Un espacio escrito (como el de este artículo) puede marcar una gran diferencia. Lo mismo pasa con los espacios de la palabra hablada, por eso cuando esta semana alguien me calificó de “sin vergüenza” quise entender un espacio oculto que convirtiese el insulto en uno de los mejores halagos que he podido recibir.  

En realidad, confieso que la vergüenza y yo apenas mantenemos relación actualmente. Nos conocimos hace ya muchos años cuando yo era un rubio e inconsciente adolescente e incluso llegamos a ser amigos por una corta temporada, pero, tras varias discusiones relevantes, decidí alejarme y alejarla. De vez en cuando reaparece de visita, pero tengo claro que nunca le dejaré las llaves de mis sentimientos por si se le da por quedarse y tengo que llevarla arrastrada el resto de mi vida. 

Según la Biblia, la vergüenza fue la penitencia que recibieron Adán y Eva ante la osadía de desobedecer las órdenes de Dios, buscando su independencia. Según Darwin (creo en él sobre todas las cosas) y su “Tratado sobre la expresión de las emociones”, es un sentimiento que se manifiesta mediante “rubor facial, confusión mental, vista caída, una postura descolocada y cabeza baja” apreciándose diferencias entre diferentes razas o poblaciones. En todo caso, la vergüenza es una emoción social. Su altura y peso viene definida por la cultura, la educación y las normas morales de una sociedad que tiende a la estandarización del grupo, culpabilizando todo y a todos los que se salen de la media o la norma. En otras palabras, Cuando transgredimos una de esas reglas y los demás se percatan, sentimos vergüenza.

“El qué dirán” o “Lo que esperan de nosotros” es, así, un severo tribunal que trabaja 24 horas con millones de jueces y un solo acusado, tú mismo, permanentemente culpable de delitos contra la humanidad por tu manera de pensar, de hablar, de vestir o, simplemente, de amar. Tu castigo es una auto-respuesta que te bloquea volviéndote cobarde e inseguro hasta llegar a la verdadera condena: ser igual que el resto, moviéndote en segundo plano, oculto dentro de la invisibilidad de ser uno más. En resumen, pena de muerte para el desarrollo de tu propia personalidad.

La vergüenza es, por tanto, un arma social que persigue la sumisión del que haya sido o se le ocurra pensar en ser suficientemente desvergonzado como para destacar sobre los demás poniendo en riesgo una supuesta “evolución” sin sobresaltos. Con ello, como criticaría Darwin (y yo mismo) a través de la vergüenza nos protegemos pero también renunciamos a gran parte de nuestra capacidad de adaptación al cambio (la base de la supervivencia) perdiendo la enriquecedora posibilidad de vivir oportunidades inesperadas y, por tanto, resultados insospechados.  

La vergüenza, sin embargo, se ha mantenido a lo largo de la evolución porque es un sentimiento socialmente selectivo pero necesario y muy efectivo como mecanismo de agrupación, señalándonos qué es lo correcto y aceptable dentro del conjunto poblacional y permitiéndonos así asumir las reglas sociales como propias, desarrollando un humanamente necesario sentimiento de pertenencia al grupo. 

Afortunadamente, los convencionalismos que escriben el concepto de vergüenza en el imaginario colectivo también evolucionan en el tiempo al ritmo del avance social y cultural, de forma que comportamientos que se consideraban vergonzosos hace siglos, décadas o años, ya no lo son actualmente e incluyendo en la normalidad actuaciones, pensamientos o modos de ser que amplifican la horquilla de la diversidad individual humana. Los ejemplos son múltiples y variados. Si Elvis Presley no se atreviese, por ejemplo, a mover desvergonzadamente las caderas ante el estupor de una audiencia normativizada, hoy no existiría el Rock&Roll, al menos tal y como lo conocemos actualmente (probablemente tampoco el “punk”, el ”grunge”, el “britpop” o incluso el ”perreo”). Bendito Elvis el “sin vergüenza”.

Sin embargo, existe una clara diferencia entre el “sin vergüenza” y el “sinvergüenza” (más allá del simple espacio escrito) que es la delgada línea que separa la independencia individual del daño ajeno. Desgraciadamente, dicha frontera se sigue traspasando con demasiada frecuencia en nuestra sociedad, transformando la libertad de pensamiento en un ataque contra el pensamiento o modo de ser de los demás. Sirva como ejemplo la lona publicitaria que Vox ha instalado en el centro de Madrid y de la que yo, como ciudadano, me siento absolutamente avergonzado (a los que se les ocurrió, no les voy a dedicar ni el espacio escrito que debería separar su calificativo).

La vergüenza tiene un antídoto. No es inmediato pero sí muy poderoso. El orgullo. 

En mi caso, desarrollar pronto el orgullo alrededor de mi manera de ser, pensar y actuar, relativizando la vergüenza en mis comportamientos, me salvó de una adolescencia que tenía todos los ingredientes para convertirme en un adulto frustrado y amargado. Liberarme de la mochila de la vergüenza para caminar con agilidad me ha traído, también a nivel profesional, tantas recompensas y oportunidades que han compensado con creces los momentos de potencial ridículo que haya podido vivir o que los demás hayan podido disfrutar a mi salud. “Con vergüenza, ni se come ni se almuerza” decía mi abuela. 

El orgullo es la antítesis de la vergüenza, pero implica un viaje interior sin brújula ni mapa, con parada en el autoanálisis, el desarrollo de confianza y la aceptación de uno mismo y de los demás. 

El germen del orgullo está, más allá de los aspectos sociales, en nuestra experiencia durante la infancia y la adolescencia temprana, cuando una visión inadecuada puede generar miedos que bloquean nuestras actuaciones, a través de la vergüenza, como mecanismo de protección. Por eso, es tan importante enseñar a nuestros herederos que son y pueden ser algo más de lo que los demás decidan que deben ser y, al mismo tiempo, evitar prejuicios dándoles una visión amplia de la existencia de muchas formas igualmente válidas de vestir, pensar, comportarse y, por supuesto, de querer. Por eso, en esta “semana del orgullo”, yo y los míos bailaremos, cantaremos y acompañaremos a todos aquellos que celebren la diversidad y el respeto reivindicando la necesidad de continuar avanzando en una igualdad real de derechos y oportunidades. 

Porque, al final, en último término, nuestro mayor valor como seres humanos es nuestra identidad, lo que somos, lo que nos une, pero también lo que nos diferencia. Y es precisamente esa diferencia la que construye sociedades diversas y verdaderamente enriquecedoras. Con orgullo. Sin vergüenza.