Durante esta semana he tenido que ejercer de evaluador de proyectos de emprendimiento para una de las aceleradoras regionales de la Xunta de Galicia. Analizar decenas de proyectos conforme a su innovación, potencial y escalabilidad. Un trabajo aséptico y cuantitativo que, aunque esté mal decirlo, manejo con relativa soltura. Recordé (he de decir que sin atisbo de melancolía) cuando era yo el que rellenaba excels y ponía mi prosa al servicio de redactar un plan de negocio entendible y motivador (rara vez realista) para buscar financiación en el desierto para mi pequeña familia de start-ups.
El jueves me tocó evaluar las presentaciones en riguroso directo de los líderes de cada una de las iniciativas. Iria, Juan, Anxo, Victor…. Algunos demasiado nerviosos, algunos demasiado teatrales, alguno demasiado inexpertos pero todos, absolutamente todos, con un brillo característico en los ojos, el resplandor de la ilusión del emprendedor. Viéndolos, sentí (he de decir que con cierta envidia) el recuerdo del burbujeo en la sangre al hacer partícipe a otros de tu idea, aquella en la que confías por encima de todo.
Emprender es, supongo, como una montaña rusa. Te da momentos de vértigo y miedo pero también otros de satisfacción incalculable que anulan los anteriores. Cada vez que alguien con talento apuesta por ti o por tu idea uniéndose o desarrollándose en tu equipo, cada ronda de ampliación de capital para cumplir tus sueños, cada nuevo cliente ganado… miles de momentos que hacen que apenas pueda recordar las noches sin dormir o las múltiples frustraciones de los abundantes fracasos y equivocaciones. Todo ello es una descarga de dopamina directa al cerebro elevándote al placer de acercar de primera mano, soluciones innovadoras al mercado y a la sociedad.
Cuando tenía menos años (sigo siendo joven, Yolanda) pensaba que ser emprendedor pasaba por la condición imprescindible de tener una empresa en propiedad pero ahora que ya me empiezan a aparecer arrugas (de expresión) me doy cuenta que nunca he dejado de emprender.
Durante 10 años fui emprendedor “en primera persona” y en la primera definición de la RAE (“que posee una empresa innovadora en propiedad”) y después decidí trasladar mi experiencia (y cicatrices) para ayudar a otros a que hacerlo fuese más sencillo desde la administración pública. Desde hace año y medio soy lo que se denomina un “intraemprendedor” y manejo más la segunda acepción de la RAE (“que es capaz de desarrollar acciones y soluciones innovadoras”) colaborando con diversas empresas para que la innovación eficiente impregne sus equipos y la agilidad de las startups se contagie en sus procesos para generar más y mejor negocio. Nunca, en toda mi vida profesional, me he sentido tan reconfortado con mi trabajo. Hay un componente muy importante para ello y es que me ha tocado la lotería con los que me rodean (aunque te pido que lo guardes en secreto para que no me lo repercutan en el salario).
Nunca, me he sentido tan útil y efectivo pudiendo poner en marcha ideas desde un entorno más estable y estructurado, porque emprender tiene mucho de equilibrista y poder hacerlo con la red de seguridad que te ofrece el entorno de una compañía ya construida es un privilegio (aunque las empresas siempre están en continua re-construcción).
Gracias a ello y a ellos, sigo recibiendo día a día mi dosis dopaminérgica de emprendimiento y afortunadamente (lo he comprobado nada más salir en un espejo) creo que conservo aún ese brillo en los ojos… ¡Y que dure!
Por todo ello, he llegado a la conclusión de que el emprendimiento no es únicamente tener tu propia empresa. El emprendimiento no es únicamente una profesión. No es únicamente una capacidad. El emprendimiento es, sin duda, un sentimiento.