Póngase cómodo para esta nuestra primera cita en Quincemil/Treintayseis, espero que sea de ésas en que los contendientes terminan abrazándose como centollas, no de aquéllas en que ambos protagonistas miran furtivamente al reloj más a mano para contar los minutos de aburrimiento.
Nos iremos encontrando aquí, de hoy en adelante, para charlar de energía, leyes y otras variedades. Y por aquello de mantener vivo el lugar común de que los gallegos disfrutamos retorciendo el lenguaje, más si cabe los que nos llamamos juristas, voy a arrancar nuestro primer encuentro hablando del mayor enemigo de la energía: la autocomplacencia. No se preocupe por tan triste inicio, que terminaré con unos párrafos de vida y esperanza que a más de un lector dejará más feliz que el primer café de la mañana.
Autocomplacencia. Escasa crítica con uno mismo. Es lo que percibe un emigrante recién retornado, después de una década vivida y viajada por capitales europeas en constante ebullición económica, cuando lee y escucha al poder ejecutivo del territorio con el décimo PIB per cápita de España, muy por debajo de la media. Y cuando interactúa con su administración, idéntica sensación.
Todos creemos en las posibilidades de Galicia, no en vano algunos hemos dejado comodísimos, y muy lucrativos, empleos en el extranjero para regresar a casa a echar una mano haciendo progresar a nuestro país. Pero, por mucho que nos gastemos en anuncios con fantásticos paisajes y eslóganes seductores, por muchas nuevas rutas del Camino de Santiago que se inauguren cada año… somos la décima comunidad autónoma por PIB per cápita y tenemos una incesante crisis industrial y demográfica que pone en peligro incluso mantener esa frágil renta por habitante.
No pontificaré desde una columna de opinión sobre qué políticas deben priorizarse, o qué medidas tomarse para convertirnos en Suiza de la noche a la mañana. Primero, por modestia, y también porque si acaso alguna de mis ideas vale su tamaño en oro prefiero guardármela para provecho de mis seres queridos y de mi gestor bancario, que aún no lo conozco mucho pero tiene cara de buen tipo.
Lo que sí me atrevo a decir, porque uno aunque se quiera creer joven tiene ya su colección de canas y unas arrugas de expresión anchas como el Tambre, es que necesitamos una actitud mucho más abierta a nuevas ideas para explorar posibilidades que hasta ahora no hayamos probado. Porque está muy bien la tradición, y qué le van a contar a un picheleiro coma min de las bondades de la conservación, pero mejor está reconocer que hay extremos en los que estamos mal, junto con otros en los que hay margen de mejora. Sólo identificándolos y marcándonos el objetivo de mejorar en todos y cada uno de ellos conseguiremos avanzar.
Sin nuevas recetas, no podemos esperar que se revierta la situación en tres campos tan palpables como la fijación del talento autóctono, la atracción de inversión extranjera y la mejora del poder adquisitivo de los gallegos que, como ven, me obsesiona, por su condición es la clave de bóveda del bienestar en todas sus formas.
Verán que no hablo de soluciones estrambóticas ni propuestas esotéricas, sino de algo muy sencillo: una actitud mucho más abierta. La misma, por ejemplo, que exudan algunos concellos de nuestro país. Estaba tentado a escribir “alcaldes”, metonimia tan habitual en el día a día, pero sería quitar galones a la importante tarea de la administración local en su conjunto. Son muchos los concellos que, tan tiesos de fondos propios como holgados de valentía, empiezan a dar ejemplo de sostenibilidad medioambiental y se prestan incluso a acompañar a sus vecinos para asesorarse del mejor modo posible y adaptarse al son de los tiempos.
Hablo de sostenibilidad en el sentido real, no de aquél de planes estratégicos, cumbres de marionetas y adolescentes suecas con trenzas. De reciclar de manera responsable, de cuidar de nuestros recursos naturales y de apoyar la economía de nuestro entorno. Porque no cuidar un parque o confiar en un contratista a cientos de kilómetros de distancia por un ínfimo ahorro suele salir mal, y a la larga decisiones así acaban detrayendo más fondos públicos que las opciones inicialmente menos rentables. Por aquello del “lo barato, sale caro”, uno de tantos refranes irrefutables del castellano.
Seguro que no todos los concellos gallegos son tan proactivos y generosos en el esfuerzo como los pinto arriba, pero quiero pensar que una buena parte de los 313 que conforman nuestro país sí lo son. Porque la política local está en el día a día de los vecinos, y pocos alcaldes gallegos hay que puedan tomarse un café en su pueblo, sea la hora que sea, sin que se le acerque un vecino cada cinco minutos a comentar un problema en su nave industrial, consultar una duda respecto a un negocio que le propone un pariente o plantar una queja por una avería en el alumbrado. Y, a un tiempo, ya sea por el partido de gobierno o por la federación de turno, el Concello también está implicado en la práctica de las políticas autonómicas y estatales. Tanto, que en muchas ocasiones es su principal brazo ejecutor.
Es por esto, por su especial condición de enlace entre la vida real y la realidad política, que uno quiere fijarse menos en la visible disfuncionalidad de nuestra política autonómica y más en la energía que se respira en el ámbito local. Qué bien nos va a ir, a todos, cuando todos nos contagiemos de la actitud con que muchos concellos apoyan a (y se apoyan en) sus vecinos y su tejido empresarial local, buscando nuevas fórmulas para aprovechar las posibilidades que una tierra como la nuestra tiene ante los cambios que se cuecen en el mundo. El principal, y de él hablaremos en nuestro próximo encuentro, es y será la transición energética. Y ahí tenemos mucho que decir.
Porque si todo va a ser cada vez más verde, ¿quién carallo es más verde que Galicia?