Hace unos meses, la primera ministra neozelandesa, Jacinda Ardern anunció su retirada de la política con esta frase:
“Ya no tengo suficiente energía para desarrollar el cargo como es debido.”
Fue la mujer más joven en dirigir un estado, con 37 años, y yo añadiría también que la más honesta. Se ha retirado sin escándalos, sin puertas giratorias, sin prevaricación, sin líos internos, sin desfalcos, sin forrarse, sin delitos, sin juicios, pero criticada sin piedad por su renuncia.
¿Por qué nos cuesta tanto parar?
Si al despertar ya se te cae el día encima… tienes que parar.
Si estás agotada con el ritmo de vida que llevas… tienes que parar.
Si consideras necesario reorganizar tus prioridades… tienes que parar.
Y debería ser obligatorio. Da igual lo que piense el de al lado.
Parar es más inteligente que vivir cansados.
Cuando viajas en avión repiten que si hay despresurización en la cabina caerán de los compartimentos superiores unas mascarillas que, primero, debes ponerte tú. Antes que a tu pareja, que a tu madre, incluso que a tu hijo. Primero, tú. Y tiene sentido.
Cuando estás mal no puedes dar lo mejor de ti.
Ni en el trabajo, ni en casa, ni en la vida.
Nos cuesta priorizarnos, pensar más en nosotros mismos o darnos tiempo.
Vivimos en una constante e intensa vorágine y no sabemos cómo parar. Solo lo hacemos cuando es inevitable, por algo realmente grave.
Los gobiernos, ante una situación bélica.
Los artistas, por salud mental.
Los futbolistas, por lesión.
Las marcas que paran lo hacen, casi siempre, por alguna crisis reputacional y
deben replantear su estrategia. Durante la pandemia, por ejemplo, muchas marcas ni siquiera se plantearon parar. Algunas, sobre todo al principio, mantuvieron su plan de medios y siguieron anunciándose como si nada. Crisis reputacional de libro.
Otras se centraron en mostrar apoyo a la sociedad a través de campañas cuyo objetivo principal no era vender, sino empatizar a través de un mensaje emocional. En algunos casos funcionó y, de hecho, reforzaron su posicionamiento. Sin embargo, pronto se sumaron (casi) todas las demás y la estrategia emocional dejó de ser creíble, resultando en un hartazgo social y la consecuente pérdida de confianza. Crisis reputacional en 3, 2…
Algunas crisis más recientes:
Balenciaga, por la controvertida y horrorosa campaña que mostraba niños sujetando peluches con accesorios sadomasoquistas.
Nike, por contratar como prescriptora a una conocida trans estadounidense en campañas de ropa interior deportiva para mujeres.
Levi’s, por utilizar modelos generados por inteligencia artificial.
Burger King, por promocionar en Semana Santa sus hamburguesas vegetales con pasajes bíblicos.
O Conguitos, cuya identidad visual fue denunciada por racista.
Las marcas ya no solo venden cuando se centran en vender.
Las más valoradas por el consumidor son, de hecho, las que no parece que lo hagan, sino que despiertan en nosotros simpatía, sentimiento de pertenencia, status o incluso valores éticos, medioambientales o sociales.
Las que consiguen gustarnos mucho se denominan Love Brands, marcas que son capaces de que actúes como prescriptor, recomendando un producto o compartiendo en redes lo bien que te ha resultado; y que lo hagas de manera orgánica, casi sin darte cuenta. Sí, todos somos influencers… o al menos influyentes en nuestro contexto más cercano.
Y también tenemos el poder de dejar de consumir una marca cuando algo que hace, no nos gusta. El clásico boicot que, desde la democratización del consumidor y su uso de redes, nos permite dar un feedback positivo o negativo a una marca y que este sea amplificado por una plataforma que nos sirve de altavoz. Consiguiendo, en muchos casos, que una marca cambie, responda, se responsabilice o, incluso, tenga que parar.
Pero nos enseñaron a sentirnos realizados con las largas jornadas, a llegar a todo, a normalizar estar extenuados, querer ser siempre el número uno, a acostumbrarte a poner las calles, a tener la agenda llena cada día de la semana, a levantarte antes que el sol, a llegar el primero a la oficina e irte la última, a nunca decir que no, a asumir trabajo de otras personas y a normalizar el no parar.
Crecí con la mitificación del trabajo, vivía para trabajar y heredé el ‘workaholiquismo’ de mi padre, que era el mejor padre del mundo, pero trabajaba sin parar. Después de veinte años de profesión dándolo todo, exigiéndome al máximo y auto explotándome, entiendo por qué lo hacía.
Yo ahora, trabajo para vivir y lo mejor que puedo hacer por mi familia es estar.
Recuerda esto:
puede encantarte tu trabajo y tener que desconectar,
puedes amar tu profesión y necesitar vacaciones,
puede gustarte lo que haces y sentirte exhausto.
Estar cansado no te hace peor.
Y si ante estas preguntas…
¿te sientes cansado?
¿te cuesta levantarte?
¿no quieres ir a trabajar?
¿no encuentras estímulos?
¿la motivación está ausente?
¿te pones excusas a ti misma?
…tu respuesta es sí: para.