Si observas las publicaciones de mi Instagram te llevarás sin duda la impresión de que mi vida discurre entre celebraciones, viajes, vermús y muchas risas. 

¿Soy feliz? Sin duda… pero no siempre. Sin embargo, no existe ninguna fotografía, video ni texto que insinúe, describa o muestre los múltiples momentos de debilidad o confusión a los que he tenido que enfrentarme. No verás ninguna imagen del día en que tuve un ataque de ansiedad, de mis lágrimas cuando mi gato se fue al cielo de los gatos o de mi ceño fruncido cuando mis hijos desordenan todo lo que tocan. No hay ningún comentario que aluda a la inseguridad que siento ante algunas decisiones ni de la tristeza que me produjo aquel amigo que me falló cuando más lo necesitaba. No tengo ninguna foto del cielo grisáceo que abunda en marzo ni de la tostada quemada que he desayunado hoy ni mucho menos del flotador que me está saliendo alrededor de la cintura. 

Si consultas el feed de mi linkedin es probable que te quedes con la idea de que soy un profesional reconocido, emprendedor e innovador, con una carrera envidiable, varias empresas constituidas y una intensa agenda de eventos. 

¿Tengo éxito? Probablemente… pero no ha sido constante ni inmediato. Sin embargo, no hay ninguna publicación en la que hable de la noche que no pude dormir porque tenía que entregar un informe que no conseguía terminar, de la ansiedad que me produjo asumir la responsabilidad de aquel puesto de trabajo o de la incertidumbre de tantos momentos en los que dependía de captar financiación para las empresas o cuando me planteaba si estaba enfocado correctamente mi futuro profesional.

Si revisas el feed de cualquiera de tus amigos o compañeros te encontrarás seguramente con un escenario muy similar al mío y si lo haces en el de algún influencer (social o profesional) el impacto de momentos “increíblemente” felices se multiplicará hasta asentarse sutilmente en tu subconsciente dibujando el camino de cómo debes crear una vida “perfecta”. 

Desayunos que parecen salidos de un bodegón de Cézanne o Caravaggio, selfies maquillados por filtros capaces de disimular cualquier imperfección borrando al mismo tiempo cualquier rastro de naturalidad, playas de aguas turquesas supuestamente desiertas para las que hay que hacer cola de 4 horas, cuerpos musculados con outfits imposibles para ir a tirar la basura y múltiples reconocimientos del tipo “1 de los 100 rubios cuarentones más influyentes del universo”. Miles de impactos diarios que dibujan una realidad irreal en nuestra mente a golpe de “me gusta” y de “swipe” y que, inevitablemente, si no lo sabes gestionar conducen a la frustración continua por no llegar a alcanzar un ideal de belleza, de estilo de vida o de status profesional ciertamente utópico para la gran mayoría.

Las redes sociales (y las profesionales) han aumentado sin duda el nivel de nuestras aspiraciones y reducido el tiempo que nos otorgamos para conseguirlo. Queremos ser felices siempre y queremos tener éxito ya, sin normalizar (y mucho menos mostrar) que está bien no estar bien de vez en cuando o que los fracasos forman parte indivisible del camino hacia los éxitos.

La necesidad de mostrar una versión (virtual) mejorada de la realidad o la frustración de no lograr alcanzarla rápidamente ha provocado que, en los últimos 5 años, las tasas de ansiedad y depresión entre los adolescentes hayan aumentado en más de un 70%

Los más de 10 millones de selfies que se publican en Instagram cada hora ofrecen la posibilidad constante de compararse provocando que un escalofriante 32% de las mujeres y un ascendente 14% de los hombres afirmen no encontrarse a gusto con su cuerpo tras revisar las redes sociales. 

El estímulo incesante de pasarse más de 6 horas diarias de media delante de diversas pantallas (teléfono, tablet, ordenador, televisión, etc.) y la insana costumbre de darle un repaso a las redes sociales antes de dormir ha contribuido, según diversos estudios, a una disminución en la calidad del sueño (directamente relacionado con el estado emocional y mental) hasta tal punto que 1 de cada 5 consultados reconoce despertarse en medio de la noche a consultar sus redes o mensajes.

Esta necesidad compulsiva de estar permanentemente conectados e informados está provocando la aparición de síndromes como el FOMO (fear of missing out) o “miedo a perderse algo” que desemboca en la adicción y ansiedad continua por la actualización del status y revisión de perfiles y reacciones en las redes.

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La falsa sensación de conexión y el amparo del anonimato que ofrecen las redes sociales son además el caldo de cultivo perfecto para el ciberacoso y diversas conductas tan dañinas como el goshting (desaparecer repentinamente y sin explicaciones) el snooping (hacer un espionaje detallado sobre alguien a través de la información de sus redes) o el kittenfishing (diseñar un perfil falso o mostrarnos diferentes a lo que somos en realidad).

Pero no todo es malo; las redes sociales también nos han permitido agregar canales en los que visibilizar nuevas formas de auto-expresión y construir un catálogo de identidades mucho más amplio y normalizado en nuestra sociedad. Seas como seas o pienses como pienses, las redes te pueden ofrecer un espacio en el que encontrarás a otros similares a ti, a tan solo un clic de distancia aunque os separen miles de kilómetros. Yo, gracias a las redes sociales, he conocido a gente tremendamente interesante y afín a mis intereses, pudiendo establecer relaciones profesionales y personales sin tan siquiera haberlos visto físicamente. 

La educación y la responsabilidad serán los 2 aspectos clave para hacer un uso positivo de la potencia de acceso a contenidos, la inmediatez informativa y la conexión permanente que nos ofrecen las redes sociales, sin el peligro de ser víctimas de nuestra propia red.