Era un domingo de calor extremo, típico de la estación estival, en las planicies de Minnesota. Aún así, siendo temprano por la mañana la temperatura se hacía bastante soportable. Me levanté con tiempo suficiente para desayunar y esperar a que bajaran los niños y poder vaciar, por última vez, mi enorme reservorio de besos y abrazos. Deleitarme en sus pequeños bracitos a cada cual más tierno, era siempre una delicia; sobre todo cuando se afanan en estar centrados en esa pequeña tarea; momentos aislados y puntuales en su alocado rebotar cual pelota de goma en múltiples y impredecibles direcciones, pero llenos de extraordinario encanto, al menos para mi.
Por fin llegó la hora, cargamos las maletas en el auto, y mi hijo se dispuso a conducir camino del aeropuerto. Nos despedimos todos de nuevo y un último saludito por las ventanillas del coche, mientras nos alejábamos moviendo las manos hasta que, finalmente, al doblar la primera curva perdí sus caritas de vista. Enfilamos el desvío de entrada a la autovía y a partir de ahí, todo recto, prácticamente. El trayecto en sí, nos llevaría menos de una hora y nada inducía a que el tráfico fuese a ser complicado; un domingo del mes de julio, a esas horas…
Durante el viaje charlamos descuidadamente aunque con cierta congoja disimulada por la despedida que todavía quedaba por gestionar. Esta solía ser siempre la peor.
- Hasta el año que viene, si todo va bien.
A medida que nos acercábamos a las inmediaciones del aeropuerto, la autovía empezó a transformarse en una tela de araña de los innumerables accesos de servicio, desvíos, callejuelas y aparcamientos de complejos industriales, naves, etc… que se nos iban apareciendo a nuestros ojos a través del parabrisas a modo de cascada de sucesos cual pantalla de videojuego Formula 1 World Championship. Eso sí, todo muy prolijo.
Por fin, a lo lejos, comenzamos a poder divisar las primeras siluetas del skyline de las Twin Cities (así llaman a las ciudades de Minneapolis y St. Paul, separadas por unos pocos kilómetros). El horizonte resultaba un poco borroso, filtrado, quizá , por una fina neblina proveniente de la condensación mañanera de las aguas del Misisipi. Tomamos el desvío hacia la terminal de salidas Charles Lindbergh. En breve, el coche se detuvo: llegó el momento del adiós, nos abrazamos como siempre lo venimos haciendo; hace ya muchos años. Él sabe de lo que habló . Y entre un “casi se me saltan”, me dirigí raudo, sin mirar atrás a los mostradores de check-in.
Una vez pasado el tedioso trámite de pasaportes y aduanas, con el modo viaje ya activado, me dispuse a hacer un primer recorrido por las tiendas de souvenirs de la zona de embarque. Tenía hora y media por delante. Saqué de un bolsillo de la mochila mi pequeña lista de regalos-cariño dispuesto a quitarme de encima, lo antes posible, esa tarea y poder dedicar el tiempo que me sobrara a curiosear sin prisa. En un momento dado, decidí hacerme con una gorra de beisbol que llevara las siglas de un equipo de la zona. Quería algo personal que me recordase y me vinculase de algún modo, por trivial que fuese, a esa tierra. La cosa era un poco descorazonadora pues mi hijo es fan de cualquier equipo de Chicago y mira un poco por encima del hombro a los equipos de Minnesota. Al final me decidí por una bonita gorra negra de los Minnesota Twins, equipo de beisbol, con las iniciales bordadas y con un bonito diseño.
El viaje fue perfecto por lo demás, y por fin, aterricé en el aeropuerto de Alvedro. Cogí un taxi, llegué a casa, repartí regalos y hasta ahí todo bien. El caso es que al día siguiente me desplacé a Coruña por un asunto personal y cual es mi sorpresa al cruzarme con un autobús de la Compañía de Tranvías, y me fijo en que el logo de la empresa coruñesa es exactamente igual al que llevo en mi gorra de beisbol: el equipo de Minneapolis/Saint Paul, las ciudades gemelas. Tuve un pequeño acceso de rubor producido por un brote incontrolado de vergüenza ajena, que naturalmente nadie notó , al tiempo que mis pensamientos me decían:
- ¿A santo de que te preocupas?.
El caso es que de alguna manera pensaba que iba a tener que estar dando un montón de explicaciones cada vez que sacase mi gorra a la calle: Minneapolis versus A Coruña, unidos por una gorra.
Por cierto, al año siguiente, nada fue bien.