Dicen que todo el mundo tiene un gemelo en algún lugar del planeta, pero no todo el mundo ha tenido la suerte de cruzarse con él. Yo, que soy un chico afortunado, sí.
No se parece físicamente en nada a mí. Él podría ser modelo de Ralph Lauren y yo no paso del Bershka, aunque lo cierto es que ambos somos extremadamente similares en cosas mucho más importantes que la apariencia.
El destino nos hizo nacer en países distintos e incluso en años diferentes. Él pasó su infancia en el Estados Unidos de Punky Brewster (a quién por cierto, la empresa de sus padres vestía) y yo en la España de Naranjito.
Aunque no nos conocíamos, nos intuíamos. Aunque ninguno de nosotros encajásemos con demasiada gente de la que nos rodeaba, ambos sabíamos que, en alguna parte del mundo, había alguien esperándonos.
Ese mismo destino que nos hizo nacer separados nos hizo coincidir más de 25 años después en un mismo punto del espacio-tiempo laboral, curiosamente en la ciudad natal de Naranjito. La primera vez que nos vimos, no nos reconocimos de inmediato, él era simplemente un americano de paso y yo un gallego pasando por el lugar adecuado en el momento adecuado.
Un golpe de suerte hizo que uno de nosotros necesitase profesionalmente de las capacidades del otro (obviamente yo de las suyas) y esa colaboración puntual hizo surgir tal chispazo que, a partir de entonces, comenzamos a trabajar codo con codo. Juntos, éramos capaces de conseguir cosas mucho más grandes de lo que podíamos imaginar individualmente. Compartíamos visión y nuestras capacidades e incluso diferencias se complementaban a la perfección haciéndonos brillar a ambos. No había recelos ni competencia entre nosotros, sólo esfuerzo conjunto y ganas de aprender uno con y del otro. Y así, fuimos creciendo profesionalmente, a la par, convirtiéndonos en un dueto profesional con más armonía que el mismísimo Dúo Dinámico (los Simon and Garfunkel patrios, para que él lo entienda si llega a leer estas líneas).
Durante cinco años compartimos desarrollo profesional pero sobre todo y, más importante aún, crecimiento personal, en parte, asentado en muchas horas de trabajo y más horas aún de fiestas y mojitos hasta el amanecer en los que solucionábamos el mundo presente y jugábamos a diseñar un futuro pluscuamperfecto.
Pero el destino quiso volver a separarnos. A él lo mandó a Houston y a mí de regreso a Galifornia justo uno de los momentos más complicados de nuestras vidas. Ambos tuvimos que aprender de nuevo a vivir el día a día sin tener al lado el apoyo constante de su gemelo.
Yo, pensé equivocadamente que sería fácil encontrar un sustituto y me defendí de la frustración de no tenerlo cerca alejándolo más, de tanto que lo echaba de menos en cada paso del camino. No me di cuenta de que los gemelos son una cosa tan extraordinaria como infrecuente y que yo, ya había sido extremadamente afortunado de encontrármelo una vez. Él, tan generoso como siempre, fue capaz de recorrerse miles de kilómetros con tal de pasar unas horas conmigo, aprovechándolas al máximo para generar recuerdos almacenados en los lugares más especiales de nuestra memoria.
La amistad es una de las patas de la mesa sobre la que sostenemos nuestra vida y, sin ese apoyo, la mesa se tambalea.
Siempre hablamos de los amigos como “la familia que uno escoge”, pero pocas veces somos conscientes de que ellos también nos escogen a nosotros. Yo, que soy un chico afortunado, he sido elegido por varios. Esos que nunca te defraudan, que te quieren tal y como eres. Ellos son los que me soportan (en todos los sentidos).
Más que 10 años después, a más de 7.500 kilómetros de distancia, aunque no nos hablamos con la frecuencia debida y aunque la pandemia haya evitado que nos podamos re-encontrar en algún punto del ancho mundo, Zac y yo sabemos que nuestro gemelo está esperándonos en la otra orilla del Océano Atlántico.