Se acerca el verano y la lista de amigos con casa y jardín resurge de nuevo. Cada vez quedan menos, porque vivimos en ciudades de hormigón y porque a los que se van al campo se les considera unos valientes. Solo cuando empezamos a prescindir de la chaqueta de rigor les tenemos envidia. Pero, ¿por qué es tan difícil encontrar pequeños oasis de confort ambiental en mitad de las ciudades? De esos que te alejan del ruido del tráfico, su vegetación aporta la humedad necesaria y la sombra te protege de los rayos ultravioleta.
Parece una pregunta muy obvia de contestar, aunque deberíamos hacerla desde el otro lado: ¿cómo hoy en día es tan fácil vivir en un hogar sin conexión directa (o próxima) con espacios exteriores de calidad?
Yo alquilaría esa terraza. Me tomaría el primer café sintiendo el frío mañanero, leería después de comer o invitaría a amigos si la superficie lo permite para compartir una charla al aire libre.
Yo priorizaría un apartamento a pocos minutos de un gran parque verde frente a otro sin vistas y en una calle tan estrecha que no recibas suficiente luz natural.
Haría todo eso, pero el ritmo descontrolado de la construcción en las ciudades nos pone la zancadilla. La especulación inmobiliaria se basa en los números de los beneficios y obliga a pisar el freno en cuanto a espacios comunes. No computan, no se pueden vender y por lo tanto no tienen “precio” (nunca mejor dicho). Una terraza, una zona para huertos colectivos, un patio, un área infantil, un jardín… son espacios con valor añadido que los promotores no pueden comercializar. O no quieren.
Sin duda no son ellos quienes vivirán en esos hogares búnker. Pequeños cofres individuales de hermetismo relacional donde jamás tendrás la oportunidad de conocer a tus vecinas, latas de sardinas.