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Imaginaos por un momento un mundo sin gafas. Ni cristales correctores, ni lentillas, ni milagrosas cirugías láser. Nada. Un mundo donde los miopes caminarían con los ojos entrecerrados, chocándose contra las esquinas y distinguiendo las caras de sus seres queridos solo cuando estuvieran a medio metro de distancia. Donde los astigmáticos se preguntarían si ese autobús que viene a lo lejos es el suyo o un camión dispuesto a atropellarlos. Donde los hipermétropes renunciarían a leer cualquier cosa sin la ayuda de brazos más largos que los de un orangután. Y donde el simple hecho de ver sería un lujo reservado a unos pocos privilegiados que nacieron con la suerte de tener un par de ojos funcionales.

La sociedad moderna tiene muchas taras, pero esta no es una de ellas. No porque no existan problemas visuales, sino porque hace siglos que aprendimos a disimularlos. Desde aquel día en que algún genio medieval, cansado de ver borroso, decidió encajar un cristal pulido entre él y el mundo, dejamos de pensar en lo frágil que es nuestra visión. Ahora la miopía no es más que un pequeño inconveniente que se arregla en la óptica de la esquina. Un par de euros, una montura molona y ya estás listo para ver el mundo con claridad.

Pero, ¿qué pasaría si todo esto desapareciera de golpe? Si mañana, por arte de magia, todas las gafas y lentillas del planeta se desvanecieran y las clínicas oftalmológicas cerraran sus puertas. Nos enfrentaríamos a una revelación brutal: estamos hechos de defectos. Más de la mitad de la población mundial tiene algún tipo de problema visual. Más de la mitad. Pensadlo. La mitad de nosotros estaríamos dando tumbos como zombis en un mundo que ya no podemos ver con nitidez. Una sociedad de discapacitados visuales que de repente se daría cuenta de su vulnerabilidad.

La incapacidad de ver, algo que hoy solucionamos con un gesto tan simple como ponernos unas gafas, se convertiría en un drama cotidiano. Trabajos perdidos, accidentes absurdos, vidas limitadas por la oscuridad o la distorsión. Imagínense intentar conducir, cocinar, leer o simplemente cruzar la calle. Sería como devolvernos a la Edad Media, no solo tecnológicamente, sino socialmente. La gente con buena vista sería la élite. El resto, simples sombras.

Es curioso cómo funcionamos los humanos. Nos creemos invencibles, avanzamos despreocupados y damos por sentado las pequeñas cosas que nos hacen la vida más fácil. Hasta que desaparecen. Y ahí es cuando nos damos cuenta de lo endeble que es nuestra civilización, construida sobre inventos tan cotidianos que ya ni valoramos.

Así que la próxima vez que te pongas las gafas por la mañana, cuando ajustes esas lentillas en tus ojos o pases por delante de una óptica sin prestar atención, recuerda esto: el mundo que ves nítidamente no es un derecho, es un privilegio. Y sin ese cristal entre tú y el caos, solo serías otro ciego en una sociedad de sombras.