Cierro los ojos y puedo ver la escena. Es de madrugada en Riazor, y el aire, denso, apenas se mueve. La pandemia acababa de ceder su asfixiante abrazo, y Samuel Luiz, un enfermero de 24 años, ríe y charla con su amiga Lina. La noche debía ser una celebración, una vuelta a la vida después de los encierros, de las calles desiertas y del miedo que impregnó cada rincón de nuestras ciudades. Pero esa es la ironía cruel de la historia: la vida de Samuel acabó en el mismo momento en que creía recuperarla. Diez minutos. Solo diez. Y en ese breve lapso, la brutalidad humana se desató como lo que es: un lobo que caza por diversión, sin más propósito que infligir daño.
La fiscal Olga Serrano no se anduvo con rodeos. En la sala de la Audiencia de A Coruña, las palabras cayeron con el peso de una sentencia anticipada: “Fueron una manada de lobos. Los seres humanos cazan y matan por diversión. Hay maldad y violencia gratuita”. No fue una reyerta, no fue una mala decisión ni un trágico accidente. Fue un acto premeditado, sostenido por el odio, alimentado por la ignorancia y ejecutado por una colección de cobardes que, por un momento, se creyeron intocables. Cuatro nombres, cuatro historias de violencia y silencio cómplice, de sangre y de mentiras.
Diego Montaña Marzoa. Culpable, el macho alfa, el que primero descargó un golpe contra Samuel, el que abrió la veda de la cacería. Al escucharlo, uno se pregunta cuántas veces la humanidad se ha visto arrastrada al horror por figuras como él, líderes sin propósito, ávidos de ejercer un poder que solo puede ser medido en términos de destrucción.
Alejandro Freire, “Yumba”. Culpable y no menos culpable, se convierte en un símbolo de la frialdad que fue capaz de mantener al apretar la garganta de Samuel, de estrangular y reducir al joven mientras los golpes seguían cayendo. Fue el verdugo silencioso, el que con sus manos aseguró que no hubiera escapatoria. Y Kaio Amaral. Culpable, ese “primero de la clase” que tuvo la inteligencia para robar el móvil de Samuel, para intentar borrar las huellas de un crimen con la astucia de quien siempre se ha sentido por encima del resto. Un traidor de última hora que, al ver las cosas mal, intentó limpiar su imagen a costa de los demás. Y Álex Míguez. Complice del asesinato, el mentiroso. El que repitió una y otra vez que no había estado ahí, aunque las pruebas lo clavaran a la escena del crimen como el último de los villanos que, en el fondo, solo busca salvar su pellejo.
Serrano describió la madrugada del 3 de julio de 2021 con una crudeza que pocos se atreven a utilizar en los tribunales. Porque hacía falta. Porque Samuel Luiz murió como tantos otros han muerto en la historia, siendo víctima de un linchamiento al que nadie tuvo el valor de poner fin. “No pararon hasta que cayó desplomado y huyeron”, sentenció la fiscal. No hubo dudas, no hubo pausas. Fue una cacería ejecutada con precisión, con la saña propia de quienes no tienen remordimientos. Y la frase que dejó flotando en la sala lo dejó claro: “A ellos -los acusados- les cambió la vida. Samuel ya no la tiene”. Porque sí, a los lobos se les puede domesticar o encerrar, pero la víctima, el cordero, no regresa.
Y mientras Serrano relataba cada golpe, cada segundo de la agonía de Samuel, la sala se mantuvo en un silencio tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Porque escuchar los detalles es asomarse al abismo de lo que somos capaces cuando la deshumanización se instala en la mirada. Samuel, tendido en la acera, molido a golpes, con el cuerpo destrozado y el corazón a punto de detenerse, mientras su vida se apagaba ante la pasividad de una noche que no le devolvió ni una sola mano amiga.
El alegato final de la fiscal fue una lección sobre la naturaleza humana y sobre el odio que, a veces, se encuentra agazapado tras la noche. Dijo lo que muchos piensan pero pocos se atreven a gritar: que lo de Samuel fue un crimen de odio, que pudo haber sido cualquiera que encajara en la diana del desprecio y la rabia de aquellos que creen que la vida ajena es un juego al que se le puede poner fin por capricho