicas propias de la ciudad próxima. La parcela de la biblioteca forma parte del conjunto de equipamientos que se incluyen en el barrio, entre los que también se encontraba un instituto, un colegio, espacio para organismos públicos y para un mercado (que se complementaría con un centro comercial). 

Foto: Nuria Prieto

Una biblioteca pública

La biblioteca González Garcés, es un proyecto que parte de una base funcionalista, es decir, se concibe como un ‘gran almacén’ para libros que se complementa con salas de lectura, salón de actos y otros usos secundarios. Esta concepción, necesaria dada la magnitud de la colección así como la vocación de crecimiento de la biblioteca dado que se encontraba en un barrio recientemente consolidado, crea un edificio funcional y eficiente en términos espaciales. La estética, morfología y estructura ocupan un segundo plano. La organización del edificio así como su estética responde a principios postmodernos, de líneas claras y volúmenes puros. El vestíbulo ocupa toda la altura del volumen y se sitúa casi en el centro del edificio permitiendo que desde su acceso es posible comprender cómo está estructurado, este rasgo permite comprender desde el primer paso la esencia funcionalista del proyecto. La organización de las diferentes salas de lectura y consulta también tienen que ver con la lógica del uso, situando en la planta baja las salas para el público infantil y el salón de actos, mientras que a medida que se asciende se va restringiendo o filtrando el acceso de los usuarios. 

Foto: Nuria Prieto

Foto: Nuria Prieto

Foto: Nuria Prieto

La estética del edificio es sobria, basando su imagen exterior en una envolvente de granito resuelta con un aplacado de grandes dimensiones, mientras que el interior incorpora acabados sencillos en madera y enlucidos blancos. La madera se reserva para las zonas de “estar” como el auditorio y algunas áreas de las salas de consulta, mientras que los enlucidos constituyen el resto de la imagen interior. El edificio se concibe como un volumen sencillo, en el que sólo se significa el acceso mediante algunos gestos propios de la arquitectura postmoderna, como arcos y curvaturas, sin embargo, mantiene la visión funcionalista utilizando pilares de sección circular que son más eficientes en términos de circulación y comprensión espacial por su ausencia de aristas. Además, incluye algunas ventanas circulares. En la parte posterior así como en el acceso se incluyen algunas secciones de la envolvente resueltas con galería, buscando mayor iluminación, y un guiño a la arquitectura local. 

En años recientes, el edificio ha atravesado algunas patologías derivadas de problemas constructivos. En este sentido, la climatología y el lugar son determinantes, por lo que algunos de estos defectos pueden derivarse de la subestimación de las condiciones del contexto. 

Así, un edificio completamente funcional, permite un pequeño aprendizaje en torno a la tipología de una biblioteca. Desde su aparente silencio y neutralidad, la biblioteca González Garcés funciona como se concibió, y da servicio a un fragmento de ciudad ya consolidado pero que demanda servicios cada vez mayores. 

Foto: Nuria Prieto

Foto: Nuria Prieto

La voz de fondo

Jean Paul Sartre afirmaba en A Puerta Cerrada que “el infierno son los otros”. En arquitectura, parece que los edificios nunca son funcionales cuando presentan alguna dificultad adaptativa al uso, cuando la estética parece obsoleta, o cuando aparece en ellos algún contratiempo. Espacios o fragmentos urbanos que se convierten en un infierno en apariencia, pero siempre desde la distancia. La detección de estas faltas de ortografía arquitectónicas o constructivas, determina el punto de inicio de su corrección, pero paralelamente desarrolla un discurso en favor a la crítica. 

“La palabra ‘lección’ viene de ‘leer’. Es una convención reciente-de poco más de uno o dos centenas de años-suponer que se lee en solitario, en silencio, con los ojos. De siempre se ha leído con la boca, en alta voz, y-por tanto-con el oído-propio de otro. En los conventos, uno de los miembros de la comunidad leía para ocupar el espíritu de aquellos dedicados a actividades manuales. Hasta a su muerte, Nicolás Guillén acostumbraba a leer sus versos en los talleres donde los trabajadores y trabajadoras cubanos liaban tabaco. Las lecciones (…) quieren formar parte de esta tradición. Lo ideal sería ir hablando como la voz de un serial radiofónico en un taller de costura”. Josep Quetglas

Leer la arquitectura no es algo silencioso ni visual, sino que ha de ser debate y voz para que, de manera común, como ciudadanos y ciudadanas se cree un espíritu crítico capaz de construir argumentos urbanos para el futuro. Lo ideal, como afirma Quetglas es que la ciudad tenga una voz de fondo que narre su presente y anticipe su futuro.

Foto: Nuria Prieto