La realidad utópica de “los países de ahí arriba” siempre ha estado presente en nuestro imaginario colectivo, el de los mediterráneos. Esos nórdicos que son tan felices, saben cómo conciliar y practican con rigurosidad el arte del orden, el diseño y el saber estar.
Para algunos es un referente constante y un ejemplo con el que compararnos a muchos niveles: bienestar social, educación, trabajo, medio ambiente… Y no es que venga a desmontar la teoría, más bien voy a añadir unos cuantos ingredientes adicionales a este sabroso caldo.
Dinamarca sabe de exportaciones. Y una que engloba tantos aspectos que es difícil darle una traducción acertada es el “hygge” (/hoo-gah/): el secreto de la felicidad de los daneses.
Casi imposible de pronunciar y de replicar en otros países, es la filosofía que les mantiene satisfechos con las cosas más simples. Lo que les aporta sensación de confort y serenidad (cenar con la luz de las velas, quedar con tus amigos para un chocolate caliente, descalzarse al entrar en casa) y que queda relegado a lugares íntimos y tan privados que es difícil penetrar en esa fantasía de descanso y desconexión nórdica.
Desde fuera lo vemos como un idílico otoño constante. Pero tiene truco.
Cualquiera podría sentirse identificado con “los pequeños placeres de la vida” que tanto disfrutan los daneses si el resto de parcelas de tu existencia están bien cubiertas. Me refiero a si tienes una educación gratuita universal y de calidad durante toda tu vida, cobras bastante como para escapar de los gélidos inviernos nórdicos e irte al sur de España a comer pescadito frito, te puedes mover en bicicleta por todas partes, casi toda tu demanda energética está impulsada por renovables (principalmente eólica), el transporte público funciona perfectamente, puedes tener hijos porque las bajas por maternidad/paternidad son suficientes y la conciliación te permite disfrutar de ellos, la sanidad pública cubre cualquiera de tus problemas médicos, las calles están limpias, el acceso a las zonas verdes es amplio y están muy bien cuidadas, la seguridad está garantizada (incluido si eres mujer), existen un montón de iniciativas sostenibles, tu gobierno no es corrupto y te da unos niveles de bienestar social que están por encima de las de muchos otros países europeos, los productos orgánicos en el supermercado son una alternativa accesible…
O muy bien lo están haciendo ellos o muy mal lo estamos haciendo nosotros para no coincidir en tantos puntos básicos que nos harían, en definitiva, más felices.
Ahí están los datos objetivos, pero tengo otros más personales que hacen que me mueva por el amor a lo bello. Justo donde la marca Dinamarca es capaz de romper todos los moldes.
Viajar (o si es posible, vivir) y experimentar el cuidado por la estética te conquista y te desespera a partes iguales desde el minuto cero. No puedes creerte que le pongan tanto empeño al diseño de una simple panadería o que los edificios sean así de bonitos, la gente tan elegante, las aceras limpísimas.
Todo se eleva a la máxima potencia y te explota en la cara. ¿Es que no dejan espacio al caos, a la improvisación? ¿Tienen que vestir con tanto estilo? ¿Es verdad que los muebles de diseño están al alcance de todos? ¿Pueden permitirse ese café por 6€ en los descansos diarios del trabajo?
Para no quedarnos sólo con el interiorismo blanco de maderas claras, hay que rascar en la superficie e ir al fondo del asunto. Que nuestro contexto sea un colchón amable sobre el que apoyarnos para ser más felices, funciona únicamente si el gobierno está de nuestra parte para conseguirlo y la sociedad rema a favor de todos.
Ahí sí es donde debemos aprender.