En el libro del Éxodo se relata cómo durante los cuarenta años que los israelitas deambularon por el desierto, cada mañana (menos la del sábado) tras el rocío aparecía el maná enviado por Dios para ser recogido y servirles de alimento en la expedición. El transcurso de la relación del ser humano con la naturaleza se ha visto mediado por la alienación, en cuanto que la naturaleza constituía la ‘otra’ naturaleza: lo salvaje, las otras formas de vida. Fuente de alimento, madera, cobijo… Nuestra conexión con ella no pasaba tanto por la intromisión como por la imparcialidad, o en todo caso, el avituallamiento desde la estricta necesidad. Algo así como nuestro maná particular.
Los avances tecnológicos y científicos han replegado la relación del ser humano con la naturaleza, sobre sí mismo. El ser humano pasa a ser responsable de su propio destino desechando la coartada de la alienación. La relación depredadora con la naturaleza parte de ese ego insaciable tan propio que sirve de alimento a un capitalismo desmedido como sistema productivo imperante que todo lo puede: la naturaleza ya no es la libre aportación de ese maná que Dios nos envía. Ahora transita la senda de la tecnología y se ve doblegada ante esa dominación cosificante inscrita en el origen mismo de la economía capitalista.
Hemos desplazado especies de sus sitios de origen con el impacto que ello supone: cultivos especializados a un nicho ecológico se han visto forzados a adaptarse a nuevos entornos, dejando por el camino a todos aquellos que hubieran contribuido a enriquecer la variabilidad de las especies actuales. La variabilidad genética es un recurso esencial para preservar la supervivencia de las especies bajo condiciones cambiantes. Los miembros de una especie que posean características favorables tienen más posibilidades de sobrevivir y reproducirse; de modo que cuanto mayor sea la variabilidad de genes en una población, más probable será que se encuentre preparada para un cambio, sea cual sea.
Aunque no explícitamente, venimos dejando entrever en buena parte las implicaciones del intervencionismo. Encontramos un buen ejemplo en el arte del topiario, que no es otra cosa que la poda de vegetales en formas creativas. Hacia el siglo XIV, la creciente estabilidad financiera y territorial en toda Europa inscrita en la era del Renacimiento favoreció que entre la nobleza se empezara a desarrollar un especial gusto por el placer estético en torno a la jardinería como reflejo de su poder económico. Monasterios y castillos albergaban diseños estructurados, cercos podados y grandes setos con formas de lo más variopintas. Las altas esferas han adornado desde hace siglos sus jardines con plantas hiper-pulidas como símbolo de poder: doblegar el desarrollo de la naturaleza como máximo exponente de la supremacía del ser humano sobre todas las cosas.
En su crítica a la tesis del pensador Herbert Marcuse, Ciencia y técnica como "ideología" (1984) el filósofo alemán Jürgen Habermas propone, contra este intervencionismo desmedido, buscar la naturaleza fraternal en lugar de la explotada: "un particular atractivo […] es el que conserva la idea de que la subjetividad de la naturaleza, todavía encadenada, no podrá ser liberada hasta que la comunicación de los hombres entre sí no se vea libre de dominio".