Alejandro Blanco, presidente del Comité Olímpico Español, parecía haber invocado la nostalgia de un país que una vez, en 1992, se creyó invencible en el Olimpo de los dioses del deporte. Nos prometió superar aquellas 22 medallas que Barcelona vio brillar bajo su sol mediterráneo, como si el simple hecho de llevar la delegación más grande de nuestra historia nos garantizara un asiento entre los inmortales. París 2024 iba a ser nuestro regreso triunfal a la gloria, pero el destino, caprichoso como siempre, nos ha mostrado que los dioses no conceden favores sin sacrificios reales.

Llegamos con 383 atletas, el mayor número jamás visto en nuestras filas. Una cifra que, a ojos de un ingenuo, prometía un aluvión de metales preciosos para colgar en los pechos de nuestros deportistas. Pero la realidad, siempre tan cruel y ajena a los sueños, nos devolvió a la tierra: solo 18 medallas. Un escaso 4,6% de éxito. Mientras Estados Unidos, con 653 atletas, volvía a casa con 126 medallas, China, con 388 deportistas, se llevaba 91. Incluso países como Italia y Francia, con cifras de participación similares a las nuestras, doblaron o triplicaron nuestro botín.

¿Qué nos ha pasado? Alejandro Blanco nos vendió un espejismo. No es el primero, ni será el último. Pero el verdadero problema no está en la visión optimista de un presidente del COE que, como tantos otros antes que él, soñó con grandeza sin calcular el coste de alcanzarla. El problema es mucho más profundo. España, con su fervor futbolístico, sigue siendo un país donde el deporte se limita a lo que ocurre sobre el césped de un estadio y mientras sigamos pensando que el deporte es solo fútbol, seguiremos quedándonos cortos en cada edición de los Juegos Olímpicos.

Es una vergüenza, no hay otra palabra. Es una vergüenza que en disciplinas como la natación, donde otros países con menos recursos nos dan lecciones de competitividad, nosotros ni siquiera logramos salir de la sombra. Es llamativo que mientras los demás suben al podio, nosotros nos conformamos con aplaudir desde la grada. España necesita una revolución, pero no de promesas vacías ni de delegaciones monumentales. Necesitamos cambiar nuestra mentalidad, nuestra cultura deportiva, y empezar a valorar el esfuerzo de todos los que, fuera del foco del fútbol, entrenan en silencio, soñando con una medalla que, en este país, sigue siendo esquiva.

El fracaso en París no es solo un tropiezo. Es un espejo que nos muestra lo que realmente somos. Y mientras no cambiemos, seguiremos viviendo de recuerdos, anhelando un Olimpo que nunca alcanzamos.