Últimamente, en este mundo hiperconectado en el que ahora vivimos, está muy de moda decir que lo más importante es ser independiente, no tener apego con nadie y, sobre todo, aprender a estar solo. Porque si no te soportas a ti mismo, no te quieres… ¿Quién te va a querer?
Bien. Pues siento decepcionar a quien me lea pero esto no es un texto motivacional sobre las ventajas de vivir en soledad. Porque, para ser sinceros, dudo que las haya mucho más allá de tener que fregar menos platos.
Somos seres sociales. Es un hecho irrefutable. Nos necesitamos unos a otros para trabajar, para aprender, para desarrollar el mundo, para desarrollar nuestro cerebro y, nos necesitamos también para amar. Y no me refiero a la frase católica de “ama al prójimo como a ti mismo”, no. Al prójimo ámalo como quieras. Como sepas, como se merece, como te mereces. Pero no es necesario que hayas enterrado todos tus complejos y te hayas deshecho de la lista de diez traumas que tienes en las notas del móvil para amar a los demás. Para amar a otro lo único que se necesita es tener la capacidad de hacerlo. Y, lo siento por los defensores de la independencia y la maquillada irresponsabilidad emocional, pero amando a otro probablemente aprendas a amarte a ti mismo mucho mejor de lo que aprenderías nunca en soledad.
De todas formas, este texto no pretende ser, ni mucho menos, un defensor de la dependencia emocional y de los lazos tóxicos. En absoluto. Si no te aman de una forma sana, si no te valoran ni te tratan con respeto, vete. No pasa nada por estar solo. Pero tampoco pasa nada por querer estar acompañado.
Es obvio que el ser humano debe tener una cierta independencia para convivir con los demás. Eso nadie lo niega. A los cuatro años, te conviene empezar a comer solo, a los seis aprender a atarte los cordones, a los diez a saber coger el autobús sin que tu padre te lleve de la mano, a los quince a pasar el día fuera y volver a casa sin que nadie te recoja y a los veinte a freírte un huevo para poder alimentarte en la residencia de la universidad (por ejemplo). Pero tampoco pasa nada si un día estás cansado y ese cordón te lo ata tu madre, tu abuelo te recoge en casa de una amiga con diecisiete o tu padre te manda unos tuppers para que pases la semana. Tampoco pasa nada porque te quieran y te cuiden. Tampoco pasa nada por dejarse querer y cuidar. De hecho, la vida empieza a tener muy poco sentido si nuestro único objetivo es sobrevivir a todo lo que se viene en soledad y no contar con los demás.
Si no anhelamos un abrazo de la persona (o personas) que nos han enamorado o si no lloramos durante meses a alguien cuando nos deja porque la vida, con él, brillaba de otra manera. Obligarnos a dejar de sentir para protegernos del dolor, esforzarnos en creer que todo el mundo es pasajero y volvernos unos irresponsables emocionales ante los demás porque “nadie debería necesitar nada de nadie” nos deshumaniza. Hasta diría que nos “desanimaliza”, porque no hay nada más animal que dos gatos dándose amor a los pies de un brasero. Está claro que sobrevivirás a la ruptura, que superarás (o aprenderás a convivir) con una muerte y que el llanto cesará, pero la pura verdad es que la vida, para ti, era más bonita cuando esas personas estaban en ella y no pasa nada por admitirlo. No pasa nada por asumir que siempre habrá alguien a quien echar de menos. A quien llorarle.
Porque la vida también es pérdida, es dolor y angustia. Y eso es lo que nos hace realmente independientes: dejarnos amar sin barreras y amar al otro de forma sincera, pero saber abrazarnos a nosotros mismos cuando nos rompen el corazón.
Otro argumento de los defensores a ultranza de los discursos motivacionales sobre conseguir objetivos, la cultura del esfuerzo y la independencia supina es que hay un montón de personas mayores que viven solas y son felices. Y, en parte, no voy a llevarles la contraria en eso. Las hay, estoy segura. Seguro que Celia, la vecina del 4º que vive sola porque se quedó viuda y tiene al nieto todos los días a comer, después de haber llorado unos cuantos años, está relativamente feliz. Antonio, el de la esquina de la calle, que va todos los días a jugar a las cartas con sus amigos del bar y come los domingos con la
familia, no creo que se levante siempre de mal humor…
…Pero igual, a Francisca, que está enfadada con sus hijos, no conoce a sus nietos y todas sus amigas han muerto o ya no salen de casa, la soledad no le parece precisamente el invento del siglo. Porque Celia y Antonio, realmente, no están solos. Pero Francisca sí. Porque si no hay una red de cuidados que nos acoja cuando caemos y lloramos durante cinco meses seguidos, no hay nada. Si nadie se acuerda de nosotros en nuestro cumpleaños, la vida se ensombrece. Vivir se convierte en supervivencia. Nos hace falta el amor, nos hacen falta los cuidados, necesitamos la compañía.
Ser independiente es saber valerse por uno mismo y saber relacionarse con los demás. Ser humano significa cuidar las emociones del otro y comprometernos con quien nos quiere, sea de la forma que sea. Nada tiene sentido si no miramos y tenemos en cuenta al de al lado.