En la vorágine de la vida moderna, a menudo nos vemos atrapados en una búsqueda implacable de la felicidad, como conductores que persiguen la aceleracion en una autopista interminable. En este viaje frenético, asociamos la felicidad con la emoción momentánea, con la adrenalina que surge al pisar el acelerador y alcanzar velocidades vertiginosas. Nos sumergimos en un torbellino de emociones, donde las curvas y los obstáculos pasan desapercibidos, perdidos en la ilusión de la velocidad implacable.

La noche, envuelta en su manto oscuro, se convierte en un trampantojo seductor. Bajo su cobertura, buscamos una felicidad efímera en los placeres temporales: el alcohol, las drogas y las mentiras nocturnas se convierten en los pasajeros de nuestro viaje oscuro. Nos dejamos llevar por la ilusión del instante pasajero, solo para despertar cuando las luces se encienden y nos enfrentamos nuevamente a la realidad cruda y despiadada del dia a dia.

Pero, ¿qué sucede cuando el frenesí disminuye y nos encontramos en el silencio de la quietud? En ese momento, cuando la velocidad se desvanece, comenzamos a ver el mundo con una claridad asombrosa. Los colores se vuelven más vivos, las texturas más nítidas. Vemos las sonrisas y las lágrimas en los rostros de las personas que nos rodean, entendiendo que la verdadera felicidad no se encuentra en la velocidad, sino en la conexión humana genuina y en la aceptación de uno mismo y a traves del duro golpe y de su shock, provocado por la maldita falta de gravedad, descubres que necesitas desacelerar.

La felicidad, entendemos, no es solo una emoción efímera, sino un estado profundo de satisfacción y paz interior. A menudo, en nuestra búsqueda , nos olvidamos de nosotros mismos. Nos sumergimos en el miedo al daño colateral y descuidamos nuestra relación con nuestro Yo mas personal. Nos volvemos reacios a mirar hacia adentro, temerosos de lo que podríamos descubrir. Pero es en este viaje interior donde encontramos las respuestas que buscamos.

Es necesario ser egoístas en el sentido de cuidar de nuestra propia felicidad, pero también es vital ser altruistas, mostrando compasión y amor hacia las personas que realmente son importantes en tu vida. La verdadera felicidad se encuentra en el equilibrio entre el cuidado de uno mismo y el cuidado de aquellos que amas.

La aceptación y la autenticidad son los pilares sobre los cuales se construye esta emocion duradera. A medida que aprendemos a abrazar nuestras luces y sombras, nos liberamos del frenesí de la búsqueda externa y nos sumergimos en la riqueza de nuestro mundo interior. La felicidad genuina surge cuando nos atrevemos a desacelerar, a detenernos y a mirar profundamente dentro de nosotros mismos, como un viaje en tren cuando nos paramos a analizar el paisaje como si fuesemos capaces de ver nuestro propio interior. Es en este espacio sereno donde encontramos la paz, la alegría y el significado que tanto echamos de menos.

En última instancia, la felicidad no se encuentra en las emociones extremas ni en las experiencias fugaces, sino en la conexión con nuestra esencia, con los demás y con el mundo que nos rodea. Es un viaje profundo y personal, una exploración de nuestro ser interior que nos lleva desde la velocidad desenfrenada hacia la calma serena, donde finalmente descubrimos el verdadero sentido de esta emocion: la aceptación incondicional de uno mismo y la capacidad de amar y ser amado en su forma más pura y auténtica.