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Te lo voy a contar con toda la crudeza, sin florituras ni coartadas, porque así es como se deben narrar estas cosas. La cocaína entra en tu vida como un susurro, como la sonrisa perversa de una mujer a la que no le puedes decir que no. Es esa raya blanca, tendida en la mesa de algún bar, entre el humo espeso de los cigarrillos y las risas a medio camino entre la euforia y la desesperación. Al principio, ni siquiera parece peligrosa. Te lo tomas como una travesura, un juego de adultos. "Solo un par de tiros para animar la noche", te dices. Qué fácil es convencerse de las cosas cuando la trampa aún no se ha cerrado.

La primera vez es un fogonazo que te prende por dentro. Una chispa que se convierte en incendio. De repente, el mundo se vuelve nítido, las palabras son más agudas, el cansancio desaparece como por arte de magia. No es que te sientas mejor, es que te sientes invulnerable. Y ahí está la mentira que nadie te cuenta: que esa sensación de poder absoluto no es más que un espejismo, una broma cruel que te va acercando poco a poco al borde del precipicio. Pero en ese momento no lo sabes, o no quieres saberlo. Solo piensas en lo jodidamente bien que te sientes y en lo mucho que necesitas otra raya para que ese momento dure un poco más.

Luego llega el alcohol, que es como la gasolina que le echas al fuego. Una copa, otra copa, y esa vocecita en la cabeza que empieza a sugerirte cosas. "Vamos, ponte otra raya. Si ya has empezado, qué más da una más". Y claro, le haces caso. Porque el alcohol tiene la habilidad de borrar las fronteras entre lo que puedes y no puedes hacer, de volverte valiente o, más bien, inconsciente. Es el cómplice perfecto de la cocaína, el camarada traicionero que siempre está dispuesto a invitarte a otra ronda, a empujarte un poco más allá.

Y ahí estás tú, en ese agujero del que ya no sabes salir. Porque no te engañes: cuando te das cuenta de que tienes un problema, ya es tarde. Muy tarde. La cocaína es una amante exigente, celosa, que no te deja escapar. Al principio te la das solo los fines de semana, para "divertirte un rato", como si no pasara nada. Pero luego es cada vez más frecuente, las rayas son más largas, y te pillas haciendo cosas que antes ni se te pasaban por la cabeza. Te pillas mintiendo, primero a los demás y luego a ti mismo. "Puedo parar cuando quiera", te dices, mientras la nariz ya empieza a sangrarte y los dientes se te mueven en las encías.

La cocaína tiene su propio precio, y no es barato. Te roba el sueño, te roba los amigos, te roba el futuro. Te deja vacío, roto, como un jodido muñeco de trapo. Es como si poco a poco te fuera quitando capas, llevándose partes de ti que ya no vuelven. Y lo peor de todo es que el paraíso que te prometía al principio nunca fue real. Era una ilusión, una trampa perfecta que te atrapó por idiota. Porque sí, hay que ser muy idiota para pensar que se puede jugar con esto y salir ileso.

Hay mañanas que son puro infierno, con la cabeza que te late como un tambor y el alma hecha jirones. Te levantas sintiéndote un traidor, con esa resaca que no solo es física, sino moral, porque sabes que has cruzado otra línea, que te has vendido barato. Pero ahí estás, volviendo a caer. Una y otra vez, hasta que te das cuenta de que el fondo no es un lugar, sino un estado permanente, un pozo en el que caes sin parar.

Y la salida, si es que la encuentras, es cuesta arriba, a puro golpe de voluntad y rabia. Tienes que aprender a soportar la vida tal cual es, con sus miserias y sus días grises, sin buscar atajos. Tienes que aceptarlo: la cocaína es un enemigo al que no se puede domesticar. Hay que alejarse de ella, cerrar la puerta y no volver a mirar atrás, porque si vuelves a ceder, aunque sea una vez, te vuelve a coger del cuello y no te suelta.

Así que no vengas con excusas, con cuentos de que "solo es por diversión" o "para animar la noche". La cocaína no es un entretenimiento, es un arma de doble filo que tarde o temprano te corta. Y cuando lo hace, no te lo tomes como un accidente. Fue porque tú mismo afilaste el cuchillo.