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Hay un momento en la vida de toda persona en el que cinco minutos lo cambian todo. Los cinco minutos que marcan la diferencia entre irse o quedarse, entre cerrar la puerta con el portazo definitivo o dejarla entreabierta para lo que venga después. Y ahí estás tú, en mitad de esa escena congelada en el tiempo, con esa frase tuya —tan simple, tan cargada de todo— como única arma: “Quédate cinco minutos más”.

Cinco minutos. Ni uno más, ni uno menos. Como si eso fuera tiempo suficiente para reescribir el guion, para torcer el destino, para arreglar algo que lleva roto tanto tiempo que ya ni recuerdas cómo era cuando funcionaba. Quédate, dices. Como si quedarme no fuera otra condena. Como si no supieras que en esos cinco minutos puede caber todo lo que no nos dijimos, todo lo que hicimos mal, todo lo que nos trajo hasta aquí.

Y ahí, justo ahí, ocurre el milagro. Porque, joder, quédate. Porque en esos cinco minutos, entre el reproche y la pausa incómoda, entre la rabia y el miedo, aparece algo. No sé si es amor, piedad o simple desesperación. Pero aparece. Lo suficiente para que la mano que estaba a punto de girar el pomo se quede quieta. Lo suficiente para que el pie que iba a cruzar la puerta retroceda.

Y es curioso, porque cinco minutos no son nada. Son el tiempo que tarda el agua en hervir o un cigarro en consumirse. Pero en esos cinco minutos encontré algo que ni tú ni yo sabíamos que aún estaba ahí. Una razón. Un motivo. O, al menos, la promesa de uno. Algo lo suficientemente fuerte como para quedarse y lo suficientemente frágil como para saber que no se repetirá.

A veces la vida es eso: un puñado de segundos en los que decides quedarte, aunque todo lo demás te empuje a irte. Y aquí estoy, todavía, porque en esos cinco minutos vi algo que me hizo pensar que la historia aún no había terminado. Que tal vez este desastre nuestro tenga arreglo. Que tal vez tú valgas la pena.

O tal vez no. Pero cinco minutos me bastaron para darme cuenta de que hay cosas que no se eligen. Que hay puertas que no se cruzan. Que hay lugares en los que, una vez que decides quedarte, ya no puedes salir. Y no pasa nada. Porque quedarse es, a veces, el acto más valiente. O el más tonto.

Pero aquí sigo. Porque tú me pediste cinco minutos. Y yo, en ese tiempo, encontré los motivos para no irme.